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XIII LO QUE ESCRIBIÓ JUAN CABO

Su figura es

Toda la noche estuve contemplando esas tres palabras en el ordenador. Era lo único que había podido escribir, el solitario producto de mi concentración nocturna. Me parecía lógico comenzar en el punto del párrafo en que me había interrumpido, pero a partir de ahí se extendía el vacío. ¿Cómo continuar? ¿Qué idea tenía realmente sobre ella? Durante mi conversación con Neirs había creído que podía imaginarla fácilmente, pero ahora descubría que más allá del vestido negro, la espalda desnuda, el moño y el pelo castaño sólo existía una acuarela borrosa de rasgos. Y cuando mi cerebro lograba definir el dibujo, aparecía, sin que pudiera evitarlo, Musa.

Musa Gabbler, sentada de espaldas, al fondo del pasillo, en las oficinas de Neirs. Musa Gabbler, esbelta, modélica, perfecta… Pero yo rechazaba a Musa con todas mis fuerzas. Odiaba usarla para crear a mi personaje. «Además, es modelo de escritores -pensaba-. Y una modelo cultiva su cuerpo para su oficio. Musa es aquello que al escritor le gusta escribir y al lector le gusta leer. No es una mujer, es el deseo de los hombres. Pero yo no quiero narrar el deseo de los hombres. Lo que quiero es…» Contemplé la pantalla blanca del ordenador. «Lo que quiero es crearla. A ella. A una mujer cualquiera.»

De repente me aterrorizó el pensamiento de que mi empresa fuera imposible. Me levanté y di un paseo por la casa para quitarme aquella pesadilla de la cabeza. «¡No se puede describir a una mujer cualquiera!» Tic, tic, tic, me golpeaba la nariz mientras iba del despacho al pasillo, del pasillo al vestíbulo, del vestíbulo al comedor. «La literatura tiene sus límites: no abarca más que lo extraordinario. Es necesario hablar de su «bella mirada», de su «carácter bondadoso», de su «alegría radiante»…»

Salí al jardín, que empezaba a amanecer de pájaros. Entré por la puerta trasera, recorrí las habitaciones silenciosas. Ninfa no se había levantado aún. Consulté el reloj. ¡Pasaban de las 6, y todavía no había comenzado mi tarea! Una vida humana tenía las horas contadas, y yo debía inventarla para salvarla. Era preciso descubrir un sistema automático y realista de trabajo. Aquí no servía darle vueltas a una frase durante meses. Necesitaba teclear, y que la mujer naciera como música de piano: al instante, divina armonía de líneas humanas.

«La clave reside en rechazar de igual forma lo que me gusta y lo que no -pensé-. Obtener algo independiente de mis propios deseos, que nazca ante mis ojos con la misma espontaneidad que el azar.»

El azar.

Subí las escaleras y corrí hacia el dormitorio. Un hombre invisible, de dos dimensiones, me aguardaba aplastado contra el sofá. Ninfa aún no había colgado en el armario el traje que había llevado en el Parque Ferial. Saqué del bolsillo de la chaqueta mi libreta de «Sucesos» y «Personas» y la hojeé un instante, ensimismado. «Es perfecto -pensé-. Pero ¿cómo hacerlo?»

Al fin, opté por las tijeras. Bajé al despacho y me senté al escritorio. Pétalos de palabras empezaron a descender sobre la mesa. Procuré que todos tuvieran el mismo tamaño. Amenizaba la tarea con una tonadilla de mi invención, que mis labios exageraron conforme la masacre de hierro y papeles se hacía mayor. Finalmente anoté en la cara posterior de cada rectángulo la categoría a la que pertenecía. Luego separé dos pequeños grupos: a un lado, los «Sucesos»; al otro, las «Personas». Los escritores echaban mano de la memoria: yo utilizaría la única memoria de la que disponía, las experiencias e individuos que había apuntado en la libreta. El juego casi me hacía reír. Inspiración rápida. Personajes prêt-á-porter.

Ya estaban: dos pequeñas nevadas sobre la mesa, ejércitos enemigos en sus respectivos campamentos. Al principio pensé en elegir los datos que me interesaban, pero después decidí que era preferible el azar. La verdadera vida es así: uno nace sin saber por qué ni cómo, viene al mundo de manera imprevista e ignorada. Una persona es una apuesta en una mano de naipes, un juego genético de células que puede desembocar en un niño o en un fracaso.

Revolví los papeles de «Personas» de la misma forma que se barajan las fichas de dominó, con la información oculta en la cara inferior. Escogí seis y los separé. Entonces les di la vuelta y empecé a anotarlos.

7. El desconocido: cara fofa, me mira.

5. Modesto: miope, «abuelo bondadoso».

6. Gaspar Parra: flaco, lascivo.

1. Dolores: huevo duro, la primera persona que recuerdo.

2. Ninfa: ojos grandes y asustados, materna.

12. Musa Gabbler: perfecta, vacía.

Sin pensarlo dos veces, dejándome llevar por el suave cauce del impulso, apunté en hoja aparte las «palabritas descriptivas» de cada uno, en femenino cuando el caso lo requería. Obtuve una lista de 6 características:

1. Cara fofa.

2. Miope.

3. Flaca.

4. Ojos grandes y asustados.

5. Huevo duro.

6. Perfecta.

«Pero Perfecta no puede estar», me dije. Había decidido seguir los dictados de la suerte hasta cierto punto. «Tengo que rechazar Perfecta». Sin embargo, titubeaba. Era difícil apartar un calificativo como aquél. ¿Y si ella fuera…? No, no lo era. A regañadientes, me deshice de aquella blanca paloma (una córvida tachadura la devoró sobre el papel), asumiendo la imperfección de mi criatura. «En todo caso -medité-, Musa podría encarnar su ideal. A ella le hubiera gustado ser así de perfecta, poseer ese cuerpo y ese rostro.» Y dejé su rectángulo a un lado, sin despreciarlo por completo. Me sentía el doctor Frankenstein ante el esbozo de un cuerpo fabricado con retazos de cadáveres. La habilidad consistía ahora en saber distribuirlos. Me puse a ello.

