Esconderse en un inmenso bosque fornicatorio. Hundirse en un mar seminario. Estado que la vieja aprovecha para violarlo, recom-pensándolo con una copiosa cacería. En este caso… Me reí con ganas interrumpiendo al fabulista. ¡Ah, por fin, lo vemos de buen humor otra vez, Excellency! La noche en verdad se ha puesto fresca y agradable con el viento del sur. Raro que empiece a soplar a medianoche. Quizás el viento del norte ha dejado de soplar a la hora de los fantasmas. ¡Ah capricho de los vientos! Y de los fantasmas, agregué, por disimular mis incontenibles carcajadas. ¿De qué se ríe con tanto entusiasmo, Sire? ¡Oh de una tontería, don Juan! Me acordé de pronto de nuestro primer encuentro, aquella tarde en Ybyray.

En sus Cartas, Juan Parish Robertson describe así el encuentro:

«Una de esas agradables tardes paraguayas, después que el viento del sudeste ha aclarado y refrescado el ambiente, salí a cazar por un valle apacible, no lejos de la casa de doña Juana. De pronto di con una cabaña limpia y sin pretensiones. Voló una perdiz. Hice fuego, y el ave cayó. ¡Buen tiro!, exclamó una voz a mis espaldas. Me volví y contemplé a un caballero de unos cincuenta años, vestido de negro.

Me disculpé por haber disparado el arma tan cerca de su casa; pero con gran bondad y cortesía, conforme a la hospitalidad primitiva y simple del país, me invitó a tomar asiento en el corredor a filmar un cigarro y me hizo servir un mate con el negrillo.

»El propietario me aseguró que no había motivo para pedir la más mínima disculpa, y que sus terrenos estaban a mi disposición cuando quisiera divertirme con mi escopeta en aquellos parajes.

»A través del pequeño pórtico descubrí un globo celeste, un gran telescopio, un teodolito y otros varios instrumentos ópticos y mecánicos, por lo cual inferí inmediatamente que el personaje que tenía delante no era otro que la mismísima eminencia gris del Gobierno.

«Los instrumentos confirmaban lo que había oído de su reputación acerca de sus conocimientos sobre astronomía y ciencias ocultas. No me dejó vacilar mucho tiempo sobre este punto. Ahí tiene usted, me dijo con una sonrisa irónica, tendiendo la mano hacia el sombrío estudio-laborato-rio, mi templo de Minerva, que ha dado pábulo a muchas leyendas.

«Presumo, continuó, que usted es el caballero inglés que reside en casa de doña Juana Esquivel, mi vecina. Respondí que así era. Agregó que había tenido ya intenciones de visitarme, pero que era tal la situación política del Paraguay, particularmente en lo tocante a su persona, que encontraba necesario vivir en gran reclusión. No podía de otro modo, añadió, evitar que se atribuyesen las mas siniestras interpretaciones a sus actos más insignificantes.

»Me hizo entrar en su biblioteca, un cuarto cerrado con pequeñísima ventana, tan cubierta por el techo muy bajo del corredor, que apenas dejaba filtrar la luz decreciente del atardecer.

»La biblioteca estaba dispuesta en tres hileras de estantes extendidos a través del cuarto y podría contener unos trescientos volúmenes. Había varios voluminosos libros de Derecho. Otros tantos de matemáticas, ciencias experimentales y aplicadas, algunos en francés y en latín. Los Elementos de Euclides y algunos volúmenes de Física y Química, se destacaban entreabiertos sobre la mesa con marcas entre las páginas. Su colección de libros sobre Astronomía y Literatura general ocupaba una fila completa. El Quijote también abierto por la mitad en primoroso volumen con un señalador púrpura y galones dorados, descansaba sobre un atril. Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Volney, Raynal, Rollin, Diderot, Julio César, Maquiavelo, hacían coro un poco más atrás en la penumbra que ya comenzaba a espesarse.

«Sobre una mesa grande, más parecida a un galeón de carga que a una mesa de estudio, se veían montones de expedientes, escritos y procesos forenses. Varios tomos encuadernados en pergamino se hallaban desparramados sobre la mesa.

