La escuché sin comentarios. No diría una palabra sobre López de Lisboa hasta que ellas demostraran su capacidad de guardar un secreto. La referencia a López de Lisboa me produjo una trepidación; en ellas hubiera desencadenado un terremoto de sólo sospechar lo que yo sabía.

Isabel se había dulcificado. Madre y viuda precoz, reavivaba la ternura de nuestra propia madre. Sus ojos -parecidos también a los de mi mujer- eran húmedos y acariciadores. La pequeña Ana no se desprendía de su mamá.

– Yo me presentaré en el colegio de la Compañía -anunció Felipa-. Es lo que corresponde.

– Puedes quedarte con nosotros -la invitó mi esposa.

– Gracias. Ustedes son generosos de veras. Pero mi lugar está allí.

Mi mujer asintió y se santiguó.

Un estruendo en la cocina interrumpió nuestra conversación. Caían jarras de latón y estallaban platos de cerámica. Dos gatos se habían introducido entre las tinajas, treparon un barril, saltaron sobre el horno y, escaldados, se revolcaron sobre la mesa con vajilla.

A mi mujer le importó que se hubiera derramado mucha sal en el piso.

– ¡Anuncia desgracia! -se sobresaltó mi hermana; y me miró con sus grandes ojos tiernos.

Las testificaciones reunidas en Concepción y Santiago son bastante comprometedoras para el reo. El prolijo trámite inquisitorial, sin embargo, exige no cometer apresuramientos ni saltear instancias. Todo ese material, los bienes confiscados y el reo en persona deben ser embarcados cuanto antes rumbo a Lima donde el alto Tribunal efectuará su inapelable juicio.

112

Los aldabonazos penetraron en mi sueño como campanadas. Isabel me movió el hombro.

– Francisco, Francisco, llaman.

– Llaman, sí… -me envolví con la capa que había dejado sobre una silla. Los golpes continuaban, insistentes.

– Ya voy -palpé la yesca y aferré a ciegas una bujía; la encendí.

– Rápido -imploraba una voz asordinada tras la puerta, temerosa de incomodarme demasiado.

Abrí una hoja. Apareció una figura encapuchada e impaciente.

– El obispo… -empezó a decir.

– ¿Otra hemorragia? -le iluminé el rostro atribulado; parpadeó, me agarró el brazo.

– Venga en seguida, por favor. Se nos muere.

Me vestí en un santiamén.

– ¿Qué pasa? -preguntó Isabel incorporándose.

– El obispo tuvo otra hemorragia.

La pequeña Alba Elena sacudió los miembros y lanzó su llanto.

– La sobresaltamos, pobrecita -la recogió en brazos y arrulló tiernamente.

Besé a mi hijita, acaricié la mejilla de mi esposa y disparé hacia la calle.

– ¿Cuándo se produjo la hemorragia? -pregunté sin disminuir el trote.

– Ah, recién. Se quejó de dolor en el estómago toda la noche.

– ¿Y qué esperaban para venir a buscarme? No contestó.

– ¿Qué esperaban?

– Él no quería.

– Nunca quiere. Y me llaman después del incendio -torcimos en la esquina, se veía la casa episcopal. Un par de linternas temblaba ante el vetusto portón.

Recorrí las conocidas galerías. En la alcoba ardía un pequeño candelabro. Percibí el olor de la diarrea por entre los vapores medicinales que salían de un caldero.

– Más luz -ordené.

Arrastré una silla hasta el borde de la cama. El prelado se masajeaba el estómago y emitía débiles quejidos.

– Buenas noches.

No me escuchó.

– Buenas noches -repetí.

Se sobresaltó.

– Ah, es usted.

Le tomé el pulso: había perdido demasiada sangre. Cuando llegaron otros candelabros pude verificar la pronunciada anemia de su tez.

– El cielo me manda hermosos dolores -sonrió apenas.

– Traigan un tazón con leche tibia -ordené al ayudante.

– ¡Leche! -hizo una mueca-. Me haría vomitar. No la quiero en absoluto. Pronto me reuniré con el Señor -agregó-. Estoy purgando mis pecados. El cielo me ayuda: sus enemas son más eficaces que las de ustedes -carcajeó con malicia, pero se interrumpió de golpe y llevó ambas manos al abdomen-. ¡Ay!…

– Le pondré paños fríos.

– No hace falta -se retorcía.

El ayudante me alcanzó una pequeña bandeja de cobre con el tazón de leche.

– Beba esto.

– ¡Puaj!… -se apretaba el estómago.

Lo ayudamos a sentarse. Tragó un par de sorbos con repugnancia. El tercero lo escupió sobre mis zapatos.

– Quiero recibir nuevamente la extremaunción -se recostó vencido.

Su ayudante empezó a sollozar.

– Rápido -balbuceó.

Palpó con su diestra hasta tocar mi rodilla. Le ofrecí mi mano.

– Usted no se vaya -pidió-. Tiene el privilegio de contemplar los tránsitos al otro mundo.

– Un triste privilegio.

– ¿Triste?… Sólo para los pecadores. Los virtuosos gozan este momento… Ya viví demasiado.

La luz del candelabro acentuaba el tajo vertical de su entrecejo. Este hombre seguía emitiendo autoridad. Aún había podido estremecer a los fieles con otro sermón una semana atrás. ¿Cómo habrá sido años antes -me pregunté-, ejercía de inquisidor en el Tribunal de Cartagena? Mi pensamiento, misteriosamente, conectó con el suyo. Me recorrió un escalofrío. En efecto, dije que admiraba su coraje. Y él derivó hacia un recuerdo espantoso.

– Los pecadores, cuanto más pecadores, más sufren… ¡Como lloraban los marranos de Cartagena!

