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«Ciegamente, nos aventuramos al espacio. Y allí estuvo nuestro error. Nuestro inconsciente error.

»En el pasado, los Primigenios habían contemplado cómo los insectos y los peces subían a tierra, cómo ésta se cubría de toscas plantas sin hojas, cómo los continentes se rasgaban y se abrían los océanos, cómo los parpadeos del Sol cubrían de hielo las superficies planetarias, cómo los peces convertían sus aletas en patas, sus escamas en plumas y pelo.

»Seres sin mente, nada que mereciera el interés de los Primigenios… Hasta que nosotros llamamos su atención.

– Provocando un nuevo y terrible ataque -completó Lenov.

– Ahí abajo habitan criaturas que son tal y como fue el Taawatu original. Han permanecido ahí silenciosos durante millones de años, ocultos en las nubes de Júpiter…

«Esperando nuestra llegada… esperando para reunirse con nosotros, para fundirse, para volver a ser la enorme criatura que una vez fue…

»Creo que eso es lo que intentaron hacer conmigo, pero fracasaron.

«Nosotros no recordamos ser Taawatu.

»La enorme criatura está amnésica y a merced de sus enemigos…

2038 d.C.

Mientras despachaba con su secretario, Enrique Kramer recibió la noticia de que se había detectado una docena de naves gigantescas, en órbita en torno a la Tierra. Si se estaba preparando una nueva irrupción, aquello representaría el principio del fin.

Unas horas después recibió la confortadora noticia de que eran marcianas. Bien, es posible que lo fueran, pero no estaba de más ser prudentes.

Cuando un pequeño transbordador se desprendió de una de las naves y penetró en la atmósfera, Kramer ordenó que se preparan las Fuerzas de Defensa.

La Tierra giraba perezosa bajo Santiago Casanova.

Realmente era terrible. Incluso desde la órbita se podía apreciar la magnitud del desastre. La Tierra era ahora un planeta diferente al que había conocido en su juventud.

En su lado oscuro apenas brillaban unas pocas y débiles lucecitas. En su lado luminoso, la zonas terrestres tenían un color amarillento enfermizo. La desertización se había apoderado del noventa por ciento del planeta.

Tras dar dos o tres vueltas al globo, entraron en la atmósfera. Una voz ladró por radio, indicándoles que se dirigieran a Europa Septentrional, hacia Lublin, sin desviarse en lo más mínimo, amenazando con derribarles si lo hacían. Como comité de recepción de la Madre Tierra a sus erráticos hijos, no estaba mal.

Siguiendo instrucciones de la torre, tomaron tierra en la ruinosa pista principal del astropuerto.

El aparato rebotó y vibró antes de detenerse. El piloto profirió un chaparrón de palabras en su idioma; Casanova reconoció obutsu (inmundicia), gaichú (insecto maligno) y sai-chijin (estúpido en grado superlativo), obviamente dirigido al controlador de vuelo.

En japonés no existen las palabrotas, pero el piloto parecía dispuesto a remediar esta carencia.

Por el asfalto, agrietado y hundido en parte, surgían manojos de hierba formando intrincados dibujos. Sería ridículo, consideró Casanova secándose el sudor, que tras recorrer tan largo camino fuéramos a rompernos las narices en este lugar.

Cuando el piloto calculó que el escudo ablativo se había enfriado lo suficiente, abrió la portezuela y Casanova respiró el aire libre de la Tierra.

El comité de recepción le estaba aguardando.

En un amplio semicírculo en torno al transbordador se habían ido situando varios carros blindados, piezas de artillería de campaña, camiones, transportes oruga; por todas partes habían hombres camuflados, parapetados o simplemente tendidos en el suelo. Sus no muy lucidas ropas eran tan diversas que, más que uniformados, estaban multiformados. Sus armas comprendían ametralladoras, subfusiles, fusiles de asalto, morteros, rifles con teleobjetivo, bazokas, lanzagranadas, pistolas, revólveres, escopetas… Sus razas eran tan dispares como su armamento y sus ropas; había caucasianos, asiáticos y árabes.

Un tanque cercano apuntaba justo al estómago de Casanova. Levantó las manos y dijo la frase de rigor:

– Llevadme ante vuestro jefe.

No le hicieron mucho caso. Dos tipos de aspecto hirsuto se acercaron y dijeron: levantad las manos, sin fijarse en que, tanto Casanova como el piloto, ya las tenían levantadas, y: bajad de la nave.

Ambos descendieron con dignidad por la escalerilla, sin bajar las manos. Fueron cacheados de pies a cabeza. Acto seguido, un vapuleado camión militar escoltado por jeeps, les condujo hasta Varsovia. En la caja les ¿escoltaban? varios soldados con el armamento listo, aunque aquellos tipos se apartaban de los dos hombres como si éstos fuesen a explotar, o a salirles tentáculos en cualquier momento.

– ¿Podemos bajar los brazos? -preguntó Casanova.

– No -dijo un árabe de mirada recelosa, con un rifle automático entre los brazos.

– Tenga cuidado, que las carga el diablo. -Casanova señaló al arma.

El tipo aferró su fusil, como si un sargento de Belcebú se hubiese presentado a revisar el cargador.

Llegaron a su destino, tras recorrer kilómetros de carretera vapuleada. Casanova advirtió que, en varios lugares, habían brigadas de trabajo parcheándola con asfalto traído a brazo. Por fin, una ciudad apareció a lo lejos.

