En la cripta-enterratorio de la gótica pagoda de Monserrat los estudiantes leíamos en secreto los libros de los autores «libertinos», sentados sobre cráneos ya desautorizados hacía siglos. A la luz de las velas de sus sepulcros, entre el revolar de los murciélagos y los miasmas de la muerte, esos libros de los «anti-Christos» tenían para nosotros un extraño sabor a vida nueva.

Fray Mariano Bel-Asco confía a su amigo el doctor Ventura Días de Ventura, mucho tiempo después, el siguiente informe acerca del sobrino estudiante:

El arriscado muchacho se convierte en seguida en uno de los primeros de la clase. Su contracción al estudio le permite avanzar más rápido que sus compañeros. En dos años realiza dos cursos para bachiller en artes, al final de los cuales ha dado examen de Lógica y tres cursos completos de Philosophia, graduándose de Licenciado y Maestro en Artes. Se metió en la cabeza un volumen de Estética, que lo tornó visionario. El latín es su fuerte. Lo habla a la perfección y en él escribe sus ensayos y estudios, sus cartas de amor, así como los pasquines clandestinos con los que bombardea el Convictorio y la Casa Rectoral.

Cuando se llevó a cabo la recepción del nuevo alumno en el Internado, no presentíamos aún que aquel adolescente de quince años sería con el correr del tiempo el protagonista de uno de los dramas políticos más terribles de la América del Sur.

El Rector le dio el espaldarazo en la Sala Secreta de la Comuni dad. Los colegiales abrazaron al asunceño en señal de caridad y bienvenida. Todos besamos al obscuro y taciturno judas en ambas mejillas costrosas de granos. Besamos sus manos que luego abofetearían a todos los que le ayudamos e hicimos algún bien en lo temporal y lo eterno.

Temperamento nervioso e irascible. Reconcentrado. Nada comunicativo. Altanero, rebelde, con Profesores y condiscípulos. Nada hace por ganar su simpatía, pero se les impone por su inteligencia y tenacidad. En el aula y fuera de ella, su fuerte personalidad impresiona vivamente. El recuerdo de sus travesuras y hazañas perdura por mucho tiempo en las tradiciones del Claustro. Respecto de sus compañeros, gusta sobremanera dominarlos, y lo consigue porque es audaz, voluntarioso, intrépido en sus proyectos y ejecuciones. Frecuentemente riñe con ellos y los amenaza con un puñal del cual jamás se separa. Pero es su coraje el que impone respeto a sus condiscípulos. Algunas anécdotas lo prueban.

En el interior de la iglesia de la Compañía (que él denominaba la "Gótica Pagoda") existía un profundo subterráneo que atravesaba buena parte de la Ciudad y desembocaba en el edificio llamado Noviciado Viejo. Aquella cueva que guardaba numerosos sepulcros de santos e ilustres varones, tenía además calabozos para la aplicación de penas corporales. Los estudiantes solían hacer escapatorias a juergas y parrandas nocturnas a través de esa catacumba. El becario asunceño hacía de puntero en las correrías con una linterna. Una noche indujo a uno de sus compañeros a que lo acompañara. Muerto de miedo pero impelido por su amor propio, según confesó después, éste hizo la travesía del lúgubre pasaje. De entre los sepulcros, una calavera se les atravesó a mitad de camino cerrándoles el paso. El acompañante tropezó en ella y cayó medio muerto del susto. Entonces él impetuoso juerguista desenfundó el estoque y lo hundió varias veces en las cuencas de la calavera. Una queja de animal herido hizo vibrar el subterráneo. El arma salió goteando sangre ante el pavor del otro que presenciaba la macabra escena como desde una pesadilla, dijo. De un puntapié el cabecilla lanzó el cráneo contra el muro, a tiempo que una rata escapaba de entre los pedazos de hueso esparcidos sobre el suelo. Este episodio le ganó al alumno paraguayo una fama algo siniestra, y acrecentó su influencia sobre los demás.

