terciopelo carmesí. ¿Cómo sabe usted si no soy Yo realmente el que va montado en el moro? Esta tarde me ha dicho su amigo Antonio Recalde que veía a Vuecencia de mejor semblante. ¡Bah ese viejo loro limpiándose siempre el pico! Pero usted, usted que es mi médico, me encuentra cada vez peor. Ha venido a poner en trance de muerte a mi semicadáver. ¿Cómo sé yo si no está connivenciado con los enemigos que rondan por todas partes esperando pescar en río revuelto? Señor, usted conoce mi lealtad, mi fidelidad a Vuecencia. ¡No sé yo tales zonceras! Vea, Estigarribia, usted es un ignorante o un bribonazo y ambas cosas a la vez. No sabe honrar la confianza que le he dispensado toda la vida. ¿También usted se burla? ¿También usted desea mi muerte? ¡No, por Dios, Excelencia! ¿Y no es mayor vileza que siendo usted mi médico la desee y me induzca a darle ese gusto? Pues sepa usted que no lo tendrá. Al contrario, Señor, no abandono la esperanza ni la seguridad de que su salud mejore con la gracia de Dios que hace milagros e imposibles. No doy un pito por esperanzas ni seguranzas de hombres como usted que se pasan pitorreando de la cruz al agua bendita. Sólo he pensado, Señor, que alguien debe aliviar a usted en sus abrumadores trabajos del Gobierno. No me moleste más con esas zarandajas. Después de mí vendrá el que pueda. Por ahora Yo puedo todavía. No sólo no me siento peor; me siento terriblemente mejor. Alcánceme la ropa. Le voy a demostrar que miente.

¿No lo está viendo? Me tengo en pie más firmemente que usted, que todos los que quieren verme salir de aquí a dos palmos del suelo. A barba muerta obligación cubierta eh. ¿Eso es lo que usted pretende? Retirarse. Jubilarse. ¡No, Excelencia! Usted sabe que no es así de ningún modo. ¡Qué más quisiéramos todos los paraguayos que usted viviera siempre para bien de la Patria! Vea, Estigarribia, no digo que algún día no he de morir. Mas el cuándo Yo me lo callo y el cómo Yo me lo como. La muerte no nos exige tener un día libre. Aquí la esperaré sentado trabajando. La haré esperar detrás de mi sillón todo el tiempo que sea necesario. La tendré de plantón hasta decir mi última palabra. No es con palos como removerán mi cadáver para ver si estoy muerto. No encanecerá mi pelo en la tumba.

Me he vestido despreciando su ayuda. El herbolario ha gesticulado, braceado, abrazado el aire queriendo sostener a un espectro. Ha estado él sí a punto de venirse al suelo. Pasamos al despacho. He escrito la nota para Bonpland. Hágasela llegar a San Borja, si todavía anda por ahí. Mande un chasque más rápido que ligero. Si posible fuera que ya esté de regreso antes de haber partido. Los remedios del francés cuando menos me calmaban años atrás. En cambio los hierbajos de usted contrabandean en favor de los achaques. ¿Qué han podido contra mi gota militar y mis almorranas civiles? Eh Señor protomédico, qué y qué y qué. Tenerme el santo día la pierna, las nalgas al aire, buscando la postura ingrávida de las santas apariciones. Gracias a usted la eternidad me tragará de costado.

Sus beberajes no podrían ya empeorarme. No remediarán mis intestinos colgantes que se orean al aire a semejanza de los jardines de Babilonia. Mis pulmones hacen rechinar sus viejos fuelles traqueados por el peso de tanto aire como han debido inhalar/expeler. Desde su lugar entre las costillas, se han extendido sobre más de diez mil leguas cuadradas, sobre cientos de miles de días. Diluvios, tormentas, cálido aliento de los desiertos han desatado. En sus materias naturales respira un cuerpo político, el Estado. El país entero respira por los pulmones de ÉL/YO. Perdón, Excelencia, no entiendo bien eso de los pulmones de ÉL/YO. Usted, don Vicente, nunca entiende nada al igual que los otros. No ha podido evitar que nuestros pulmones se convirtieran en dos bolsas membranosas. ¡Lástima de hombre ignorante! Peor aún si se considera que usted vendrá a ser el antepasado de uno de los más grandes generales de nuestro país. Si usted defendiera mi salud con la estrategia de los corralitos copiada a la de ese descendiente suyo que defendió-recuperó el Chaco poco menos que a uña de los descendientes bolivarianos, ya me habría sanado usted. Habría hecho algún honor a su profesión. También el arte de curar es un arte de guerra. Mas en una familia hay dotados y antidotados.

