En Ykuamandijú, un capitán de milicias que se había señalado por su celo revolucionario, quiso explicar a los campesinos qué cosa era la Libertad. Les enjaretó un discurso de seis horas hablando de todo sin decir nada. El cura concluyó la arenga diciendo que la Libertad no era más que la Fe, la Esperanza y la Caridad. Baja ron luego los dos y tomados del brazo fueron a emborracharse en la comandancia, de donde salieron órdenes de apresamientos, velámenes, vandalajes los más inicuos, en nombre de las virtudes sobrenaturales que acababan de proclamar.

Administrar era apresar, secuestrar anónimamente a veces haciendo recaer en otros la sospecha del atropello; condenar o liberar según lo exigía, tasado a precio vil, el odio o el interés. Se hablaba de patriotismo; bajo este escudo todo era permitido; podía satisfacer todas las pasiones, los crímenes, todas las salvajadas.

En aquel tiempo de los comienzos la cosa era así. Las tropas casi en su totalidad estaban compuestas por la gente más ignorante, más mala del país. Asesinos, delincuentes reconocidos sacados de las prisiones. Impunes, omnipotentes bajo el uniforme; se creían autorizados a insultar, a humillar de mil maneras a los ciudadanos más pacíficos. Si un paisano se olvidaba de sacarse el sombrero al pasar delante de un soldado, lo tundían a sablazos. Luego se me ha achacado a mí esta indigna costumbre de la salutación por destocación, que en sí misma no es tanto una señal del respeto al superior como una mutilación. Decapitación simbólica del salutante. En esta tierra de veinticuatro soles el sombrero-pirí forma parte del organismo de la persona. No ha habido modo de extirpar este hábito humillante de nuestros conciudadanos empajolados en sus inmensos sombreros.

Peor que el comportamiento de las tropas, el de los oficiales. Sin el menor respeto por sus funciones, por su grado, se mezclaban en las discusiones de los paisanos acabándolas a balazos cuando se terminaban sus argumentos o su paciencia. Como casi todos los oficiales y suboficiales eran parientes de los jefes de la Junta o de los cuarteles principales, éstos les toleraban las más escandalosas iniquidades.

En vano intenté desde la Junta poner candado a estos desmanes. Dos veces más me retiré de su seno desanimado de los esfuerzos inútiles que hacía por imponer a mis compañeros de Gobierno moderación en su comportamiento. Me mandé mudar vigilándolos a distancia. Los negocios del Estado quedaron enteramente paralizados. Los palafreneros se sentaban en las cundes en ausencia de sus amos borrachos. Tacha curules. Tacha palafreneros. Pon: Sentados en las sillas de la Junta, los caballerizos de los proto-próceres no manejaban peor que ellos los asuntos del Estado. Pero ya no podían estar. Los partes no partían. Las partes de los ladronicidios co-hechos se repartían honradamente. Igual que ahora ustedes. Tacha esta última frase. No quiero que claramente se sientan ya sentados en el banquillo.

Las veces que abandoné a los fatuos de la Junta, ellos mismos me rogaron que volviese. Mi primo, el Pompeyo-Fulgencio que fulgía como presidente, el vocal Cavallero-bayardo, el fariseo-escriba Fernando-en-Mora me escribieron. ¿Nota de qué fecha, Patiño? Del 6 de agosto de 1811, Señor: Bien satisfechos de la grandeza de su corazón, no tememos caer en la nota de temerarios con la presente súplica, y siendo nuestros conocimientos muy inferiores a nuestro celo, no hemos encontrado otro medio que implorar a S. Md. vuelva a echarle el timón al vagel, que la presente ignorante borrasca arrebató. De lo contrario se perdió la Patria y todo. Sus siempre afectuosísimos compañeros.

Apeándose por un momento de sus torneos fiesteros, el presidente de la Junta me propone con letra analfabeta y una palmadi-ta: Veamos querido compatriota y pariente de componernos para que usted conduzca de nuevo la nave del Estado en medio de estos malignos vientos que amenazan hacer zozobrar nuestros empeños.

Mi otro pariente Antonio Thomas Yegros, comandante de las fuerzas, como si yo fuera un prelado me trata de Venerado Señor: El capellán portador de ésta, se ha comprometido a llegarse a su casa para hacerle presente lo que se acordó hoy sobre su retorno entre todos los oficiales y la Junta. Rompa usted esa media dificultad que se opone a su posibilidad y deber de volver a la Junta para dirigirnos. Si realmente ama a su patria, ilustre pariente, ha de amanecer mañana en esta ciudad y todos nosotros lo recibiremos triunfalmente en aras de un general regocijo. Después tendrá tiempo de mandar componer el techo de su casa, causal de su ausencia, bajo el techo del Gobierno. Su más apasionado pariente q.s.m.b.

Ni siquiera les contesté.

El Cavallero-bayardo insiste en esquela del… Cuatro días después, Señor, fechada el 10 de agosto: Su retirada a esa chacra por el motivo de tener que componer su vivienda, me ha llenado de sentimiento así por el afecto particular que le profeso, como porque las grandes obras que se han empezado a establecer con su particular influjo y dirección, tal vez no se podran llevar a término y perfeccionamientos.

¡Vamos bribones! ¡Todo esto después de tan severas amenazas, conminaciones, fulminaciones!