Durante uno de los paseos estudiantiles a las afueras de la ciudad, en la quinta de recreo de Caroyas, grabó su nombre en la piedra inaccesible de un cerro. Mucho más tarde, un rayo partió la piedra y destruyó la señal, pero su nombre quedó indeleble sobre el que fuera su pupitre, como que lo había hecho a punta de cuchillo con rasgos tan profundos que atravesaron de parte a parte el madero. En otra ocasión obligó a tragar los carozos de varios duraznos a un compañero que le hurtaba las frutas. Ya para entonces en el Colegio lo apodaban El Dictador, mote preanunciante que por desgracia se cumplió, trascendiendo los límites lid Real Colegio en aquella etapa de su formación juvenil. En el Libro Privado sobre los Colegiales, los PP. Rectores Parras y Guittian corroboran que es muy adicto a las diabólicas doctrinas de esos anti-Christos que están surgiendo en legión en Francia, en los Países Bajos o del Norte. Lector infatigable de esos nuevos Libros de Cavallería, no ya de Romances solamente, ni de Historias Vanas o de Profanidad como son los Amadises y otros desta calidad, se inficionó profundamente de las macchiabelísticas ideas que pretenden erigir una sociedad atea sobre la abominación del hombre sin Dios.

Se expulsó pues del Real Colegio al rebelde cabecilla, que tuvo que continuar sus estudios en la Universidad como manteista o alumno libre (más bien libertino sería correcto decir en su caso) hasta terminarlos y recibir el bonete con la borla in utroque juris de Doctor en Sagrada Teología y Philosophia, de manos del propio san Alberto.

Se ha consumado una nueva injusticia, en la que yo tengo doble parte de culpa como profesor y pariente. La expulsión del aberrante discípulo debió de ser completa; su castigo, ejemplar. ¡Cuántos tyranos, cuántos siniestros personajes que han desatado torrentes de sangre y llanto, se habrían podido evitar aplastándolos a tiempo, cuando el viborezno empieza apenas a levantar su ponzoñosa cabeza! Estos aveníales ophidios traen su marca al nacer en sus testas triangulares. Incurrí en la debilidad de interceder por mi sobrino. No sólo abogué por él, constituyéndome en garante de su futuro moderado comportamiento. Pagué inclusive una deuda de dinero que tenía con el Colegio. Finalmente, para mayor irrisión y castigo de mis pecados, oficié de padrino en la ceremonia de colación de grados.

Si algo faltara para modelar la imagen de su orrendo character, basta agregar un hecho más que rebela desde muy adentro los entresijos de su retorcido espíritu. Por los días de su expulsión, recibió la triste noticia de la muerte de su madre. Hecho luctuoso para todo hombre bien nacido y de buenos sentimientos. En él no hizo la menor mella. ¿Creéis, amigo Ventura, que el Dictador dio muestras en algún momento de sentirse afectado en lo más mínimo? ¡Muy lejos de ello! Seca su alma del amor filial, que hasta los animales demuestran, él no pareció enterado siquiera del congojoso acontecimiento. En lugar de tribulación y duelo manifestó, por el contrario, una insensibilidad total, arreciando en los desplantes sarcásticos de su comportamiento contra Profesores y condiscípulos. En fin, yo le podría relatar infinidad de casos similares, pero de este engendro, mi estimado amigo, sólo se puede hablar con rigidez en la punta de un tenedor, y temo se me fatigue usted de leerme como lo estoy yo de escarbar en materias tan duras y oprobiosas», concluye fray Mariano su larga carta a Días de Ventura. (N.delC.)

El rector me manda llamar. Me manda que me prosterne ante su silla, y poniéndome un brazo sobre el hombro me habla paternalmente al oído in confessione, acariciándome el lóbulo del otro con sus yemas sedosas: Lo que mucho nos acongoja y conturba es el veneno de sedición y ateísmo que están infiltrando en vuestros espíritus los libros y las ideas de estos libertinos impostores que leéis a escondidas. El demonio, hijo mío, sopla las páginas de esos libros deicidas y regicidas. Escupe sobre los Libros Santos su execrable baba de doctrinas exóticas. Vea, su paternidad, también es exótico el Dios que habéis traído a nuestra América poniendo a su servicio a los dioses mitayos y yanaconas de los indios. ¡No seas hereje, hijo mío! No, reverendo padre. Simplemente queremos saber lo nuevo, no seguir repitiendo como loros las Patérnicas, la Summa, las sentencias de Pedro Lombardo. Todavía queréis destruir a Newton a fuerza de silogismos, y sólo podéis remendar vuestro bastión teológico en ruinas con otros viejos trozos de suela. Nosotros, en cambio, pensamos construir todo nuevo mediante albañiles como Rousseau, Montesquieu, Diderot, Voltaire, y otros tan buenos como ellos. Omnia mecum porto, reverendo padre, y si llevo todo lo mío conmigo, esas nuevas ideas forman parte de nuestra nueva naturaleza. No podréis confiscarlas, a menos que nos lavéis el cerebro con ácido muriático. ¡Cerdo rebelde! El redondo salivazo rectorial se me aplastó contra el ojo enjuagándolo. Noté que visionaba mejor aún. Paradojas de los lavados mal hechos. Cuando la lluvia es fuerte, los hombres se embarran y los cerdos van quedando limpios.