Usted, procer del protomedicato, no ha conseguido tapar una sola de mis goteras. Estoy tan lleno de grietas que me salgo por todas partes. Entra usted y me anuncia: ¡El Gobierno está muy enfermo! ¿Cree que no lo sé? Mi protomédico no sólo no me cura. Me mata, me hace perecer todos los días. Me trae presagios, aprehensiones de una protoenfermedad ya curada. Profetiza esos tormentos que causan la muerte antes de que ésta llegue, cuando ya ha pasado. Igual cosa hace con otros pacientes-mugientes. Ese centinela que guarda mi puerta, enterró esta mañana a su madre, a su mujer, a dos de sus hijos. A todos ellos los trató usted. Sus recetas han matado más gente que las pestes. Igual que sus antecesores, los Rengger y Longchamp.

En cuanto a mí, sabio Esculapio, ¿no me ha recetado en sus cocimientos la pata izquierda de una tortuga, la orina del lagarto, el hígado de un armadillo, la sangre extraída del ala derecha de un pichón blanco? ¡Ridiculeces! ¡Curanderías! Para hacerme comer un caracol me prescribe misteriosamente: Mande apresar a ese hijo de la tierra que se arrastra por el suelo, desposeído de huesos, de sangre, llevando su casa a cuestas. Mándelo hervir. Beba el caldo en ayunas. Desayunado, coma la carne. Si mi salud hubiese dependido de esos pobres yatytases, ya me habría curado. El cólico sigue enamorado de mis entrañas. ¿Qué me receta usted en tales trances? Nada más que cagarrutas pulverizadas de ratones, de cuises de monte, tostadas sobre leños de palo-brasil. ¿Cree usted que voy a dejarme atosigar por tales mejunjes? Sospecho que su sola presencia me enferma, señor protomédico: Ver aparecer de pronto sus enrulados mechones, sus canosas patillas, el reflejo de sus anteojos en la penumbra, su enorme cráneo rodando sobre patitas de cucarachas, me hace saltar de la cama al común. Omito ese gesto de suficiente hurañería que rodea su inmensa cabeza de enano: Caronte remando en su fúnebre barca al ras del suelo alrededor de mi mesa, de mi lecho, a toda hora.

Igual cosa me sucedió con los Rengger y Longchamp. 1 Fui tratado por ellos con irremediable desidia. Observaban mis grietas tal las de una tapia. No sé para qué lo he nombrado a usted mi médico particular, don Juan Rengo, le increpé una vez. ¡Lástima no tener al lado, como Napoleón, a un Corvisart! Sus mágicas pócimas permitían al Gran Hombre conservar matinalmente frescos sus intestinos. No espero de usted que me ponga el colédoco corriente y las entrañas aterciopeladas, como quería Voltaire. Tampoco puedo beberme grandes cantidades de oro potable conforme lo hacían los reyes de la antigüedad para atrasar su momento de hora, según lo he leído en alguna parte. No puedo comerme la piedra filosofal. No espero de su alquimia herbolaria el secreto de la imperial tisana. Pero al menos debió usted haber ensayado una más modesta horchata dictatorial. ¿Le he pedido acaso que me devuelva la juventud? ¿Le he exigido, por ventura, que me tensara de nuevo los nervios de la verga, ponerla en su hora de otrora sobre el cuadrante bravio? No rogarían otra cosa a todas las deidades del universo los vejarracos decrépitos, pelados, sórdidos, encorvados, cínicos, desdentados, impotentes. Nada de eso espero de usted, mi estimado galeno. Mi virilidad, usted lo sabe, es de otra laya. No se agota en la gota. No declina. No envejece. Ahorro mi energía gastándola. El venado perseguido conoce una hierba; al comerla expulsa la flecha de su cuerpo. El perro que lo persigue también conoce una hierba que lo restablece de los zarpazos y dentelladas del tigre. Usted, don Juan Rengo, sabe menos que el venado, que el perro. Médico verdadero es quien ha pasado por todas las enfermedades. Si ha de curar el mal gálico, las sarnas rebeldes, la multiforme lepra, las almorranas colgantes, primero es menester que haya padecido estos males.

