Todos mis instrumentos ópticos, mecánicos y demás enseres de laboratorio, legados a la Escuela Politécnica del Estado, y la totalidad de mis libros a la Biblioteca Pública. El resto de mis papeles privados que hayan sobrevivido al incendio, serán rigurosamente destruidos.

Mas sepa, don Vicente, que a pesar de lo que murmuran por ahí, de lo que usted mismo predice y desea, no le he dado el gusto todavía. ¿Sabe por lo menos dónde iré a parar cuando muera? No. No lo sabe. Al lugar donde están las cosas por nacer.

El provisor Céspedes Xeria también me ha hecho ofrecer confesión y auxilios de bien morir. Le he mandado decir que me confieso solo. Quien guarda su boca guarda su alma. Guarde usted su boca y su alma. Guárdese de repetir lo que hemos hablado aquí. No deje que circulen rumores sobre mi enfermedad. Yo callo dice el callo y duro. Imítelo y durará como él. Acuérdese, don Vicente, que también usted en sus comienzos fue maíz comido de gorgojos, y que si se salvó fue porque lo traje a servir como boticario del Gobierno. No me puedo quejar, eso sí, de la rectitud de su vida desde entonces. Mas no haga conmigo lo que usted hizo con la suya: Ir contando a todo el mundo por las calles, en las casas, sus extravíos juveniles y sobre todo el tristísimo hecho de que se le muriera en sus brazos aquella muchacha alegre que le había sorbido los cascos de tan mala manera. Los excesos de su locura ninfomaníaca la hubieran finado de todos modos a su manera, y quizás antes aún en los brazos de cualquier otro mancebo más dotado. Usted afirma que ejercitó su pública confesión para servir de ejemplo a los demás. Nadie aprende en cabeza ajena. Las locuras de uno nunca son las de otro. No abra más la puerta a las visitaciones del arrepentimiento.

Ahora, sobre el asunto de mi enfermedad ¡chitón eh! Ni una palabra, que es cosa mía. Le va en ello su vida. Salga de aquí. No vuelva a comparecer hasta que lo mande llamar.

Al día siguiente de instalada la junta Gubernativa, el perro del ex gobernador Velazco abandonó la casa de gobierno antes que su amo. Ese can realista comprendió lo que no entraba en la cabeza de los chapetones. Más inteligente que los facciosos de la nueva fuerza porteñista. Se mandó mudar con la dignidad de un chambelán del reino, exonerado por mi perro Sultán, una especie de sans-culotte jacobino de largos cabellos y genio muy corto. ¡Fuera!, ladró apurando la retirada de Héroe. Gruesa voz de mando. Volveremos, farfulló el perro Héroe. ¡Montado a la turca en tu abuela!, embistió Sultán. El sable entre los dientes, guardó la puerta del palacio. ¡Te haré colgar, perro chapetón! No hará falta, mi estimado y plebeyo par. Ya he hecho de mí un cadalso. Por tres veces la guillotina cercenó mi cabeza. Yo mismo no lo recuerdo con mucha claridad. Ojalá, ciudadano Sultán, no te pesque el mal-de-horror. Lo primero que se pierde es la facultad de la memoria. ¿Ves este pedazo de espada clavado en mis riñones? No sé desde cuándo está ahí. Tal vez me lo clavaron los ingleses cuando combatí junto a mi amo en la reconquista de Buenos Aires. O en el sitio de Montevideo. No sé dónde. ¡Fuera, charlatán! ¡Fuera! Héroe lo miró sin resentimiento. Tienes razón, Sultán. Quizás todo no es sino un sueño. Se arrancó de los huesos la herrumbrosa espada. Afirmó su sombra en el suelo después de empujarla dos veces. Salió rengueando. Afuera lo estaba esperando la inmensidad de lo desconocido. ¡Pobre Sultán! No sabes lo bien que uno se siente al encontrarse otro. Acabo de hallar por fin a alguien que se me parece, y ese alguien soy yo mismo. ¡Gracias, mil gracias, Dios mío y de los otros tío! Pudieron sucederme cosas peores. Morirme en forma no cristiana, sin el auxilio de la confusión, de los santos óleos. Lo que te ha sucedido es nada en comparación con lo que no te ha sucedido. Mas de poco te vale ser cristiano, Héroe, si no empleas algo de picardía. ¡Arre! Sigue tu camino sin hacer presagios.

