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XV LO QUE ESCRIBIÓ NATALIA GUERRERO

La idea más extraña, y, sin embargo, la más natural.

He aquí que he llegado al final de esto, que aún no sé cómo calificar. No puedo considerarlo ficción, porque cuenta una historia cierta, ni crónica real, ya que pretendo convertirlo en ficción. Quizá fuera adecuado llamarlo «Natalia Guerrero», porque eso es lo que intentaré: transformar esta obra en mi personaje. No quiero crear una novela sino una mujer. Este era mi proyecto, mi plan, mi venganza: derrotar la realidad con mi pequeña fantasía, narrar una historia que nadie pudiera considerar verosímil, pero en la que, al mismo tiempo, despuntara Natalia como única realidad. ¿Y acaso hay algo más natural que el esfuerzo de un escritor por darle vida a su personaje?

Salmerón me había llevado a construir a Natalia para su propio beneficio: ahora yo transformaría a Salmerón y a su universo en meras ficciones, su minucioso plan sería el tema de una novela, y él mismo, mi omnipotente editor, un ser abstracto, inventado a expensas de la criatura que más me importaba.

Era consciente de la dificultad a la que me enfrentaba, de la extraordinaria hazaña que me proponía llevar a cabo, totalmente a cabo. Pero confiaba en la escritura. Escribir es una labor de brujos, una alquimia secreta. Demostraría a Salmerón, a Neirs, a todos, que el papel y la pluma eran capaces de cualquier cosa. Y que un libro podía convertirse en un ser humano.

Nada más llegar a casa aquella noche -las 2 de la madrugada del martes 27 de abril- me puse a trabajar. Antes, preparé un café bien cargado y me di una ducha caliente, secándome y limpiándome la herida de la frente. No sabía hasta dónde iba a llegar con aquel juego, pero fuerzas no me faltaban. Sentado frente al ordenador, observé los papeles recortados que me quedaban y elegí uno al azar.

3. Salmerón: ciego, poderoso.

«Natalia no cree en ti -decidí pensar-. ¿Quién puedes ser o qué puedes simbolizar? Tú buscabas crear a Natalia, pero ni siquiera sabías cómo acabaría siendo ella. ¿Eres el ciego destino o Dios todopoderoso? Da igual. Tu poder, tu omnisciencia, tus múltiples servidores, caerán con un simple gesto de mis dedos en el teclado cuando escriba:

"Natalia no cree en ti, ha dejado de creer en poderes superiores. Es atea desde su más tierna infancia. Piensa que si Él existe es ciego y traza en la negrura del azar sus absurdos planes. Natalia se ha liberado de los poderes omnímodos. Cree en ella misma y en sus propias capacidades, como ahora creo yo que todo lo que escribo puede hacerse real".»

Me sentí feliz al comprobar cómo una simple frase escéptica sobre un papel puede herir de muerte a cualquier dios, imaginario o verdadero. El resto de «Sucesos» y «Personas» me pareció sencillo de encajar. Fui distribuyendo los primeros de forma casual, sin seguir un orden marcado de antemano:

5. Cené en un restaurante la noche de mi cumpleaños.

6. Una casa de locos: La Floresta Invisible.

2. Alta tras 8 días de hospitalización.

La historia surgía por sí sola: Natalia había decidido salir a cenar a un restaurante la noche del 13 de abril (no lo hacía de forma habitual, pero quizá aquella noche se sentía muy sola). Bebió más de la cuenta, y la tristeza y las ideas de suicidio se aferraron a ella con más fuerza que de costumbre. A su regreso, decidió quitarse la vida estrellándose con el coche en una curva. Salió ilesa (sólo una herida en la frente), pero fue ingresada en un hospital psiquiátrico. Los recuerdos de aquel misterioso lugar, de aquella «casa de locos» donde se limitaba a comer y escribir, como en La Floresta, están grabados en su mente. Escogí dos «Personas»: «Felipe, insoportable, loco» sería un buen símbolo de los pacientes que la rodearon durante esos días, con sus inexplicables conductas y su lenguaje jeroglífico. «Neirs: elegante, profesional» representaría al psiquiatra que la atendió en su blanquísimo despacho y le pidió que dijera «con absoluta confianza» en qué podía ayudarla. Aquel hombre la había sacado del agujero, y ella lo sabía y lo recordaba con gratitud. Sin embargo, al mismo tiempo, Natalia se había sentido «utilizada» por él, como si sus preguntas la guiaran hacia un lugar de sí misma absolutamente artificial, planeado de antemano.

Perfecto. Apenas había pasado una hora y ya lo tenía: Natalia Guerrero había sido ingresada en un psiquiátrico tras su intento de suicidio. Ocho días después estaba en casa. ¿Y qué había ocurrido entonces? ¿Se había recuperado del todo? ¿Había vuelto a hundirse en las tinieblas?

En la mesa quedaban un solo «Suceso» y dos «Personas». Elegí el primero.

4. Párrafo de la mujer desconocida.

Aquí no había ningún misterio. Natalia era escritora. Antes del accidente, y quizá antes de su depresión, había emprendido la composición de una nueva novela. Ésta trataba de una mujer desconocida de la que alguien se enamoraba. Escribió algunas frases (quizá un párrafo), pero el trabajo quedó interrumpido con los acontecimientos posteriores. Al llegar a casa tras ser dada de alta, la reanudó. ¿De qué forma? ¿Dónde estaba la novela de Natalia? «La escribiré yo», pensé.