»El Dictador se sacó la capa y encendió una vela que prestó débil ayuda para alumbrar la habitación, aunque más parecía allí para prender cigarros. Un mate y un tintero de plata adornaban otro extremo de la mesa. No había alfombras ni esteras sobre el piso de ladrillo. Las sillas eran de estilo tan antiguo, que parecían muebles prehistóricos extraídos de alguna excavación. Estaban cubiertas por viejas suelas o incrustaciones en un material desconocido, casi fosforescente, sobre el cual se hallaban estampados raros jeroglíficos, semejantes a inscripciones rupestres. Quise levantar una de estas sillas; pero a pesar de todo mi esfuerzo no logré moverlas un milímetro. Vino entonces en mi ayuda el Dictador y con su afable sonrisa hizo levitar la pesada curul con un leve gesto de la mano. Luego la hizo descender en el lugar preciso que mi pensamiento había elegido un palabras.

»En el suelo de la habitación se hallaban desparramados sobres abiertos y cartas dobladas; mas no se podía decir en desorden sino de acuerdo con un cierto orden preestablecido que daba al ambiente, desde abajo, un aire levemente incomprensible y siniestro.

»Una tinaja para agua y un jarro se alzaban sobre un tosco trípode de madera en un rincón. En otro, las sillas de montar y los arneses del Dictador, que brillaban en la penumbra.

«Mientras conversábamos el negrillo se puso a recoger lentamente con estudiada parsimonia y como compenetrado de la impor-tancia de su tarea, los botines, las chinelas, los zapatos desparramados por todas partes y que aun así, como ya he dicho, no alcanzaban a romper el orden más profundo e inalterable de un sistema preestablecido en el ambiente de la humilde vivienda tan prolijamente limpia y ubicada entre los árboles de modo tan idílico, que tenía toda la apariencia de estar habitada por un ser amante de la belleza y la paz.

«Desde el exterior, posiblemente desde los patios o corrales traseros, comenzó a llegar el creciente rumor de unos chillidos como de roedores hambrientos.

«Paré la atención, pues esos chillidos se me antojaban, por lo asordinados y atrozmente concertados, que venían de una cueva subterránea, por no decir de ultratumba.

»Sólo entonces también el Dictador, que no había dejado de pasearse todo el tiempo de un extremo a otro de la habitación mientras conversábamos, se detuvo.

«Llamó con una palmada a otra de las pesadas sillas, y se sentó ante mí. Al notar mi gesto de extrañeza por el cada vez más audible concierto de chillidos, me tranquilizó con su peculiar sonrisa: "Es la hora de cenar en mi almáciga de ratas". Ordenó al negrillo que fuera a ocuparse de ellas».

¡Ah! ¡Usted se portó como un caballero en esta tierra hospitalaria! Pagó como pudo la interesada hospitalidad de la octogenaria doncella de Ybyray. 1 Cuando me retiré de la Junta, a causa de mi guerra contra los militares, fui involuntario testigo de la otra guerra menos sorda aunque más íntima que tenía por escenario la Troya campestre de mi vecina Juana Esquivel. Oía a toda hora el fragor de su salacidad casi secular. La veía persiguiéndolo a usted por los corredores, entre el follaje, en el arroyo. La trompa de falopio resonaba aguerridamente a sol y sombra con energía suficiente como para aniquilar a un ejército. Los gritos de placer de la vieja rompían mis eustaquios. Hacían estremecer los árboles, hervir el arroyo cuando ambos se arrojaban desnudos a sus aguas. El ardor de doña Juana prolongaba el ardor de las siestas en las noches. Ponía el relente en estado de ebullición. Una neblina de ácido sabor se extendía bajo la luna. Penetraba en mi casa herméticamente cerrada. Impedía que me concentrara en mis pensamientos, en mis estudios. Perturbaba mi solitario recogimiento. Tuve que renunciar a mi afición favorita: Sacar el telescopio y observar las constelaciones. Veía a la esquelética cigarra de la old hag arrastrarse gimiendo sobre el pasto envuelta en una larga cola de humo. Usted, don Juan, el joven héroe de la leyenda céltica, era impotente para descifrar el enigma que la repulsiva hechicera le proponía compulsivamente variándolo una y otra vez. Una y otra vez se quedaba usted esperando la próxima violación, sabiendo de antemano que su recompensa nunca sería ver a la vieja transformada en radiante doncella. No se puede quejar sin embargo de que, a pesar de todo, no le haya recompensado otorgándole extremada suerte en la cacería de doblones, si no de pichones.