Provecto, sarnoso, poseído de una extraña felicidad, se acomodó a la nueva vida igualitaria. Sin abatimientos ni aprovechamientos. Quien tiene dos tiene uno. Quien tiene uno tiene ninguno, se dijo. No fue a tumbarse sobre las tumbas de los realistas ahorcados en la conspiración fraguada para escarmentar a los realistas. Se largó a vagabundear por calles, mercados y plazas. Contaba historias fingidas por lo que le dieran. Sobras le sobraban. Ánimos no le faltaban. Lo que para un juglar callejero venía a resultar el alimento mismo de sus fábulas. Acabó en lazarillo de Paí Mbatú, un ex cura ex cuerdo, aunque algo picaro, que también vivía en los mercados de la limosna pública.

Alucinados por las habilidades del ex can regalista, los hermanos Robertson 1 lo compraron en cinco onzas de oro. Por menos no quiso cerrar trato Paí Mbatú con los avaros ingleses. Fue el primer caso tal vez, en estas tierras de América, en que un criollo medio loco impuso sus condiciones a dos subditos del imperio más grande de la tierra. Me pidieron autorización para traerlo a las clases de inglés. Perro más, perro menos, aquí no va a estorbar. Tráiganlo. Así fue como Héroe volvió a Casa de Gobierno cumpliendo su promesa. Lo que hizo pocas gracias a Sultán, que se sintió desplazado en las veladas por el intruso. Las historias de Las Mil y una Noches, los cuentos de Chaucer, las imaginerías de los deanes ingleses, lo llevaban a regiones de trasmundo. Cada vez que escuchaba palabras como rey, emperador o guillotina, Héroe emitía un gruñido sobresaltado. Analfabeto, chusma, Sultán volvíale las ancas despreciativamente. El hábito, más que la memoria, le hacía ladrar lejos de allí corriendo uno por uno los cuarteles hasta el último puesto de guardia de la ciudad.

No todo es cuestión de memoria. Más sabe el instinto en lo indistinto.

Los dos hombres verdes de cabellos rojos llegan a la hora de costumbre. El perro Héroe los acompaña. Sultán sale a recibirlos. Pasen al estudio, señores. Marcada displicencia hacia el juglar callejero. Cierto temor lo encoge a la vista del cancerbero sans-culot-te. Tomen asiento donde gusten, caballeros. Les indica los sillones. Por encima del hombro se dirige entre dientes a Héroe: Usté, al rincón. ¿Se ha bañado por casualidad? ¡Oh, sí, en agua de rosas, señor Sultán! ¿Trae pulgas? ¡Oh, no, Excelentísimo Señor Perro! Nunca salgo con ellas. Sufren de los bronquios, las pobrecitas. Temo que se me resfríen. Pueden pescar el moquillo, el mal de anginas. Qué sé yo. El clima de Asunción es insalubre. Está lleno de gérmenes. Las baño en la misma agua de mis abluciones. Las encierro en una cajita de laca china especial para esos animalitos, que me ha traído de Buenos Aires don Robertson, y ¡a dormir, pulguitas mías, mientras yo voy de tertulia a casa de El Supremo! Son muy obedientes. Han aprendido excelentes modales. ¿No es verdad, don Juan? Pienso hacer de ellas las pulgas ilusionistas mejor amaestradas de la ciudad. ¡Vaya al rincón, nadie le ha preguntado nada! Héroe se apelmazó contra el promontorio del aerolito. Anciano de los días, joven de un siglo, se pone a olfatear en la piedra el olor del cosmos, arrugando un poco la nariz.

