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Miró a su alrededor.

Abajo se deslizaba la envoltura de nubes, de un color que oscilaba del amarillo claro a tonos más saturados, dorados, anaranjados y azafrán, formando un trenzado dibujo.

Y aquellas criaturas voladoras estaban bajo el Cousteau; lo estaban elevando, empujándolo hacia el transparente aire de las alturas.

A pesar de que su mente aún zumbaba, Susana logró reunir la suficiente frialdad para utilizar una diminuta paleta, rascar el lomo del monstruo y obtener una muestra de tejido.

De todas las cosas que Lenov había imaginado, nada le había sorprendido tanto como la realidad.

Estaba posado en un claro de una selva increíble. La abundante vegetación que le rodeaba era engañosa; la temperatura era casi siberiana. Era evidente que aquellas no eran plantas normales.

Los árboles eran de troncos achaparrados, gruesos y cortos, una adaptación a la gravedad, sin duda. Sus copas se elevaban hacia un cielo totalmente fuera de lugar. Las feroces tormentas, los relámpagos y los truenos, omnipresentes en el ámbito joviano, se habían esfumado al atravesar el campo de fuerza. Las centellas seguían fulgurando en el cielo, cubierto de titánicas nubes; ningún sonido les llegaba.

Las hojas de los árboles eran de un pardo verdoso. Se preguntó si sería clorofila; en todo caso, poseía algún pigmento pardo, como las algas de gran profundidad. Quizá fuese una exigencia de la fotosíntesis. Tan lejos del Sol, deberían aprovechar muy bien sus rayos.

Otras plantas parecían trepadoras. Se aferraban a los árboles como serpientes, y supuso que era una solución a la falta de luz. Pero con aquella gravedad, ser una planta trepadora no debía ser una respuesta evolutiva muy práctica.

Se preguntó si las flores serían polinizadas por los insectos o por el viento. No advirtió criaturas voladoras de ninguna clase, pero eso no quería decir nada. Quizá los insectos polinizadores no volaban; la gravedad…

Tampoco habían herbívoros, o al menos, ninguno de tamaño visible. Lo cierto era que no tenía ni idea de lo que podía ser aquel sitio. Un tiburón podría sentirse desconcertado por un acuario.

Pensar en acuarios le produjo un ligero repeluzno. Sus amos pueden decorarlos con conchas, figuras de galeones hundidos, o buzos… Apartó aquel pensamiento. Siguió observando atentamente la selva, como un naturalista. No tenía nada mejor que hacer.

– Cousteau a Piccard. -Era la voz de Susana-. Cousteau a Piccard. Por favor, Lenov, contesta.

– Aquí Piccard. Te oigo, Susana… ¿Cómo es posible…?

– Luego. Lenov, estoy rodeada por esos zepelines vivientes. No parece que hagan ningún gesto hostil.

– Tampoco a mí me atacaron.

– Me empujan, creo que en tu dirección. Sí, te tengo localizado.

– ¿Estáis cerca?

– Creo que sí. En cualquier momento podré verte. O ver el… sitio en que estás. No hay duda, me están guiando hacia ti, el camino que llevamos coincide.

El Cousteau atravesó el campo de fuerza y empezó a dar bandazos. La diferencia de presión entre un lado y otro del campo debía de ser monstruosa, pero Susana logró recuperar el control del dirigible sin demasiada dificultad.

– La atmósfera tiene un alto contenido en oxígeno -dijo Susana, en beneficio de la Hoshikaze -. Aún no he localizado visualmente a Lenov; el radiofaro me indica que está justo… ¡Ahí está, ya lo veo!

El Piccard tenía una estampa deplorable visto desde fuera, faltaba la mitad del casco, y los restos descansaban ladeados, enredados en una maraña de vegetación verde oscuro. Todo lo que le rodeaba era tan extraño que Susana decidió ignorarlo de momento.

Concentró su atención en el pecio, ¿cómo iba a sacarlos de ahí?

– Lo siento, Lenov no puedo posarme. -Ya. Está bien, saldré fuera.

En un campo de gravedad doble de la Tierra, cada movimiento es una tortura. Lenov había logrado salir del tanque de agua y arrastrase fuera del Piccard. Alzó con cuidado la cabeza hacia el dirigible que flotaba sobre ellos. Sintió una oleada de afecto hacia aquel artilugio. Era su única forma de salir de allí.

Flotaba a cincuenta metros sobre su cabeza, estaba muy cerca y también muy lejos. Susana había hecho descender un cable rematado por un gancho.

No estaba al alcance.

Lenov estiró el brazo hacia él, y desistió agotado.

– No puedo… es imposible -gimió.

– Vamos, Vania -apremió Susana-, no te rindas ahora.

– No me rindo, maldita sea… este traje está empapado, es demasiado pesado en esta gravedad, y el frío lo ha vuelto rígido como una tabla. No puedo moverme con una tonelada de hielo sobre mis hombros.

– Pero…

– Voy a quitármelo…

– ¡No!

– Hay oxígeno, aunque la temperatura es baja; podré soportarla durante…

– Puede haber algún gas letal, en pequeñas cantidades que el cromatógrafo no ha detectado, puedes contaminarte con microorganismos desconocidos…

– Puede, puede… ¿Y tú me hablas de precaución? Sólo hay una forma de averiguarlo.

Lenov levantó la visera de su máscara, y respiró el aire helado. Olía muy extraño, una mezcla de creosota y estiércol. Y a algo más. Lenov había respirado multitud de veces la mezcla de oxígeno y helio, y tenía un sabor especial; los sonidos también se transmitían de un modo característico, todo sonaba más agudo, un poco más estridente. El ambiente era muy frío. Veinte grados bajo cero. Se le iban a congelar las… No tenía tiempo para gozar del panorama. Debía esforzarse en sobrevivir. Rápidamente se despojó del mono de lona, con excepción de las botas.

