antes clamabas por la sedición, ahora clamas contra ella

… atacaban a El Supremo como a una sola persona sin tomarse el trabajo de distinguir entre Persona-corpórea/Figura-impersonal. La una puede envejecer, finar. La otra es incesante, sin término. Emanación, imanación de la soberanía del pueblo, maestro de cien edades…

inquietud de tu genio. ¡Demasiado recargado todo lo que dices!

Circuncidé el aerolito. El recorte metálico bastó para fabricar diez fusiles en las armerías del Estado. Con ellos fueron ejecutados los cabecillas de la conspiración de 1820. No falló un solo cartucho a bala. Desde entonces estos fusiles ponen punto final a las parrafadas eversoras. Fini-quitan de un solo tiro a los infames traidores a la Patria y al Gobierno. Por su precisión estos fusiles siguen siendo los mejores que tengo. No se desgastan ni recalientan. Pueden disparar cien tiros seguidos. La materia cósmica no se inmuta. Continúa tan fresca como antes, una vez apagada, después de haber sufrido las mayores temperaturas del universo. Si yo pudiese cosechar aerolitos de la misma forma que la doble cosecha anual del maíz o del trigo, ya habría resuelto el problema del armamento. No tendría que andar mendigando a mercaderes y contrabandistas que me cobran a peso de oro cada gránulo de pólvora. Ahora ya no se contentan con el canje de armas por maderas preciosas del país. Quieren monedas de oro. ¡Idiotas!

Los fusiles meteóricos, mi arma secreta. Algo pesados son. Tiradores alfeñiques no sirven para usarlos. Cada uno de estos rifles cargan no menos de diez arrobas de metal cósmico. Precisan tiradores hercúleos. Sólo que después de este meteoro no pude cazar ningún otro. Una de dos: o el cielo se está volviendo más avaro que los contrabandistas brasileros de armas. O el cautiverio de un solo meteoro ha abolido por medio de una representación a la vez real y simbólica la irrealidad del azar. Si esto último, ya no debo temer las emboscadas de la casualidad. Entonces tú, el que corrige a mis espaldas mis escritos, mano que te cuelas en los márgenes y entrelineas de mis más secretos pensamientos destinados al fuego, no tienes razón. Estás equivocado de medio a medio y Yo he acertado de todo a todo: El dominio del azar va a permitir a mi raza ser verdaderamente inexpugnable hasta el fin de los tiempos.

Esto sucedió sin suceder. En aquel momento, cabalgando al tranco del moro, de cara al cielo nocturno, mi determinación ya estaba tomada. En aquel instante vi otra vez el tigre. Agazapado entre la maleza de la barranca se disponía a saltar como la primera vez sobre la sumaca detenida en la ensenada boscosa del río. A la sombra de las velas los hombres de la tripulación dormían pesadamente en el bochorno de la siesta. El moro galopaba ya a rienda suelta hacia el olor de la querencia. La chacra, la casa, avanzaron a nuestro encuentro.

Ya no iba a moverme de allí, mientras no empuñara las riendas del poder. Mangrullo-observatorio. Capilla-tebaida. Ermitaño ligado a la suerte del país, me acantoné en la choza a la espera de los acontecimientos. Allí vendrían a buscarme. La abrí a los campesinos, a la chusma, a la gente-muchedumbre, al pueblo-pueblo declarado en estado de asamblea semiclandestina. La chacra de Ybyray se convirtió en cabildo de los verdaderos cabildantes. Esto sí sucedió sucediendo.

(Circular perpetua 1 )

Por aquel tiempo vino Manuel Belgrano al frente de un ejército. Abogado, intelectual, pese a su profunda convicción independentista, vino a cumplir las órdenes de la Junta de Buenos Aires: Meter por la fuerza al Paraguay en el rodeo vacuno de las provincias pobres. Vino con esas intenciones que en un primer fermento debió de haber creído que eran justas. Vino Belgrano acalorado por ese vino de imposibles. Como en otras ocasiones, vino acompañado él también por esa legión de malvados migrantes; los eternos partidarios de la anexión, que sirvieron entonces, que sirvieron después como baqueanos en las invasiones a su Patria. Vino hecho vinagre.

