Yo estoy enteramente en disposición de servir al Gobierno, al país, a la causa de su soberanía y de su independencia, siempre que las fuerzas armadas se reduzcan a una exacta disciplina cual lo exigen la tranquilidad, la unidad, el buen régimen y la defensa de nuestra Nación.

Soy partidario de proceder sin contemplaciones ni dilaciones. Sostener el principio de autoridad imponiendo a los militares una exacta obediencia a la voluntad expresada en los Congresos. Cualquier debilidad del Gobierno pone en peligro la Independencia de la Patria no bien cimentada aún.

La Revolución no puede esperar ningún apoyo de un ejército contrarrevolucionario. No hay entendimiento ni pacto posible con este ejército de ganaderos-granaderos, de mercenarios uniformados, siempre dispuestos a imponer sus solos intereses. No podemos exigir ni mendigar a tales milicias que se pongan al servicio de la Revolución. Tarde o temprano acabarán por destruirla. Toda verdadera Revolución crea su ejército, puesto que ella misma es el pueblo en armas. Sin sus propios espolones los mejores gallos acaban capones. Y ya se sabe, del gallo más pintado podemos sacar un capón, pero de un capón no podemos sacar ningún gallo, salvo un falsete.

Fue lo último que dije, no lo último que hice.

Los cartones pintados de la Junta se deshelaban cada vez más. En casa de los parientes Yegros, noche tras noche, banda, orquesta, sarao a todo lujo, parrandas, festejos. 1

Ciudadanos honrados de la ciudad y del campo se llegan hasta mi casa a traerme sus quejas. Vean y aprendan, les digo. ¿Quién es don Fulgencio Yegros? Un gaucho ignorante. ¿Qué tiene de mejor don Pedro Juan Cavallero? Nada. Y con todo, los dos son jefes investidos de autoridad suprema, que al igual que los otros militostes les insultan con el despliegue de una vana ostentación, que sería risible si no fuese despreciable. ¿Qué hemos de hacer, Señor, en semejante situación? Yo les diré en el momento oportuno lo que se haya de hacer para conjurar estos males. Se iban confiados.

Anoche, luego de la reunión de la Junta, nos visitaron algunos extranjeros. Juan Robertson contó que había recibido cartas de su hermano desde Inglaterra. Según sus noticias, el emperador Alejandro de Rusia ha entrado en alianza contra Napoleón. El imperio británico ha enviado muchos barcos de armas y municiones a su aliado el imperio moscovita. ¡Amalaya!, clamó Fulgencio Yegros con el mismo entusiasmo de Arquímedes cuando salió desnudo del baño gritando ¡Eureka!, tras haber descubierto el modo de determinar el peso específico de los cuerpos. ¡Amalaya!, barbotó el archidiota presidente de la Junta, ¡sople un viento sur largo y recio y traiga todos estos buques aguas arriba por el río Paraguay hasta el puerto de Asunción! ¿Puede semejante animal gobernar la Repú blica?

El Cavallero-bayardo manda apresar al alcalde por no habérsele puesto alfombra roja a su asiento en la catedral el día de todos los sanes, y una segunda vez el día de los dos sanes, sus patronos.

Como en los Proverbios, la escoria uniformada continúa echando plata a la basura. Meta alborotar. Atropellar. Enardecidos en la fiesta de violencia, de sensualidad de mando, en la borrachera de poder que trastorna a los débiles de carácter. Tambalean y hacen tambalear al Gobierno con sus barrumbadas. No he de complicarme con estos señores que en tan poco aprecio tiene la causa de la Patria. He agotado los medios y mi paciencia, sin embargo, tratando de instruirlos y rescatar a los menos malos para el mejor servicio de nuestra causa. Les he hablado en todos los tonos; he tratado de que leyeran por lo menos alguno que otro párrafo del Espíritu de las Leyes. Lea esto, estimado don Pedro Juan. No soy leyente, dijo el jefe del cuartel. Se lo voy a leer yo. Oiga, escuche esta idea de Montesquieu sobre el concepto de una república federativa: Si se debiese dar un modelo de una bella república pondría el ejemplo de Ligia. No sé dónde queda ese lugar, se desentiende el bayardo patán. No importa dónde se halle este país, don Pedro Juan. Lo importante es su régimen de gobierno basado en una asociación de ciudades o de estados en igualdad de soberanía y de derechos. Aquí tenemos una sola ciudad, se emperra. Sí, le digo, pero hay otras ciudades que nos quieren someter y esclavizar. No, señor, eso no, replica. Morir antes, que esclavos vivir. Bien, don Pedro Juan, me agrada oírle decir eso. Pero lo muy sabroso es que, como también lo dice Montesquieu, se puede vivir libres con poner orden en nuestra República. Tal vez mejor que en Ligia. Vea, doctor usted entiende de libros y de gente sabia. Por qué no se ocupa usted mismo de esas güevadas. Si cree conveniente, escríbale a ese señor Montesquién. Le podemos dar aquí un empleíto de secretario rentado de la Junta, para que nos ponga en orden los papeles. Imposible entendernos. Era pedir muelas al gallo. Pegué un nuevo portazo a la Junta y volví a la chacra. 1