Tengo un viejo cráneo en las manos. Busco el secreto del pensamiento. En algún punto los más grandes secretos están en contacto con los más pequeños. Éste es el punto que rastrea mi uña sobre el hueso. Lustravit lampade tenias. Tras mucho buscar al tanteo creo haber ubicado ya la sede tronal de la voluntad. El sitio del lenguaje bajo este hongo de afasia. Aquí, la olvidada pantalla de la memoria. Inmóviles, las que fueron usinas del movimiento. Desaparecidos los sentidos; la razón que nos hace miserables; la conciencia que nos torna cobardes porque nos hace saber que somos cobardes y miserables.

Hago girar entre mis manos la bola calcárea. Valles, depresiones obscuras donde retoza Capricornio. Cuernos en llamas. Montañas. Una montaña. Sombra de una montaña. La cumbre fosfo-rece aún vagamente. Se apaga. Retiro el cabo de vela humeante. Entro yo. No hay más horizonte que el hueso que piso. Voy arrastrándome hacia el punto exacto que no desvaría. Gran obscuridad. Silencio grande. Ni el eco responde a mis gritos en el cóncavo calabozo. Ruido de pasos. Salgo rápidamente.

Delación del aya. Emboscada. Zancajos del capitán de artillería de las milicias del rey. Rechinar de la puerta. El que dicen que es mi padre, el mameluco paulista, está ahí inmenso, imponente, amulatado. Voz alta, altísima, oída desde el suelo. Tarda en llegar hasta mí. Tronante disparo de cañón: ¡Miserable! Jogar-se jôgo da

