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– Acaban de leerme algunos párrafos escogidos de tu personaje. Te felicito, hijo. -Mi editor se aplastó los blancos cabellos con una mano de dedos anillados. Vestía un frac de solapas anchas y se ahorcaba con una grotesca pajarita de colores; en el ojal, como un tumor irisado, estallaba una orquídea.

– Muchas gracias -dije.

– Percibo cierto reproche en tu voz. -Enarcó las cejas-. ¿Te molesta haber participado en nuestra gran novela?

Por un momento no supe qué contestar. «¿Que si me molesta? -pensaba-. ¡Sería capaz de matarte con mis propias manos!» La expresión de Salmerón era la de un bromista atrapado in fraganti al final de una fiesta de cumpleaños.

– Oh, vamos, hijo, en cuanto recuperes la memoria volverás a quererme. Tuvimos que hacerlo así para que partieras de cero. No es mala idea, ¿eh? Escritores amnésicos y sometidos a presión durante dos o tres días, con el fin de que elaboren obras maestras en el menor tiempo posible… En la actualidad…

Y me lanzó un discurso sobre la idea general de que «rapidez» y «perfección» eran sinónimas en nuestro tiempo. No valía la pena pasar toda una vida buscando el tiempo perdido o inmerso en la guerra y en la paz: las creaciones literarias, ante todo, tenían que ser inmediatas, sin menoscabo de la calidad.

– Sin menoscabo -puntualizó el secretario como un eco, o eso fue lo que entendí, porque otra opción válida podía ser: «Sin el señor Cabo».

¿Cómo conseguirlo? Es decir, ¿cómo lograr que un escritor conciba, en poco tiempo, un personaje perdurable? Obligándolo a que trabaje a ciegas -Salmerón se deleitó con la palabra-, bajo presión; haciéndole creer que su obra nada tiene que ver con el vulgar mundo de editoriales y libros sino que servirá para obtener algo sagrado, alcanzar una meta elevada, salvar una vida, etc. Arrancarle la obra del alma, por así decirlo -ésta fue la expresión que empleó-, impedir que cayera en la cuenta de que su labor -escribir- no era otra cosa que inventar mentiras a cambio de dinero.

– El método está patentado -advirtió-. Ya se practica con éxito en varios países.

Clac. Y otra pieza en la caja.

– ¿Quién es Ovidio? -inquirí al observar que Salmerón se disponía a proseguir su discurso.

El secretario, desde su sitial electrónico, comenzó:

– Un poeta latino nacido en el siglo…

– Cállate -le ordenó Salmerón. Y volvió a sonreír al dirigirse a mí-. Ovidio no era nadie. Si quieres saberlo, el texto de Repleta de fantasía fue redactado por Virgilio Torrent, el ayudante del señor Neirs. Los textos de La Floresta los compuso Felipe, el encargado del restaurante, que gustosamente se ofreció a hacer de «negro» para nosotros. Autores como la pobre Rosalía Guerrero no participaron directamente, pero accedieron a que modificáramos algunos párrafos de sus obras. Todo fue planeado para que creyeras que te enfrentabas a un misterioso psicópata con el fin de salvar a esa mujer.

Cerré los ojos y la vi de nuevo. Su imagen, su camafeo: la espalda desnuda, el moño castaño claro. Reuní fuerzas para hacer la pregunta que más temía.

– ¿Y ella? ¿Y la mujer de mi párrafo?

– Está aquí. -Salmerón puso la mano sobre los folios-. La has inventado tú, hijo. Natalia Guerrero, 35 años, doctorada en filología clásica y escritora, nacida en Ciudad Real, bajita, delgada, cara de huevo, gafas redondas, pelo castaño, ojos grandes… Su madre, alcohólica, murió cuando ella tenía 17 años. Su padre era un individuo silencioso y poco dado a la ternura. La relación con su abuelo Gaspar es la más agradable que ella recuerda. Vive sola en una casa de Mirasierra y se dedica a escribir. Su padre fallece el año pasado y ella se deprime. Después intenta quitarse la vida con el coche. Me gusta. -Entrelazó sus gruesos, anillados dedos-. Te ha salido una mujer bastante real. Por eso era imprescindible que la señorita Musa Gabbler te traicionara, hijo: para que tú rechazaras apariencias como la suya a la hora de crear a tu personaje. No deseábamos mujeres «de novela», ¿comprendes?… Queríamos a un ser humano normal y corriente, alguien con quien el lector pudiera identificarse.

Ella no existe, decía mi cerebro, sordo a la mayoría de las palabras de Salmerón. Ella no existe. Ella no…

– Tú eras un ratón en un laberinto. Tenías que hallar la salida por ti mismo. Pero nosotros te ayudábamos bloqueándote pasillos cegados; y, a veces, despejándote nuevos corredores. Como cuando te llamé el viernes para que te fijaras en el anuncio de nuestra revista y, al mismo tiempo, advirtieras el de Horacio Neirs y acudieras a él. O cuando te tentamos en el Parque Ferial para impulsarte a que cogieras el libro de Rosalía Guerrero. O cuando hicimos que te siguiera un modelo de escritores, Adán Nadal, para ayudarte a construir al padre de tu personaje… Modelos y escritores: ésa ha sido siempre la fuente de todas las novelas. Lo que ocurre es que en épocas pasadas era el modelo quien lo ignoraba todo. Ahora es el escritor el que no sabe nada. Reconozco que el plan resulta un poco caro, pero lo amortizaremos pronto. ¿Sabías que la primera entrega de Madrid en tiempo real se está vendiendo muy bien? -Y, con espectacular simetría, el joven vestido de negro y el secretario sonrieron. Salmerón, que no los veía pero presentía sus sonrisas, los imitó-. ¿Sabes por qué? Porque el público disfruta con la forma en que ha sido realizada: los escritores montando guardia toda la noche, copiando cada suceso que ven… Hoy día, el lector goza mucho más de la solapa que del texto. Es el síndrome del Cómo se hizo , ¿comprendes? Al público le encanta destripar el juguete para ver cómo funciona. Nosotros, en realidad, no vendemos libros: vendemos solapas, hijo. Cuando tu personaje se publique, contaremos cómo fue planeado todo, y te aseguro que las ediciones se agotarán con rapidez…