– ¡Mierda, qué frío!

Debajo llevaba el traje de goma, le protegía algo del frío, pero no lo suficiente. Notó cómo el calor de su cuerpo escapaba con presteza, absorbido por el frío ambiente. No tenía mucho tiempo.

Se acercó a los restos del Piccard y liberó los cierres que sellaban la portezuela de acceso del delfín. El cetáceo le miró desde su extraña postura. Colgaba de lado, aún sujeto por los arneses. Todo lo rápido que pudo, Lenov aflojó las cinchas y el delfín quedó libre. No pudo evitar que cayera desde medio metro de altura, produciendo un ruido desproporcionado que asustó al ruso.

– ¿Estás bien? -preguntó. Su propia voz sonó a sus oídos como la del pato Donald. Sin el ordenador, no podía contestarle. Se limitó a mirarle con tranquilidad.

Lenov se frotó el cuerpo con las manos. Tiritaba sin poder controlarse. Empezaba a notarse entumecido. El traje de goma también se estaba convirtiendo en una rígida armadura de hielo. Agarró al delfín por el arnés y tiró de él con fuerza. No se movió ni un milímetro. Volvió a intentarlo. Era un hombre corpulento, pero aquello era demasiado. ¿Cuánto pesaría el delfín en aquella gravedad?

Se dejó caer de rodillas; en realidad, apenas podía levantar sus propios miembros. Era como si cargase a otro sobre sus espaldas. El frío y la gravedad empezaban a apoderarse de sus músculos, sentía un extraño sopor. Pensó en salir de allí, en resguardarse en el cálido interior del Cousteau. Los ojos se le cerraban.

Se puso en pie, obligándose a despejarse. No iba a abandonar al delfín. Salió fuera. Sobre la maraña de vegetación, el Cousteau flotaba sobre su cabeza., rodeado por la incongruente luz de Júpiter. Lenov tomó su casco y habló por la radio. -Susana, dame cable.

El gancho empezó a descender hasta colocarse a su alcance. Lenov lo tomó y lo arrastró hasta el interior de la cabina del delfín. En la otra mano llevaba el casco. Se lo acercó al rostro y preguntó:

– ¿Qué tal te encuentras, Semi? -Tengo frío, Vania.

– Yo también, yo también. Pero vamos a salir pronto de aquí.

Lenov sujetó el gancho al arnés y comprobó tirando que la sujeción era sólida.

– Muy bien, Susana, muy lentamente, empieza a recoger cable. ¡Más despacio, joder!

El primer tirón había sido muy brusco. Luego el cabo empezó a recogerse más suavemente. Lenov también empezó a tirar, para controlar el peso del delfín.

Cuando salieron al exterior, Lenov apenas podía respirar. El aire frío parecía quemar sus pulmones, le dolían las costillas por el esfuerzo, y tenía un sabor metálico en la boca. Estaba muy mareado, y durante un instante pensó que se iba a desmayar. Se aferró al arnés de Semi para no caer. -Vania… Vania…

La vocecilla de Susana le llegaba débil desde el casco; fue suficiente para hacerlo responder.

– Susana… -jadeó-, puedes subirnos. -¿Te encuentras mal? Tu voz suena… 1 -He estado en mejor forma…

– ¡VANIA! ¡VANIA, POR FAVOR, RESPONDE! -vociferó alguien.

– ¿Eh? -Lenov sacudió la cabeza. Estaba tumbado boca arriba, sobre el musgo helado. Su espalda era un bloque de hielo. El delfín estaba sobre él, colgando como de una cucaña; el pobre se agitaba inútilmente en su arnés. -¿Qué pasa?

– VANIA, HAS PERDIDO EL CONOCIMIENTO. -La voz de Susana le llegaba estruendosa desde arriba. La etóloga había conectado los altavoces exteriores.

Lenov no quería oír, sólo deseaba descansar un poco, descansar…

– DEBES LEVANTARTE… PONERTE EN PIE -aullaban los altavoces, que añadieron casi sollozando-: ¡NO PUEDO SALIR A AYUDARTE!

A Lenov todo aquello le parecía una pesadilla. Con un esfuerzo sobrehumano logró incorporarse y se abrazó al delfín.

– Susa-sa-na, súbe-be-benos. -Los dientes le castañeaban sin que pudiera controlarlos. Le contestó otro aullido.

– NO, CAERÍAS ANTES DE RECORRER UN METRO. DEBES ATARTE.

– ¿Q-qué…?

– DEBES ATARTE. ¿ME OYES? -bramaba Susana.

– Me est-t-tás destrozando los tímp-p-panos, claro que t-te oigo.

Un nuevo rugido cayó sobre él.

– ÁTATE AL ARNÉS DE SEMI.

Torpemente, Lenov obedeció. Usando las cinchas de su traje se agarró al cuerpo del delfín.

– List-t-to -dijo.

– ¿ESTÁS BIEN SUJETO?

– Por lo que más quier-ra-ras, Su-u-sana, me est-t-toy ult-t-tracongelando. Sáca-a-nos de aquí.

Con un tirón brusco, el cable empezó a elevarlos. Lenov vio como el panorama empezaba a voltear locamente. Cerró los ojos con energía, y al abrirlos estaba en el interior del Cousteau. La portezuela de carga se cerró. Lenov se soltó y acomodó al delfín lo mejor que pudo. Aquello iba a ser difícil para él, tendría que soportar la aceleración del despegue sin un lecho conveniente.