Изменить стиль страницы

El hombre salió del vestíbulo de la tienda y se detuvo para añadir:

– Lamento caerle tan mal… Quizá podamos discutir el tema mañana.

– ¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!

Se encogió de hombros y anotó algo. Comprendí que estaba escribiendo mi propia réplica y acotando: «dijo Natalia». De hecho, pensé que mi frase hubiera podido pertenecer igualmente a la adolescente de 17 años en que sus ojos me convertían. («¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!», así, pronunciada con voz de muchacha.)

De pronto me pareció imprescindible librarme de aquel espectro transexual: cada vez que Adán Nadal me dedicaba su mirada de galápago yo me sentía (aunque el lector se burle, sí) un poco Natalia. Pero ¿cómo impedir que tal cosa suceda? Nada lograría arrebatándole el cuaderno, rompiéndolo, golpeando su rostro fofo y pálido, ni siquiera huyendo. Probablemente (soporté un febril escalofrío) tampoco lo conseguiría si aquel tipo se muriera. El terrible poder de la escritura, su espantosa brujería, reside en su propia tenuidad. La acotación «dijo Natalia» es un hecho indestructible: destrozar el papel donde está escrito no puede modificarlo. Nada que yo pudiera hacer o decir, nada en el universo, impediría el efecto de aquella acotación, como no hay nada que tú puedas hacer ahora, lector, para impedir que yo declare: «Soy Juan Cabo». Ni siquiera tu incredulidad te salva de la maldición de mis frases. Lo escrito, escrito queda.

Permanecí inmóvil mientras Adán Nadal se alejaba en silencio. Pero, cosa extraña, en ese momento empecé a lamentar haberlo tratado con tanta aspereza. En fin de cuentas el delito de aquel pobre diablo había consistido, tan sólo, en inspirarse en mí para construir a su personaje. Cuando quise reparar mi error me resultó imposible. Se había esfumado. No lo veía por ninguna parte. «Lo siento», pensé, sin saber tampoco muy bien a quién iba destinado aquel pensamiento.

El cansancio volvió a dominarme. Apoyé la cabeza en el cristal del escaparate de la librería sospechando que, si cerraba los ojos, no me costaría ningún esfuerzo dormirme allí, de pie, en el oscuro vestíbulo.

Pero -tan opuesta es la vida a veces, etc.- cinco segundos después de pensar lo anterior me hallaba mucho más despierto de lo que jamás hubiese creído posible.

Mi vista, a punto de apagarse, había tropezado por casualidad con uno de los libros que se anunciaban en el escaparate.

Y el horror hizo sonar la alarma en mi cerebro.