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– ¿Y qué otra cosa vamos a pensar, hijo? -intervino Salmerón-. La literatura es un negocio… Uno escribe un libro; otro lo vende; otro lo compra, lo lee y se distrae. El libro se cierra, se deja en el estante y la vida cotidiana regresa. Y punto. No hay nada más. Un libro no es un ser humano.

Los miré (a Salmerón, a Neirs, a los lacayos) y me parecieron tan pálidos, tan pequeños, tan definibles, que me entraron ganas de reír.

– ¡Ninguno de ustedes vale una sola palabra en un papel! -dije. Me dirigí a la puerta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Salmerón.

– A continuar el juego.

El editor ciego se removía en su lejano asiento.

– ¿Qué piensas hacer?

«Escribir», contesté mientras me marchaba (no sé si me oyó).

Al llegar a la calle, observé que el coche de Virgilio había desaparecido. «Virgilio, pequeño, guía -pensé-. Da igual. ¡Que se vaya! ¿De qué iba a servirme ahora? Mi propio guía, mi pequeña pero útil inspiración… Ya cumplió su objetivo.» Después llamé a un taxi. Mientras regresaba a casa percibí el húmedo dolor en mi sien izquierda. Me palpé. Era el golpe que me había propinado Grisardo. Estaba sangrando. «No importa. Este golpe también entrará en el juego»

Se me había ocurrido la idea más extraña que puede ocurrírsele a un escritor.

Se trataría de mi venganza personal contra Salmerón.