Cuando abordó de nuevo su novela tras el accidente, Natalia empezó a comprender que escribir no era una labor vana y vacía, sino un poder de transformación, de metamorfosis. A través de la escritura, Natalia podía hablar de sí misma con la voz de otros. Poco a poco, su obra fue convirtiéndose en una autobiografía, pero redactada desde fuera. Lo que había empezado siendo una aventura, una intriga ficticia, se transformaba, con el paso de los capítulos, en un recorrido por sus recuerdos lejanos y próximos. Pero ella no quería ser la conductora. Ponte tú, Juan, al volante de mi autobiografía, pediría Natalia, y llévame al pasado: quiero comprender la razón de mi soledad, de mi tristeza, de mis deseos de morir… Supe enseguida que la mujer desconocida de su novela, a quien tanto buscaba el protagonista, era la propia autora. Y supe que los personajes eran títeres de los seres de su recuerdo, muñecos vudú en los que Natalia podía hundir afiladas agujas.

«La escritura como forma de encontrarnos con nosotros mismos.» La idea no era original, pero me gustaba. «Porque lo único real de un texto es el autor, ¿no es así, señor Neirs?»

Examiné, entonces, las dos últimas «Personas», las que el azar había decretado que permanecieran en pie hasta el final.

9. Juan Cabo: ficticio.

14. Natalia Guerrero: real.

Bueno, allí estaba. ¿Hacía falta añadir algo más? «Vamos, sólo cuesta un pequeño esfuerzo», pensé. En fin de cuentas, cualquier escritor estaría dispuesto, llegado el caso, a darlo todo por su personaje: la vida, la cordura, hasta la existencia. Pero mis manos temblaban. No podía continuar. «Es una decisión demasiado grave -pensé-. Hace falta valor, porque yo también importo.» Pasaban de las 4 de la madrugada, de modo que decidí descansar un poco.

Sin embargo, en la cama, mi insomnio comenzó a dar vueltas. Había estallado una tormenta y el estampido de los truenos me impedía incluso cerrar los ojos. Sentía calor, sudaba. Deslicé una mano por mi barba y pensé: «Ah, todavía la tengo». Pero no pude encontrar un motivo lógico para este pensamiento. ¿Acaso existía la probabilidad de que no tuviera barba? Me palpé la sien izquierda, que me dolía: era casi una brecha en la sien. Recordé el golpe de Grisardo.

Incapaz de seguir soportando la soledad de mi cerebro, me levanté, fui al despacho y revisé las estanterías en busca de un libro que me distrajera. Rechacé el primero en que se posaron mis ojos: el Orlando de Virginia Woolf. Tampoco me gustaba Niebla, de Unamuno. Por fin, decidí que interviniera el azar, y saqué un libro a ciegas. Eran las Metamorfosis de Ovidio en la clásica versión de Ruiz de Elvira. Lo hojeé en la cama. El poema, como yo ya sabía, constaba de 15 cantos, o 15 capítulos, y en él se narraba, mediante la transformación constante de dioses y hombres, la historia del mundo. Una metáfora de la literatura, sin duda. El escritor se transforma en hombres y mujeres, en cosas, en ciudades, en animales, en tormentas, y cuenta la historia de su mundo. El escritor posee el poder de los antiguos dioses del Olimpo. Abrí el volumen por el canto decimoquinto y tropecé con los versos donde Pitágoras (Ovidio transformado en Pitágoras) lanza su célebre discurso: «Todo se transforma, nada desaparece»…

…y como la cera adopta dócilmente las nuevas marcas que se le imponen, y no permanece como antes era ni conserva las mismas formas, pero aun así sigue siendo la misma, así os enseño que el alma es siempre la misma, pero emigra a diferentes apariencias…

Retumbó un trueno: como si el cielo se aclarara la garganta preparándose para pronunciar una gran palabra. La lluvia correteaba con mil fugaces patas de insecto sobre las persianas. Pasé otra página.

Tampoco subsiste la apariencia propia de ninguna cosa, y la naturaleza, renovadora del mundo, construye unas figuras a partir de otras; y en el universo entero, creedme, nada hay que perezca, sino que todo cambia y renueva su aspecto, y se llama nacer a empezar a ser cosa distinta de lo que antes se era, y morir a dejar de ser eso mismo.

Desperté en algún lugar de la mañana, rodeado de sudor y penumbra. El libro reposaba, abierto, sobre mi pecho, como un corazón que hubiese dejado de latir. La lluvia no había cesado. Me levanté y caminé por los pasillos solitarios. La cabeza me daba vueltas. El cuerpo me dolía como si cada articulación se hubiera transformado en su propia versión metálica y provista de tornillos.

Ninfa no aparecía por ninguna parte. En su habitación no encontré ni rastro de su remota presencia. «No importa -decidí-. Probablemente ella también era modelo de escritores.»

Súbitamente, un horror inexplicable me hizo correr hacia el espejo más próximo (el cuarto de baño de la planta baja). Pero pude comprobar, con un suspiro de alivio, que allí seguían mi rostro de máscara, mis gafas, mi barba breve y complicada. «Sigo siendo Juan Cabo», pensé. ¿Y quién iba a ser, si no?

Todo cambia y renueva su aspecto.

Comprendí que me hallaba nervioso. Para tranquilizarme, regresé al despacho después de desayunar, encendí el ordenador y comencé a escribir esto: esta obra, lector, que has leído, y que he decidido titular Dafne desvanecida. Y conforme la escribía y transcurrían días y capítulos, me daba la impresión de que los personajes y situaciones resultaban cada vez más ficticios, como si el hecho de narrarlos los desposeyera de realidad; como si, por el mero hecho de contar las cosas que habían ocurrido, éstas pudieran no haber ocurrido nunca. Pasé varias semanas encerrado en casa, solo, trabajando en mi obra. Y hoy, 3 de junio de 1999, a la altura de estas frases, he decidido dar, por fin, el último paso.