La Varsovia que recordaba había desaparecido por completo, dejando únicamente unos campos de cascotes. Sólo los nazis fueron destructores más concienzudos que los Primigenios.

En su lugar, se había construido una ciudad de casas prefabricadas, nueva pero nada atractiva. Se trataban de módulos de forma más o menos prismática, que encajaban uno sobre otro como un juego de construcción. Todos iguales; pudieron ver ropas colgadas en los balconcitos, y gente asomada para ver pasar el convoy.

– No parece un paraíso -comentó el piloto-, pero al menos ha quedado atrás lo peor del infierno.

– Lo que ha caído aquí es el fuego del infierno, sí.

– En mi país, conocimos ese infierno por primera vez. En 1945.

– Ya.

No llegaron a entrar en la ciudad; se desviaron, tomando una senda apenas asfaltada que les llevó hasta unas instalaciones que tenían todo el aspecto de un cuartel militar.

Casanova y el piloto fueron entregados a un grupo de soldados que esperaban junto a las puertas de entrada. Los dos grupos hablaron entre ellos en una jerigonza mezcla de ruso, árabe y japonés, mientras conducían a los dos hombres hasta uno de los barracones. Una vez allí, se olvidaron de ambos durante un par de horas. Al parecer no tenían muy claro qué hacer con ellos.

Pasado este tiempo, un hombre con las insignias de coronel, entró en el barracón acompañado de dos guardias. Se dirigió a los recién llegados en ruso:

– Soy el coronel Antón Petrovich Andreiev. ¿Necesitan alguna cosa?

Casanova suspiró.

– Varias cosas, coronel. Primero, algo de comer, si no le importa.

– Les traerán comida. ¿Qué más?

– Segundo, hablar con quien esté al mando de esta fuerza.

– Estamos aguardando instrucciones. Esperen aquí.

Y esperaron.

La espera duró la mitad del día. Les trajeron pan, agua, un par de platos de lentejas guisadas con carne, y unas manzanas arrugadas. Casanova se preguntó si los musulmanes de aquella fuerza comerían lo mismo; la carne parecía de cerdo.

Por fin, vieron llegar un gran cóptero con las insignias blancas y amarillas del Vaticano pintadas en sus flancos.

Se acercó un hombre, vestido con pantalones grises y camisa de manga corta, rodeado por un pequeño séquito. El coronel se cuadró.

– Su Santidad Alejandro IX -dijo como presentación.

El Papa sonrió.

– Bienvenido a la Tierra, Jaime. Coronel, puede suspender la vigilancia sobre estos hombres -dijo Enrique Kramer.

Una vez a solas, Kramer simplemente dijo:

– Así que… habéis vuelto. Al fin.

Casanova asintió.

– La verdad es que la bienvenida no ha sido demasiado cálida.

– ¿Qué esperabas? Recientemente hemos tenido algunos problemas con Monstruos llegados del Espacio Exterior. Nos hemos vuelto muy cuidadosos con lo alienígeno. Pensé que lo sabíais.

– Algo he oído.

– Ésa es la frase más modesta que te he oído decir en mi vida.

Kramer guió a Casanova al interior del enorme cóptero. Descubrió con sorpresa que la bodega de carga del aparato había sido transformada en una oficina.

Kramer cerró la puerta tras él y se sentó a su mesa. Aquel lugar parecía una cancillería, atiborrada con terminales, impresoras, fax, teléfonos, fotocopiadoras, equipos de imagen virtual…

– Estás en mi puesto móvil de mando -explicó Kramer-. Mi oficina ambulante. En los tiempos que corren, hay mucho que organizar y poco tiempo.

Al menos una docena de teléfonos tenían luces encendidas.

– ¿Puedo preguntar cómo…? -dijo Casanova.

– ¿He llegado aquí? Bueno, era uno de los pocos cardenales que quedaron tras el Exterminio… no había muchos donde elegir.

– Comprendo.

– No, no comprendes -dijo Kramer-. No hubo una elección por otros cardenales. Me eligió un consejo ecuménico de obispos.

– Eso no es lo establecido por la tradición eclesiástica.

Kramer se encogió de hombros.

– Para empezar, no quedaban cardenales ni para llenar un taxi. Así que les dije: no podemos decidir el futuro de la Iglesia. Debemos recurrir a una base más amplia. Tan pronto como logramos restablecer las comunicaciones, reunimos a todos los obispos que pudimos, y les dijimos que los sucesores de los apóstoles eran ellos y que la decisión era suya.

– Y decidieron elegirte a ti -dijo Casanova-; quiero decir, a Su…

– Oh, está bien, dejemos el protocolo de lado -sonrió-. Me pone nervioso que se dirijan a mí en tercera persona. Siempre pienso que hablan de otro.

– De acuerdo.

– Y… vamos al asunto. ¿Dónde habéis estado escondidos estos últimos años? -preguntó Kramer. La pregunta estaba hecha en forma juguetona, pero Casanova percibió el acero bajo la seda.

– Hemos tenido mucho trabajo transformando a Marte en una colonia viable.

– Y ahora os habéis acordado de nosotros. ¿Te imaginas lo que fue mi situación aquí? Me enviaste para ayudar a los terrestres, y luego nos olvidasteis. Hubo momentos en que los terrestres odiaban todo lo relacionado con Marte. Incluso temí por mi vida.