Y lanzó una risita de satisfacción mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa. El joven del traje negro cerró la tapa de la caja. Recostado sobre la butaca giratoria, Neirs dijo:

– Acláreme una cuestión, señor Cabo: ha sido mi ayudante quien lo ha traído hasta aquí, ¿no es cierto?

El joven depositó la caja en una estantería lacada, como si se tratara de un adorno. «Cuando termina el juego las piezas se guardan», pensé mientras lo contemplaba. Ni siquiera me molesté en responder a Neirs.

– Lo hizo por despecho -comentó el detective asintiendo con la cabeza, como si yo hubiera replicado algo-. Quería pertenecer a la plantilla de escritores de la editorial, pero…

– De cualquier forma, ya no importa, Horacio -dijo Salmerón. Y tras un breve silencio-: Vamos, hijo, no te pongas así. Vas a ganar mucho dinero con esto. ¿Quieres comprobarlo? Luis -el secretario giró como un resorte y lo miró-: alcánzame una copia del contrato del señor Cabo.

Se escucharon fugaces pasos de duende sobre las teclas; después, rumor de avispas. La impresora sacó la lengua, blanca y rectangular. En cuestión de segundos, el papel estaba en manos de Salmerón.

– Tú aceptaste y firmaste estas condiciones. Fuiste informado de todo: que se te ingresaría en una clínica para someterte a un tratamiento que te dejaría amnésico temporalmente, que fingiríamos un accidente de tráfico… Toma, Luis. Entrégaselo para que lo lea.

Examiné aquel pacto con el diablo. Mi firma, bajo el epígrafe «El Autor», era idéntica a la que había hecho cuando le dediqué el libro a Huevo Duro, semanas atrás.

– Dios mío -dije.

– ¿Qué quieres? -bromeó Salmerón.

– No es la primera vez que un escritor utiliza drogas para inspirarse, señor Cabo -apuntó Neirs, probablemente bromeando también.

– ¿Usaste, tal como suponíamos, la libreta que te entregamos en la clínica? ¿Los «Sucesos» y «Personas»? -preguntó Salmerón. Mi silencio debió de parecerse, sin duda, a una afirmación, porque dijo-: ¡Ah, ha sido perfecto! ¡Todas las piezas encajadas al milímetro! ¿Y qué ha surgido? ¿Qué ha nacido en el Madrid de esta gigantesca novela que ahora otros continuarán? ¡Natalia Guerrero, la protagonista!

Un enorme helicóptero se deslizó por encima del secretario en un silencio de cetáceo, sobre el Madrid nocturno de las ventanas.

– Ella no existe -dije. Las palabras se convirtieron, dentro de mi boca, en un puñado de amarga saliva que hube de tragar.

– Te equivocas: claro que existe, hijo. Es tu creación.

– No, la tuya -repliqué.

– Tú hiciste lo que quisiste, Juan.

– Tú me obligaste a hacer lo que querías. Ella es tu producto personal.

– El párrafo del ordenador se te ocurrió a ti -reveló Salmerón con calma.

– Pero me lo dictaste tú, estoy seguro.

Mis ojos se hallaban tan ciegos como los suyos en aquel momento. Proseguí, con gélida furia:

– He estado buscando lo que tú querías que buscara desde el principio. He capturado una presa que tú mismo fabricaste… Natalia es tuya. Me has obligado a crearla así, sin atractivo, solitaria, enfermiza…

– Ella ya no nos pertenece, hijo. Los personajes viven su propia vida cuando son creados. -Salmerón hizo una seña. El joven que había recogido las piezas extendió la mano y una flor índigo de un solo pétalo brotó de sus dedos, como la sorpresa de un mago, encendiendo el cigarrillo con boquilla de su jefe.

– He vivido pensando en ella -dije-, obsesionado con ella…, viéndola en mi imaginación…

– Eso era lo que queríamos que hicieras. En realidad, es lo que hacen todos. La única diferencia es que tú no sabías que ella era ficticia. Creías en ella. Lo cual, bien mirado, constituye un requisito indispensable para la perfecta creación de un personaje.

Me acerqué a la ventana. La ciudad había mutado: ya no era Madrid sino una compleja babilonia de lágrimas y luces. Quizá se trataba de Nueva York. Parpadeé, y los rascacielos se derritieron goteando pequeñas ventanas iluminadas, como barras de hielo negro.

– Me hago cargo de la dificultad del momento por el que atraviesa, señor Cabo -dijo Neirs a mi espalda-: se había hecho la ilusión de que esa mujer existía. Pero ¿por qué depositó sus esperanzas en la literatura? Ya le dije que, a falta de una solapa, nada de lo que se escribe es real… A usted le ha ocurrido lo que a cualquier lector incauto: ha leído una serie de textos ficticios, ha fabricado sueños breves con ellos, y ahora, a punto de terminar el libro, se siente defraudado…

– Eso es lo que usted piensa, ¿verdad? -dije, volviéndome repentinamente-Es lo que piensan todos, ¿no es cierto?