No di crédito a mis oídos. Este hombre tenía una percepción demoníaca.

– ¡Ay!… -suspiró y volvió a masajearse el abdomen-. ¡Cómo lloraban esos pecadores!

– ¿A cuántos relajó? -me oí preguntándole, como si quisiera acompañarlo pero con otro tipo de úlcera, despreciando el riesgo que implicaba tocar el tema.

Abrió sus ojos ciegos y después movió lentamente la cabeza.

– No recuerdo… ¿Relajé a alguno?

Volví a palparle el pulso. Seguía filiforme, vertiginoso.

Me atrapó la mano.

– ¿Relajé a alguno? -preguntó ansiosamente.

– Cálmese, Eminencia.

– Fui débil con los judíos… -se agitó-. Ahí está mi pecado. Fui débil.

– ¿Misericordioso?

Sacudió la cabeza.

– La misericordia a veces es traición en los asuntos de la fe. Recuerdo que un judío lloraba. ¡Abjura, entonces!, le imploré; pero el infeliz no podía abjurar por el desenfreno de su llanto…

Las gotas empezaron a cubrir mi frente.

– Fui un mal inquisidor. Condené poco… ¡Ay!

Ingresó el ayudante con el confesor del obispo. Me levanté.

– No se vaya -oprimió mi mano.

– Está bien -me corrí hacia un ángulo del extendido aposento.

El sacerdote besó las cruces bordadas en la estola y la colgó de su nuca. Murmuró unas frases y se arrodilló junto a su superior. Le besó el anillo episcopal. Durante varios minutos llegó hasta mis oídos el rumor de oleaje plagado de monstruos. Este hombre arrebatado, disconforme con su lejana tarea de inquisidor y disconforme con su acción pastoral, se disculpaba ante Dios como un guerrero ante su capitán. No computaba los gestos de amor, sino las carencias de ensañamiento. Cruel destino de un hombre que se equivocó de carrera: hubiera querido ser matamoros y mataindios; fue, en cambio, un mediocre matajudíos.

El pulgar del sacerdote se hundió en el aceite y trazó una cruz sobre la frente del obispo.

Se estableció un silencio sepulcral. Me acerqué al paciente. Tenía los ojos cerrados. Su respiración era rápida, le faltaba el aire. Volví a sentarme a su lado.

– ¿Cómo evoluciona, doctor? -preguntó a mi oído su ayudante.

Giré y respondí también a su oído:

– Mal.

El hombre llevó las manos a la cara y salió a comunicar mi pronóstico. Al rato oí los latigazos de una flagelación.

El obispo despertó de su modorra.

– Ah, usted…

– Sí.

– El cielo me manda nuevos retortijones… ¡Ay! -se contrajo con violencia-. ¡Ay!

– Beba otro poco de leche.

– No… -se aflojó, aunque más pálido y agitado aún-. La leche es para los niños. No me sirve. Además… quiero purificarme.

– Ya hizo bastante -intenté consolarlo y me levanté para llamar a su ayudante.

– ¡No se vaya! -atrapó mi ropa-. Por favor.

Volví a sentarme.

– Ustedes, los médicos, sólo piensan en el cuerpo -el reproche lo animó un instante. Curioso temperamento el suyo: me reclamaba como un huérfano y en seguida me atacaba como un gladiador.

– No sólo pensamos en el cuerpo -repliqué.

– Y los judíos…

¡Otra vez los judíos! Me mordí los labios. Qué obsesión… De mi propio estómago subió una llamarada:

– ¿Por qué le importan tanto los judíos? -no pude retener la pregunta.

Su rostro enharinado se sobresaltó.

– Hijo… Es como preguntar por qué me importa el pecado.

– Usted los asocia al pecado -me escuché discutirle. Era peligrosísimo, pero no podía atar mi lengua.

Asintió mientras se acariciaba el estómago.

– Algunos judíos también pueden ser virtuosos -agregué con insolencia; mi corazón estallaba.

Se contrajo de golpe. Otro retortijón coincidió con su sorpresa.

– ¿Qué dice?… ¡Ay!… ¿Virtuosos? -levantó la cabeza; sus pupilas siniestras me buscaron-. Los asesinos de Cristo, ¿virtuosos?… -cayó su cabeza fatigada.

– Serénese, Eminencia -le acaricié el brazo-. Algunos judíos son malos, pero algunos son buenas personas.

– ¿Envenenando nuestra fe?

Las gotas de mi frente ya caían sobre mis labios. Miré en derredor: felizmente no había nadie más en la alcoba.

– Ustedes envenenan la fe -dije-. Los judíos sólo queremos que nos dejen vivir en paz.

El obispo hizo una mueca y la aflojó en seguida como si estuviera por desvanecerse. Sus labios blancos alcanzaron a pronunciar:

– ¡Circunciso!

– No lo soy -dije, y agregué por lo bajo-: todavía.

– Vade retro Satanás -susurró mientras movía lateralmente la cabeza-. Vade retro

Me sequé el rostro. Acababa de cometer un acto de locura. Me denuncié ante el obispo de Santiago. ¿Había perdido la razón?

Le tomé nuevamente el pulso: más tenue aún. Oí que tras la puerta, en las habitaciones vecinas, en las galerías, en el patio, se aglomeraba una multitud que entonaba rogativas.

Me puse de pie. Irrumpieron varios clérigos y distinguí al ayudante. Decenas de religiosos serían testigos de mi autodelación.

– Hay que limpiado -dije-. Tuvo otra hemorragia intestinal.

– ¿Cómo sigue? -preguntó con obstinada sordera: no quería aceptar el pronóstico implícito.