No tardaron en llover por segunda vez a mi retiro en Ybyray las súplicas por mi retorno. Desde Buenos Aires, el propio general Belgrano me escribe con la sinceridad que les falta a mis consocios de la Junta. De querido amigo me trata: No puedo menos de significar a Ud. que me es sobremanera sensible que Ud. piense en la vida privada en unas circunstancias tan apuradas como estamos. Vuelva Ud. a su ocupación; la vida es nada si la libertad se pierde. Mire usted que está muy expuesta y que necesita toda clase de sacrificios para no perecer.

He aquí la palabra de un hombre honrado.

No diré que siguiendo el consejo de Belgrano sino el de mi propia conciencia, cuyos dictados son los únicos que acato, fue como aquella mañana del 16 de noviembre, a casi un año de mi retiro de la Junta, retorné a Asunción, bajo el temporal que se desencadenó desde la noche.

La víspera, después de levantarme de la siesta, sucedió algo que me decidió. Despierto vi esta visión de sueño: Mi almáciga de ratones se había convertido en una caravana de hombres. Yo caminaba delante de esa muchedumbre pululante. Arribamos a una columna de piedra negra, en la que un hombre estaba enterrado hasta las axilas. A la imagen del hombre se superpuso la del fusil enterrado hasta la mitad del cañón en el naranjo de los fusilamientos. Reapareció en seguida el hombre enterrado hasta los sobacos en la piedra. Negro también y del tamaño del tronco de una vieja palmera. Tenía dos enormes alas y cuatro brazos. Dos de los brazos eran como los brazos de un hombre. Los otros, parecidos a las patas de los jaguares. Una erizada cabellera de crines semejantes a la cola de los caballos revolaba salvajemente sobre su cráneo. Tenía yo presente la visión de Ezequiel de los cuatro animales o ángeles; las figuras con rostros de león la parte derecha, de buey la parte izquierda y los cuatro rostros de hombre pero también de águila, creciendo y caminando cada uno en derecho de su rostro. El hombre enterrado en la piedra, sin embargo, a nada de esto era parecido. Clavado ahí, parecía que clamaba porque lo despetrificaran. La caravana empujaba y chillaba detrás.

Ahora yo estaba cruzando en el moro a nado las torrenteras de los raudales, repechando la lluvia y el viento. Purpurado de barro de la cabeza a los pies, entré en la sala capitular. Chorreante aparecido, avancé ante la estupefacción de unos pocos cabildantes y escribientes. Previo a retomar mi puesto en la Junta, dije a los boquiabiertos, he venido a dejar constancia en el Cabildo que lo hago únicamente en defensa de la integridad del Gobierno.

Con pasitos de aire, a pesar de su rechoncho vientre cruzado de cadenas de oro, se adelantó la Cerda, intrigante el más picaro de toda Asunción. Durante mi ausencia aprovechó para usurpar mi cargo de asesor-secretario. Me tendió la mano. La dejé colgada en el aire. ¡Dichosos los ojos, señor vocal decano, de verlo nuevamente por aquí después de tanto tiempo! Clavé los ojos en ese pillastre; no sólo había tratado de soplarme el puesto sino que procuraba imitar los detalles de mi indumentaria. Inclinó el tricornio y dejó caer los pliegues de su capa granate. Se sintió obligado a una de sus habituales chuscadas: ¡Bien se nota, señor vocal decano, que el Mar Rojo de nuestros raudales no se ha abierto a su paso! No se preocupe, le repliqué tajante; que ha de cerrarse muy pronto sobre el suyo. Le acompaño, doctor, al solio de la Junta, insistió impertérrito, entre abriendo la capa y haciendo brillar las hebillas de oro de sus calzones y zapatos. No, Cerda, prefiero ir solo. Vaya usted a despedirse de sus comadres y a preparar sus equipajes pues ha de marcharse cuanto antes, que aquí no queremos extranjeros entrometidos y ladrones. 1 Rodó el tricornio al suelo. La Cerda se agachó a recogerlo. Volvíle la espalda y me encaminé hacia la Casa de Gobierno. Mis ropas humeaban rojo vapor bajo el repentino sol que apareció a contracielo haciendo cesar mágicamente lluvia y vendaval. Crucé la plaza de Armas, seguido por un creciente gentío que vitoreaba mi nombre. Volví hecho otro hombre. En mi chacramangrullo de Ybyray había aprendido mucho. El retiro me había acercado a lo que buscaba. En adelante no transigiría con nada ni con nadie que se opusiese a la santa causa de la Patria. To das mis condiciones fueron aceptadas y establecidas en acta sujeta a estricto cumplimiento: Autonomía, soberanía absoluta de mis decisiones. Formación, bajo mi jefatura, de las fuerzas necesarias para hacerlas cumplir. Exigí que se pusiera a mis órdenes la mitad del armamento y de las municiones existentes en los parques. De la gente-muchedumbre saqué los hombres que formaron el primer plantel del ejército del pueblo. Apoyo aún más incontrastable que el de los cañones y fusiles en la defensa de la República y la Revo lución.