Trabajé casi hasta el mediodía, ignorando las súplicas de mi criada (para contentarla, bebí un poco de café con leche en el desayuno, pero me negué a almorzar). Escribí los resultados en un cuaderno; después lo pasé a limpio. Taché, corregí, resumí. Añadí al conjunto dos características que me atañían: la baja estatura y la evaluación que Modesto había hecho sobre mis ojos y que tanto me había impresionado: «no son del todo feos».

Por fin obtuve unas cuantas líneas:

Su figura es delgada, de baja estatura. Sus rasgos parecen algo fofos. Tiene la cara redonda y blanca como un huevo. Los ojos son grandes y la expresión asustada. Es miope y usa gafas, pero cuando se las quita, su mirada no resulta del todo fea (hay gente que se lo ha dicho). Alberga el pelo color castaño claro en un moño.

El lector podrá pensar que no era nada, pero a mí me lo parecía todo.

Ella había nacido. Ella afloraba al papel, libre, independiente de mi deseo. Yo no había querido que fuera así, tan escasamente atractiva (seamos compasivos), pero tampoco lo rechazaba. Era ella, y tenía todo el derecho del mundo a existir. Casi la veía mirarme tras los cristales de sus gafas, con sus ojos grandes y asustados, «no del todo feos». De hecho, su aspecto empezaba a gustarme. No se trataba de una cuestión estética; era un sentimiento natural, la bienvenida de un lejano hijo pródigo. Ella no era Musa, pero… «¿Qué necesidad tenemos de Musa, tú y yo?», le preguntaba a la hermosa luna llena de mi ordenador, agrisada por los cráteres de las palabras. «Tú eres como eres, yo soy como soy. Aprendamos a convivir juntos.»

Vino al mundo aquel mediodía del lunes. Escribí su cuerpo, sus cicatrices, la cosmografía de sus lunares y sus pecas. Deposité sobre su vida el peso de 35 años de edad. La vestí con mi ropa (hoy día el vestuario apenas tiene género): mis pantalones, mi cazadora, mis chaquetas, mis pañuelos de seda, mi bata de seda. Le coloqué mis gafas redondas. Le impuse dos tics: golpearse la nariz con el pulgar y hacer temblar la pierna derecha cuando está nerviosa. En total, 6 folios impresos. Los leí varias veces y me hice una idea sobre el personaje. Descubrí que era yo mismo, pero sin barba. «Pues así se queda. Ella y yo, unidos por la fealdad. Además, tampoco somos tan feos. Somos reales.»

Su aspecto físico estuvo listo a las 4 de la tarde.

Pero aún quedaba su biografía, su personalidad, sus sentimientos. Y los minutos pasaban. Necesitaba una familia. La historia de cualquier individuo comienza (y a veces termina) con su familia. Por supuesto, no podía extraer los datos de la mía, a la que no recordaba. De modo que hice lo mismo que antes: volví a barajar todos los papeles de «Personas» y escogí otros 6. Al anotarlos, exceptué las palabras «descriptivas», que ya no me servían:

6. Modesto: «abuelo bondadoso».

7. 6. Gaspar Parra: lascivo.

2. Ninfa: materna.

13. Rosalía Guerrero: alcohólica.

7. El desconocido: me mira.

8. Grisardo: nunca lo conocí.

Los leí de nuevo, varias veces. Aquello era más complicado. «¿Y si barajo otra vez?», pensé. La figura de Modesto Fárrago como abuelo y de mi criada Ninfa como madre parecían obvias, pero ¿acaso eran verosímiles? Un abuelo «bondadoso» y una madre «materna» eran dos enormes tópicos. Al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en ellos como encarnación de tales personajes. Resolví el problema introduciendo una variación: mezclaría dos caracteres y rebautizaría el conjunto (como había hecho Cara Fofa). «¿Acaso no ocurre siempre así? -pensaba-. Un abuelo es bonda doso para su nieto y, al mismo tiempo, es otras muchas cosas.» Decidí utilizar el rectángulo inmediatamente inferior: el abuelo de Natalia sería un hombre como Modesto, calvo, de cabeza amelonada, miope… pero también delgado, demacrado y un poco lascivo, como Gaspar Parra. Un bondadoso viejo verde, portero jubilado, oriundo de Ciudad Real, aficionado a observar a la gente (sobre todo a las mujeres) y a escribir.

Con el mismo sistema emergió la madre. Sería tan «materna» como Ninfa y tan alcohólica como Rosalía Guerrero. Temerosa como Ninfa, enamorada de un hombre inquietante como Rosalía. De ojos grandes y asustados, envejecida. Sus labios delatarían olor a alcohol.

«Y el azar me favorece -reflexioné-. Porque ella ha salido al abuelo en la delgadez y la miopía y a la madre en los ojos grandes y asustados.»

Usé los nombres inferiores y trastoqué los apellidos: el abuelo se llamaría Gaspar Guerrero; la madre, Rosalía Parra. Abuelo paterno y madre: el comienzo de una familia cualquiera.