En un caldero hierven sobre el fuego diez libras de aguardiente. El negro Pilar perfuma la sala con humo de incienso. Arroja polvos de barniz sobre el vapor. Sultán me abre la puerta del acueducto. Entro con una placa de cobre calentada al rojo, y la habitación resplandece con destellos celestes. Chispas de todos colores. Los objetos se elevan un palmo, bordeados de un halo muy fino. Buenas noches, señores. No se levanten. Los dos hombres se vuelven rojos; sus cabellos, verdes. Descienden suavemente en los sillones hasta el piso. Se les mueve la anteboca en relieve. ¡Buenas noches, Excelencia! El tiempo se queda quieto un rato en la cola de los perros. Trae la cerveza Pilar. Ya está saliendo del sótano con la damajuana. Escancia el espumoso líquido en los vasos. Lo cierto es que, entre la conjugación de verbos ingleses y mis tanteos de tartamudas traducciones de Chaucer, de Swift o de Donne, los Robertson se bebieron durante cinco años mi fermentada cerveza. No iba a destapar una damajuana cada semana en homenaje a estos fementidos green-go-home. La carta de Alvear, director en los días de aquel tiempo del gobierno de Buenos Aires, fue la gota que hizo derramar el podrido líquido. Hasta ese momento lo bebieron. El mismo Juan Robertson trajo el cargamento de cerveza en uno de sus viajes. Mis buenos patacones me costó. Yo no recibo regalos de nadie. Se bebían la cerveza sin poder agotarla, pues su volumen crecía con la espuma de la fermentación. ¿No habrá manera de mantener tapados al menos los picheles hasta la próxima lección, Excelencia?, eructaba muerto de risa y escupiendo alguna que otra mosca viva, Guillermo, el menor y más cositero de los dos. No, Mister William, aquí son preciosos para nosotros hasta los restos más ínfimos. Somos muy pobres, de modo que no podemos renunciar ni siquiera a nuestro orgullo. But, sir, beber esto es to snatch up Hades itself and drink it to someone’ health, se carcajeaba el menor de los Robertson. Pe kuarú haguá ara-kañym-bapevé, pee pytaguá, me burlaba a mi turno. ¿Y eso, Excelencia?.Vea que nuestro guaraní todavía no es muy fuerte. Bien simple, señores: Orínense mi cerveza hasta el fin de los tiempos, por zonzos y codiciosos. ¡Ah, ah, ho, ho, houuu… your Excellency! ¡Ocurrente y chistoso siempre! Después de arrasar el infierno y bebérselo a la salud de alguien de su devoción, podían quedarse en efecto los dos mercaderes orinando mi cerveza hasta el Día del Juicio. Con el pichel en la mano, Juan Robertson canturreaba entre dientes su estribillo predilecto:

There a Divinity that shapes our ends,
Rough-hew them how we will! 1

Entre sorbo y sorbo de las pestilentes burbujas, Juan Robertson dejaba escapar el gorgoteo de su cantinela. Acidas burbujas de vaticinio. ¿Sueña la voz lo posible y efectivo? ¿Sueña sin que el cantante sueñe? Me han ocurrido cosas, mucho después de cantadas, sin que me diera cuenta de su aviso. El secreto esconde su sabiduría. Sin saberlo, Juan Robertson, tarareaba lo que iba a ocurrirle en la Bajada. Mas, algo de real en lo visible o audible, colijo yo siempre en un individuo sentado de estribor, media nalga al aire, como entonces por instantes se dejaba estar el inglés, igual que yo en este momento sin poder variar de posición. Ido, ausente, Juan Robertson berreaba para sí el preludio idiota, aparentemente sumergido en sus cálculos de ganancias y pérdidas. No era eso lo que hacía. Mas eso era exactamente. Cálculos de ganancias y pérdidas en el Libro de su Destino. Mejor así. Contracuentas en el Haber son más claras que las cuentas en el Debe.

1 Juan Parish Robertson llegó al Río de la Plata en 1809, en el grupo de comerciantes británicos arribados a Buenos Aires poco después de las Invasiones que abrieron su puerto al libre comercio. Tenía por entonces diecisiete años. Se alojó en casa de una conocida familia Mádame O'Gorman fue una de sus principales protectoras. El em prendedor joven escocés frecuentó en seguida los círculos más prestigiosos, llegando a hacerse amigo del virrey Liniers. Asistió a la Revolución de Mayo «como a una pintoresca representación de las ansias de libertad de los patriotas porteños», manifiesta en una de sus Cortas. Tres años más tarde se le unió su hermano Roberto. Juntos aco-metieron la, para ellos, «gran aventura del Paraguay». Los Robertson reeditaron sus éxitos en Asunción, en todos los terrenos, con mayor fortuna aún que en Buenos Aires. Contaron aquí con la protección de El Supremo que los encumbró y acabó expulsándolos en 1815. Los Robertson se jactan en sus libros de haber sido los primeros subditos británicos que conocieron el Paraguay, luego de atravesar la «muralla china» de su aislamiento, acerca del cual elaboraron una original interpretación. (N. del C.)


1 Allí una Divinidad que modela nuestro destino / lo debasta como nosotros queremos.