Ruego del Cabildo: El Cuartel General y el Pueblo claman porque usted vuelva a incorporarse a la Junta Superior Gubernativa. Este cuerpo se lo suplica con las mayores veras del afecto, admiración y respeto a las altas varas de su talento de Conductor. Porque cree firmemente que en la presente angustia y tempestad que amenaza, apareciéndose usted aquí en el lugar que le toca, será el Iris que todo lo serene y aplaque.

Para esta gentuza que se debatía entre sus intereses, sus temores, sus ineptitudes y mutuos recelos, mi retorno a la Junta se había convertido en un problema de meteorología y navegación. Lo que se comprobó el lunes 16 de noviembre cuando me reincorporé a la Junta, en medio de un terrible temporal y una lluvia a cántaros. El Cabildo en pleno acudió a felicitarme aclamándome por unanimidad con el sobrenombre de Piloto-de-Tormentas, que la multitud coreó con júbilo inconsolable, pues también la mayor felicidad es a menudo desdicha.

Mi primer retiro de la Junta, un mes y diez días después de su constitución, tuvo su causa en el incidente que me promovieron los militares; mejor dicho, en el amago de extorsión de unos prevalidos de las armas que se creían con derecho conforme no a la causa que debían defender sino a su arbitrio y voluntad. Sentados los milicastros, como hasta ahora se dice, sobre sus bayonetas; y no solamente los milicastros sino también sus paniaguados síviles. En los trajines palaciegos, las patas de las sotas mostraban cínicamente sus medias escarlatas.

Me acusaron de reo de la sociedad. Promotor subversivo de novedades, de divisiones, de enfrentamientos. A ver, señores militares y aristócratas, no basta dar cualquier nombre a las cosas. La autoridad, la fuerza no deben emplearse en calumniosas imputaciones, enrostré a los mandarines-comodines de la junta por intermedio del Cabildo, que se metió a terciar en el pleito.

¿Por qué se han de avanzar en llamar autor de divisiones, de novedades, al que propone que esa Junta provisoria e inservible sea reemplazada por un verdadero Gobierno surgido de un Congreso General en el que estén representados todos los ciudadanos? ¿Por qué han de tachar de subversivo a quien propone que las autoridades sean elegidas por asambleas ampliamente populares?

Por el contrario, señores cabildantes, como ustedes mismos lo han proclamado, es constante y bien notorio que el peso del despacho únicamente lo han soportado mis hombros como vocal-de-cano y asesor-secretario, no sólo desde la institución de la Junta sino desde la misma Revolución. Yo siempre miraré con indiferencia semejante nombramiento, pues mi solo propósito fue el de cooperar en lo que pudiese al servicio de la Patria consintiendo en cargar yo solo con estos cargos y cargas. Bien les consta que los otros miembros de la Junta no han cargado siquiera con el peso de una pluma.

No es preciso traer a la memoria los medios violentos, reprobados y artificiosos que pusieron en obra para ocasionar mi retiro, removiendo luego de su empleo al otro vocal, el presbítero Xavier Bogarín. La Junta sólo con tres miembros ya no era legítima ni competente. Ni juzgando sanamente, nadie que conozca a las personas y circunstancias, podrá imaginarse que la mente del Congreso hubiese sido autorizar aun para tal caso a tres individuos absolutamente inexpertos, destituidos de todo conocimiento; en una palabra totalmente ignorantes e ineptos. Si acaso obtuvieron aquella colocación fue por la mediación de este vocal-decano, cuyo retiro provocaron, puesto que sus miras e intereses no eran precisamente los de la Revolución e Independencia del país.

Únicamente las autoridades dudosas e inciertas pueden causar división y no terminar con las que ocurran. Sólo los que temen ser juzgados temen los Congresos. Las novedades por tales nada tienen que no puedan ser canalizadas por los ciudadanos honrados en bien del país. Pues si de ellas hay malas, también las hay buenas y hasta muy buenas. ¿Acaso nuestra Revolución misma no fue una grande y aun la mayor de las novedades? También la más brillante. La más justa. La más necesaria de todas las novedades.

La libertad ni cosa alguna puede subsistir sin orden, sin reglas, sin una unidad, concertados en el núcleo del supremo interés del Estado, de la Nación, de la República, pues aun las criaturas inanimadas nos predican la exactitud. De otra suerte, la libertad por la cual hemos hecho, estamos haciendo y seguiremos haciendo los mayores sacrificios, vendrá a parar en una desenfrenada licencia, que todo lo reduciría a confusión en un campo de discordias, de alborotos. Teatro de estragos, de llantos, de los más horrendos crímenes, como hasta ahora están ocurriendo, de modo tal que pareciera ser la violencia de los de arriba contra los de abajo el único norte de los poderosos. No podemos obligar a nuestros conciudadanos a dormir sobre un río. Ustedes solos, como oficiales del Cuartel, nombrados por la Junta de Gobierno, a sueldo de ella con dineros del país, no son el pueblo. Son más vale el contrapueblo al obrar así. Por su misma profesión de militares deben ser los primeros en dar ejemplo de fidelidad al cumplimiento de sus deberes; de respeto a la dignidad de la Junta; de decoro a los ciudadanos; a la protección de aquellos más inermes, ignorantes y humildes, a quienes se les ha enseñado a recibir los atropellos como una bendición de Dios.

A los estantiguos del Cabildo respondí muy claramente: No se puede pasar por alto el tono amenazante, decretorio, de los oficiales, que se constituyen arbitrariamente en el contrapoder de la Junta. ¿Pueden ustedes asegurarme que en adelante no levantarán la mano, ni cometerán sus fechorías? ¿Que sólo tendrán de adorno las armas en la mano, las cabezas sobre el hombro?