bola con um cráneo humano! ¡Haverem vergonha malnacido! ¡Vai'mbora ahora mismo a enterrarlo en la contrasacristía de la Encarnación! Después confesarás esta profanación ao senhor cura! El aya, señor, dice que no es cabeza de cristiano sino de indio. ¡Arrójala entonces al río! Negro de rabia sale el capitán de milicias lanzando un portazo-papirotazo que casi me troncha la cabeza. El cráneo ha saltado al rincón más obscuro. Ha quedado allí cabeceando a diez pasos. Suplicando. Suplicando. Suplicando él también su vuelta a la tierra. Blanco, desnacido, inacabado. Todo blanco en la pequeña sombra lechosa que derrama en la obscuridad. Suplicante de memoria. Penitente olvidado de la costumbre de los vivos. Hecho tierra suplica volver a la tierra. Se arrastra hacia mí. ¡Llévame, entiérrame de nuevo! Se balancea borracho. ¡No soy más que la calavera de alguien que fue un calavera hideputa! Está llorando por las cuencas vacías. ¡Vamos truhán malagradecido! No llores ahora. Si viviste débilmente, debes estar muerto al menos con gran firmeza. No me engañes. Eres una calavera; no seas una calafalsa. No eres un hideputa libertino, como lo es el que pretende ser mi progenitor. Ah tú, rapaz, nada sabes porque aún no has nacido. El aya me ha dicho que eres el cráneo de un indio. ¡No, rapazuelo, no! ¿Cómo hablaría entonces castellano antiguo de la propia Castilla la Vieja? Con acento manchego, si pides más. Claro, no estás ducho aún en el arte de los sonidos del lenguaje. De lo contrario sabríades la cosa verede de que soy un redomado hideputa. Crié fama de mentiroso para decir impunemente la verdad. Las ayas mienten más que las hayas cuyos frutos sólo sirven para engordar a los cerdos. ¡Por caridad entiérrame, arrójame al río! ¡Un lugar bien obscuro donde pueda ocultar mi vergüenza! Da pie ante él, entre el retumbo que llena mi cabeza aporreada, entreoigo su silencio suplicándome, suplicándome, suplicándome. Recojo el tiesto gris. Todos los grises llegan al mismo nivel del principio. Ahí donde la caída comenzó. El gris azogado se sitúa entre lo blanco y lo negro; lo blanco reducido al estado de tiniebla. El zumbido llena mi cráneo saliendo por los oídos, por la boca, por las cuencas de esa obscura blancura que acuno en mis brazos. Todo sabido: Blanco. Todo pasado: Gris. Todo cumplido: Negro. El canturreo del aya me viene a la boca. Lo dejo chirriar entre los dientes apretados, apretada la boca contra el hueso del cráneo penitencial-pestilencial. ¿Qué pasa ahora? ¡Sufro mucho, rapaz! ¡El sentimiento de mi culpa me ha destrozado! Mi madre me dijo un día con los ojos vidriosos: Cuando estés en la cama y oigas ladrar a los perros en el campo, escóndete bajo el cobertor. No tomes a broma lo que hacen. Volvió a tiritar la bola blanca. ¡Vamos, cráneo, olvídate de esas menudencias! ¡Olvídate de tu madre! Piensa en algo serio; necesito que pienses en algo serio. Estás comenzando a fastidiarme con tu genio melancólico. Eras mucho más divertido cuando me proponías acertijos o te burlabas de los sepulture ros. Lo encerré en una caja de fideos, que escondí luego en el desván entre la chatarra que allí guardaba el capitán de milicias. Por algún tiempo el paulista hideputa iba a dejarme en paz. Partió al poco tiempo en uno de sus viajes de inspección por los puestos de Costa Abajo y Costa Arriba, hasta el remoto fuerte Borbón. Disponía yo ahora de un tiempo precioso y de la ausencia de tiempo. Senté mis reales en el desván. Llevé la caja a lo más obscuro del altillo. Sentado ante ella me ponía a vichear el bulto blancuzco a través del redondel del vidrio sin que pasaran las horas ni viera el declinar del día. Sentía que era noche cuando la obscuridad se adensaba dentro de mí. Entonces sacaba el cráneo y lo llevaba a mi cama. Cuando comenzaban a ladrar los perros lo metía bajo el cobertor; sus maxilares temblequeaban de miedo, los parietales húmedos de un sudor helado. Todo blanco bajo las cobijas, destilando en la obscuridad esa lividez y humedad que no eran de este mundo. Lo acosaba a preguntas. Dime, tú no eres el cráneo de un libertino hideputa, ¿verdad? ¡Dime que eso no es verdad! ¡Tú eres el cráneo de un señor muy principal! ¡Responde! Él bostezaba. Cada vez menos memoria. Cada vez menos ganas de hablar. Cuando la calavera se ladeaba yo sabía que se había vuelto a morir-dormir. Mudo, sordo, blanco, ardiendo en lo blanco, el cráneo. Helado. Sudado. Soñándome. Soñándome de una manera tan fuerte que me hacía sentir dentro de su sueño. Junto a mi cuerpo se extendía su cuerpo lleno de miembros pensantes. Cansado de buscar con las manos, con los pies, ese cuerpo pegado al mío sin tocarme; cansado de sondear en vano esa profundidad, yo también acababa durmiéndome bajo el sudario de las sábanas. El esfuerzo por no dorrnir me dormía. Me vencía el sueño, pero sólo por un instante. En menos de un segundo tornaba a despertarme. Tal vez no he dormido nunca; en este tiempo ni en ningún otro. Igual que ahora, me hacía el dormidormido. Acechaba su sueño. Espiaba su despertar, el más mínimo movimiento sonámbulo, que no era abrir los ojos solamente, moverse, chasquear la lengua en lo amargo de la saliva fermentada por los miasmas de la protonoche. Pendiente de ese hilo trémulo, yo llegaba siempre tarde sin embargo. Era necesario recomenzar desde el principio, empezar desde el