Tengo tan mala memoria, don Juan. No sé en qué autor antiguo se habla de una Vieja-Demonio, armada de doble dentadura, una en la boca, otra en el bajo vientre. También aquí en Paraguay, donde el demonio es hembra para los nativos, algunas tribus rinden culto a este súcubo. ¿Qué significa la vulva-con-dientes si no

el principio devorador, no engendrador, de la hembra? Juan Robertson se contrajo en un ligero espasmo. ¿No caen esos dientes. Excelencia, a la vejez de la hembra? No, mi estimado don Juan. Se vuelven cada vez más filosos y duros. ¿Teme algo? ¿Le ha sucedido algo desagradable? Pienso que no, Excellency. De todos modos, don Juan, no está de más que usted se entere cómo conjuran estos riesgos los indios. Día y noche se ponen a bailar alrededor de la hembra-demonio. Bailan enloquecidamente, haciendo que ella también baile, salte, y se encabrite. A la salida del sol del tercer día pueden ocurrir dos cosas: Los colmillos caen y blanquean el suele en la Casa de las Ceremonias. Entonces los hombres corren tras esos dientes que saltan de un lado a otro, trémulos, colgados del cordón umbivaginal, hasta que se quedan quietos, convertidos en secas espinas de coco, de cardo, de tuna. Los cogen y los queman en un fogarón donde tardan otros tres días en consumirse llenan do la maraña de un humo acre, espeso, viscoso, como corresponde a su origen y condición. Puede ocurrir también que no caigan los bajos-dientes de la mujer. Convulsos y enajenados, los danzantes hombres se convierten para su mal en lo que aquí llamamos someticos o putos. A partir de su fracaso, son condenados a las tarcas más humillantes. Es bueno precaverse contra tales contingencias De pronto, sin preverlo, el más pintado puede estar hamacándose sentado en el cuerno de un toro. ¡Eh! ¡Eh! ¡Guarda Pablo de la hembra-diablo!