Usted y su compañero Longchamp me han convertido en una criba. Ustedes son los que han asesinado con sus mortales pócimas a la mitad de los soldados de mi ejército. ¿No lo han confesado ustedes mismos en el libelo que fabularon y publicaron dos años después que yo los expulsé de aquí? ¿Quisieron difamarme en pago de la hospitalidad y todas las atenciones que ingenuamente les dispensé? Estamparon en ese libélulo que la temperatura tiene mucha influencia sobre mi humor. Cuando empieza a soplar el viento norte, leo, sus accesos se vuelven mucho más frecuentes. Este viento muy húmedo y de un calor sofocante afecta a los que tienen una excesiva sensibilidad o sufren de obstrucción del hígado o de los intestinos del bajo vientre. Cuando este viento sopla sin pausa, en ocasiones por muchos días consecutivos, a la hora de la siesta en los pueblos y en los campos reina un silencio más profundo aún que el de la medianoche. Los animales buscan la sombra de los árboles, la frescura de los manantiales. Los pájaros se esconden en el follaje; se los ve ahuecar las alas y erizar las plumas. Hasta los insectos buscan abrigo entre las hojas. El hombre se vuelve torpe. Pierde el apetito. Transpira aun estando quieto y la piel se le vuelve seca y apergaminada. Añádanse a esto dolores de cabeza y, en tratándose de personas nerviosas, sobrevienen afecciones hipocondríacas. Poseído por ellas, El Supremo se encierra por días enteros sin comunicación ni alimentación alguna, o desahoga su ira con los que le vienen a tiro, sean empleados civiles, oficiales o soldados. Entonces vomita injurias y amenazas contra sus enemigos reales o imaginarios. Ordena arrestos. Inflige crueles castigos. En momentos tan borrascosos sería para él una bagatela el pronunciar una sentencia de muerte. ¡Ah helvéticos bachilleres! ¡Cuánta maligna bufonería! Primero me atribuyen excesiva sensibilidad. Luego perversidad extrema que hace del viento norte mi instigador y cómplice. Por último, faltan a la ética de su profesión divulgando mis enfermedades. ¿Me vieron ustedes fulminar sentencias de muerte en tal estado, infligir crueles castigos, como dicen? Por mentirosos, falsarios y cínicos, ustedes debieron ser ajusticiados. Harto lo merecían. Recibieron en cambio trato amable y bondadoso, aun bajo los peores bochornos del viento norte. Lo mismo bajo el seco y agradable viento del sur que es cuando, según ustedes, canto, bailo, río solo y charlo sin parar con mis fantasmas particulares en un idioma que no es de este mundo.

1 – Los doctores Juan Rengger y Marcelino Longchamp, oriundos de Suiza, llegaron en 1818 a Buenos Aires, donde trabaron amistad con el célebre naturalista Amadeo Bonpl and. Sin presentir lo que le esperaba a él mismo en el Paraguay, en vista de la incier-ta situación política que reinaba en el Plata, el sabio francés aconsejó a sus jóvenes amigos suizos que tentaran fortuna en el Paraguay. Los viajeros encontraron que el “Reino del Terror”, pintado por algunos, era en realidad un oasis de paz en su riguroso y selvático aislamiento. Fueron amablemente recibidos por El Supremo que les brindó toda clase de facilidades para sus estudios científicos y el ejercicio de su profesión, pese a la ruda experiencia que sufriera años atrás con otros dos europeos, los hermanos Robertson, como se verá. El Dictador Perpetuo designó a los suizos médicos militares de los cuarteles y prisiones, en las que también se desempeñaron como forenses. Juan Rengger a quien El Supremo llamaba «Juan Rengo», por la fonética de su apellido y porque en realidad lo era, acabó siendo su médico privado. Bajo la sospecha de que los suizos mantenían ocultas relaciones con sus enemigos de las «doradas veinte familias», la amistad del Dictador hacia ellos se fue trocando en sorda y creciente animosidad. Tuvieron que abandonar el país en 1825. Dos años después, publicaron su Ensayo histórico sobre la Revolución del Paraguay, el primer libro escrito sobre la Dictadura Perpetua. Traducido a varios idiomas, alcanzó gran éxito en el exterior pero fue prohibido en el país bajo penas severísimas por El Supremo, por considerarlo una insidiosa diatriba contra su gobierno y un «hato de patrañas». Escrita en francés la primera parte y en alemán la segunda, puede decirse que el libro de Rengger y Longchamp es el «clásico» por excelencia, acerca de este período histórico de la vida paraguaya: «llave y linterna» indispensables para penetrar en la misteriosa realidad de una época sin parangón en el mundo americano; también en la aún más enigmática personalidad de quien forjó la nación paraguaya con férrea voluntad en el ejercicio casi místico del Poder Absoluto. (N. del C.)