(En el cuaderno privado)

La parodia de las exequias decretadas por el provisor, el lúgubre vaticinio del herbolario, han llevado al paroxismo la insurrección pasquinera. Ya sabía yo que esos hablantines no iban a quedarse callados. Más diatribas, caricaturas y amenazas ensucian las fachadas. Debí haberlas mandado pintar con alquitrán, no con la cal patria que estos alcahuetes de la subversión empuercan cobardemente. Hemos vuelto al tiempo de las bufonías.

Antier, la obscena figura en cera de lechiguana, amanecida ante las ventanas de la Casa de Gobierno, remedando mi imagen decapitada. La cabeza descansando sobre el vientre. Inmenso cigarro a guisa de falo, encajado en la boca. Alcancé a ver el vejatorio simulacro antes de que se derritiera en la fogata encendida por mis descuidados guardianes. Tan aterrados estaban, que uno de ellos cayó al fuego. Abrazado a la figura en llamas que lo abrasaba, convertido en tizón humeante. El fuego hizo estallar el cartucho del fusil que portaba en bandolera; el proyectil se incrustó en el marco de la ventana desde la cual yo me hallaba presenciando la parodia de mi inhumación. Pretenden intimidar con artimañas que se usan en otras partes. Se avanzan a querer alucinar por la violencia al pueblo ignorante. Provocar el terror. Pero el terror no surge de estas cábalas idiotas. En otros países donde la anarquía, la oligarquía, las sinarquías de los apatridas han entronizado a los déspotas estos métodos acaso fueran eficaces. Aquí la generalidad del pueblo se encarna en el Estado. Aquí puedo afirmar yo sí con en-tera razón: El Estado-soy-Yo, puesto que el pueblo me ha hecho su potestatario supremo. Identificado con él, qué miedo podemos sentir, quién puede hacernos perder el juicio ni el seso con estas bufo-nadas.

1 «Sigue la pantomima ya con disgusto del pueblo que murmura», escribe el coronel Zavala y Delgadillo en su Diario de Sucesos Memorables. (Gt por J ulio César.)


1 Se retiró dos veces de la Junta, confirma Julio César La primera desde agosto de 1811 hasta los primeros días de octubre del mismo año. La segunda desde diciembre a noviembre. (N. del C.)


1 Comentarios de julio César La Cerda en ningún momento actuó como secretario de la junta. Al parecer era hombre de confianza de Fernando de la Mora [otro de los vocales de la Junta]; como ni éste niYegros ni Caballero mostraban mayor apego a su labor de gobierno se convirtió [Cerda] en factótum. Era un cordobés pintoresco, famoso por ser compadre de medio mundo. Lo que otorga gran respetabilidad en el Paraguay. Alguna vez habrá que marcar la influencia del compadrazgo en el desenvolvimiento de nuestra política.

Profesaba [El Supremo] a su colega De la Mora una profunda antipatía por considerarle responsable de algunas gestiones llevadas a cabo durante su ausencia para unir el Paraguay a Buenos Aires, y particularmente por la pérdida del artículo adicio nal del tratado del 12 de octubre, circunstancia de la cual se valió el Triunvirato [de Buenos Aires] para gravar en forma indebida el tabaco paraguayo. Mora fue finalmen te expulsado de la Junta por los cargos concretos de los que el vocal decano lo de claró responsable; en particular «la substracción y pérdida de dicho importantísimo documento, durante el tiempo en que yo me hallaba retirado de la Junta, en connivenda con el individuo Cerda, sujeto que no es ciudadano ni natural de este país an tiguo e íntimo amigo y confidente del susodicho Mora. Por disposición de éste, Cerda llevó a su casa varios legajos extensos de la Secretaría, entre los que debió hallarse el citado artículo adicional. Mozo ebrio, las más de las veces en total estado de beodez en las reuniones de la Junta misma, se halla incurso también en el delito de ser espía e informante del Triunvirato de Buenos Aires, en la persona del doctor Chiclana, manteniéndolo al tanto de las actividades y resoluciones de nuestro Gobierno». Mora y Cerda fueron pues devorados en una verdadera comida de fieras.