Juan Robertson puso las manos entre las piernas. Se arqueó cu la contracción de la arcada. El hedor a cerveza llenó la habitación Hasta los perros fruncieron las narices. Héroe lanzó en torno es crutadores visajes. Olfateó en todas direcciones. ¡Se diría que no han invadido más de cien mil hembras-demonios a juzgar por el salaz hedor, Excelencia! Puede ser, puede ser, Héroe. Yo no huelo nada. Estoy resfriado. El can se arrimó al inglés que combatía su cólico hecho un arco de medio punto, la cabeza hundida en el pe cho, los codos en las ingles. A modo de consuelo, Héroe farfulló sin convicción: Pronto se pondrá bueno, don Juan. No es más que un cólico moral, y como para que yo no lo entendiera agregó: Fue king awful business this, no yes, sir? Dreamt all night of that bloody old hag Quin again… Mandé al negro Pilar que echara gránu los de incienso y liquidámbar y una pinta más de aguardiente sobre la plancha de cobre al rojo. Los hermosos colores apagaron los malos olores. Vete, Pilar, a la cocina. Pídele a Santa que prepare una tisana de flores de eneldo, muérdago, malvablanca y yateíka'á. Entre el humo aromático y los destellos se entreveían azuladas las calaveras de los hermanos Robertson. Héroe y Sultán, amodorrados, dábanse despreciativamente el trasero. Únicamente se enfurecieron cuando Cándido y su criado el mulato tucumano Cacambo llegaron al Paraguay a guerrear en favor de los jesuitas. ¡Es un portento ese imperio!, exclamó exaltado Cacambo tratando de alucinar a su amo. Yo conozco el camino y llevaré a usted allá: Los padres son dueños de todo y los pueblos no tienen nada. Es la obra maestra de la razón y la justicia. Júbilo desbordante. Optimismo sideral. Sultán no entendía más nada. Creía estar en un Pa-raguay desjesuitado para siempre, y he aquí que dos sospechosos extranjeros cabalgaban rumbo al reino desaparecido con el que al-gunos osan comparar el mío. El ruido de los cascos de las cabalgaduras resonaban en la penumbra de la habitación. Todo el reino también. Redivivo, intacto, presente. Colmenero gigante, hormiguero de trescientas leguas de diámetro y ciento cincuenta mil indios. Las espuelas del padre provincial entraron haciendo chispear el piso. Reconoció en seguida a Cándido. Se abrazaron tiernamente. Sultán y Héroe, uno en un par, enloquecidos, rabiosos, embis-tieron a la búlgara paredes, puertas y ventanas, rugiendo más que cien dragones y víboras-perros. Impotentes contra esa inmensa, tornasolada pompa de jabón. Entre columnatas de mármol verde y color de oro, jaulas colmadas de papagayos, pájaros-moscas, cardenales, colibríes, toda la volatería del universo, Cándido y el padre provincial almorzaban plácidamente en vajilla de oro y plata. Cánticos suspendían los sentidos. Aves, cítaras, arpas, pífanos, suspendidos en el aire-música. Cacambo, resignado, comía granos de maiz en escudilla de palo con los paraguayos bajo el sol rajante, sentados sobre los talones, entre las vacas, los perros y los lirios del campo. Cándido, ¿qué es el optimismo?, gritó el mulato deTucumán, lejos, a un tiro de fusil de la glorieta de mármol verde. Por lo que sé, le respondió Cándido, sostener lo bien que está todo cuando manifiestamente todo está muy mal. Entre los vapores del vino, la rozagante cara del padre no pareció enterarse de nada. Héroe y Sultán se lanzaron a la carga contra el tonsurado general de los teatinos. Acabemos con esta tracamundana, dije a los Robertson, empeñados en cazar al bureo un colibrí sobre la página del libro. Si han empezado a leer el cuento para matar el tiempo, imaginen que ya está muerto bajo el peso de tales fantasmagorías, o los perros nos matan a nosotros y también se devoran nuestras nal gas, dejándonos la mitad crédula del trasero, la mitad incrédula de la vida. El joven Robertson puso el plumón del colibrí entre las páginas y cerró el libro. Se levantaron los dos, palpándose pres;i giosos los glúteos, y buenas noches, Reverendo Padre Provincial perdón, quiero decir Excelencia.

1 La situación de la casa de doña juana Esquivel era absolutamente bella; no menos era el paisaje que la rodeaba. Se veían bosques magníficos de rico y variado verdor aquí el llano despejado y allá el denso matorral; fuentes murmurantes y arroyos refrescando el suelo; naranjales, cañaverales y maizales rodeaban la blanca mansión.

»Doña Juana Esquivel era una de las mujeres más extraordinarias que haya conocido. En el Paraguay generalmente las mujeres envejecen a los cuarenta años. Sin embargo, doña Juana tenía ochenta y cuatro, y, aunque necesariamente arrugada y cano sa, todavía conservaba vivacidad en la mirada, disposición a reír y actividad de cuerpo y espíritu para atestiguar la verdad del dicho de que no hay regla sin excepción.

»Me albergaba como príncipe. Hay en el carácter español, especialmente como entonces estaba amplificado por la abundancia sudamericana, tan magnífica concep ción de la palabra "hospitalidad", que me permití, con demostraciones particulares de cortesía y favores recíprocos de mi parte, proceder en mucho a la manera de doña Juana. En primer lugar, todo lo de su casa, sirvientes, caballos, provisiones, los productos de su propiedad, estaban a mi disposición. Luego, si yo admiraba cual quier cosa que ella tuviera -el poney favorito, la rica filigrana, los ejemplares selec tos de ñandutí, los dulces secos, o una yunta de hermosas mulas-, me los transfe ría de manera que hacía su aceptación inevitable. Una tabaquera de oro, porque dije que era muy bonita, me fue llevada una mañana a mi habitación por un esclavo, y un anillo de brillantes porque un día sucedió que lo miré, fue colocado sobre mi mesa con un billete que hacía su aceptación imperativa. Nada se cocinaba en la casa sino lo que se sabía que me gustaba, y aunque yo intentase, por todos los medios posibles, a la vez compensarla por su onerosa obsequiosidad y demostrarle lo que en mi sentir era más bien abrumador; no obstante encontraba que todos mis esfuerzos eran vanos.

»Estaba, por consiguiente, dispuesto a abandonar mi superhospitalaria morada, cuando ocurrió un incidente. Aunque increíble, es ciertísimo. Cambió y puso en mejor pie mi subsecuente trato con esta mujer singular

»Me agradaban los aires plañideros cantados por los paraguayos acompañados con guitarra. Doña Juana lo sabía, y con gran sorpresa mía, al regresar de la ciudad una tarde, la encontré bajo la dirección de un guitarrero, intentando, con su voz cascada, modular un triste y con sus descarnados, morenos y arrugados dedos acompañarlo en la guitarra. ¿Cómo podría ser otra cosa? ¿Qué podía hacer ante tal espectáculo de chochera, desafiando aún más el natural sensible de la dama, que insinuar una sonrisa burlona? "Por amor de Dios -dije-, ¿cómo puede usted, catorce años después que, conforme a las leyes naturales, debiera estar en el sepulcro, convertirse en blanco para el ridículo de sus enemigos o en objeto de compasión para sus amigos?"

»La exclamación, lo confieso, aun dirigida a una dama de ochenta y cuatro años, no era galante, pues en lo concerniente a edad, ¿qué mujer puede soportar un reproche de esta naturaleza?

«Apareció bien pronto que doña juana tenía a este respecto toda la debilidad de su sexo. Tiró al suelo la guitarra. Ordenó bruscamente al maestro de canto que saliera de la casa; a los sirvientes los echó de la habitación, y, en seguida, con un aspecto de fiereza de que no la creía capaz, me aturdió con las siguientes palabras: "Señor don Juan no esperaba insulto semejante del hombre a quien amo", y en la última palabra puso énfasis extraordinario. "Sí -continuó-, yo estaba pronta, y todavía lo estoy, a ofrecerle mi mano y mi fortuna. Si aprendía a cantar y tocar la guitarra, ¿por qué causa era si no por darle gusto? ¿Para qué he estudiado, en qué he pensado, para quién he vivido en los tres últimos meses, sino para usted? ¿Y es esta la recompensa que encuentro?

»Aquí la anciana señora mostró una combinación curiosa de apasionado patetismo y ridiculez cuando, deshaciéndose en lágrimas dio escape a sus sentimientos sollozando de indignación. El espectáculo era de sorprendente novedad y no exento de alarma para mí, a causa de la pobre vieja. En consecuencia, abandoné la habitación; le envié sus sirvientes diciéndoles que su ama estaba seriamente enferma; y después de oir que todo había pasado, me metí en cama, no sabiendo si compadecer o sonreír de la tierna pasión que un joven de veinte años había despertado en una dama de ochenta y cuatro. Espero que no se atribuya a vanidad el relato de esta aventura amorosa. Lo hago sencillamente como ejemplo de las bien conocidas aberraciones del mas ardiente y caprichoso de todos los dioses, Cupido. No hay edad que limite el alcance de sus dardos. El octogenario lo mismo que el zagal son sus víctimas; y sus escarceos son generalmente más extravagantes cuando las circunstancias externas -la edad, los hábitos, la decrepitud- se han combinado para hacer increíble y absurda la idea de su acceso al corazón.» (Ibid.)