Ya internado en territorio paraguayo, desde la cumbre del Cerro de la Fantasma, que algunos llaman de Los Porteños, escribe a los porteños-fantasmas de su Junta: He llegado a este punto con poco más de quinientos hombres, y me hallo al frente del enemigo fuerte de unos cinco mil hombres y según otros de nueve mil. Desde que atravesé el Tebicuary no se me ha presentado ni un paraguayo voluntario, ni menos los he hallado en sus casas, según nos habían asegurado los informes [del renegado comandante paraguayo José Espinóla y Peña]; esto, unido al ningún movimiento hecho hasta ahora a nuestro favor, y antes por el contrario, presentarse en tanto número para oponérsenos, le obliga al ejército de mi mando a decir que su título no debe ser de auxiliador sino de conquistador del Paraguay.

Comunicación de puño y letra, registra el Tácito del Plata. Al anochecer, el auxiliador-conquistador se retira a su tienda, y estando a solas con su secretario, el español Roca, le confía sus propósitos: Los enemigos son como moscas, pero en la posición en que nos encontramos hallo que sería cometer un grande error emprender ninguna marcha retrógrada. Esos que hemos visto esta tarde, no son en su mayor parte sino bultos; los más no han oído en su vida el silbido de una bala, y así es que yo cuento mucho con la fuerza moral que está a nuestro favor. Tengo mi resolución tomada y sólo aguardo que llegue la división que ha quedado a retaguardia, para emprender el ataque.

Al día siguiente se levantó un altar portátil en la cumbre de ese engañoso Horeb. El capellán de su ejército dijo la misa militar, y según el Tácito, tan cercanos estaban ya en cuerpo y en espíritu invasores e invadidos, que los milicianos paraguayos con sus sombreros adornados de cruces y velas, también la oyeron arrodillados desde la planicie. Creídos de que iban a combatir contra herejes, agrega el Tácito citando al Despertador Teo-Filantrópico, les asombró la grande maravilla de que iban a combatir contra hermanos en religión. Debió agregar, asimismo, que cuando comenzó el tole tole de las cargas de caballería los bultos se esfumaban en un soplo de sus montados. Éstos continuaban avanzando como una exhalación con las sillas vacías, hasta que los bultos reaparecían de golpe sobre ellas con las chuzas de takuara en medio de una grita salvaje rompiendo sus líneas y oídos, arramblando con todo.

Los bultos católicos pelean pues escurriendo el bulto infernal. Los tiros les salen a las tropas invasoras por la culata, como vulgarmente se dice. El jefe invasor comunica entonces a su des-gobierno: V. E. no puede formar una idea bastante clara de lo que ocurre, y que para mí mismo resulta obscuro entre el humo del desastre. Se nos ha asegurado que no encontraría a mi paso ninguna oposición según las miras de V. E.; que por el contrario la mayor parte de la población de esta provincia se iría plegando a nuestros efectivos. Me he encontrado, en cambio, con un pueblo que en un grado de entusiasmo delirante defiende la patria, la religión y lo que hay de más sagrado para ellos. Así es que han trabajado para venir a atacarme de un modo increíble venciendo imposibles, que sólo viéndolos pueden creerse. Pantanos formidables, ríos desbordados, bosques inmensos e impenetrables, los cañones de nuestra artillería: Todo ha sido nada para ellos, pues su entusiasmo, su fervor y su amor por su tierra todo lo ha allanado y vencido. ¡Qué mucho! Si hasta mujeres, niños, viejos y cuantos se dicen hijos del Paraguay, están dispuestos a soportar todos los males, a dar todos sus bienes, su propia vida por la patria.

Esto dicho después de dos sangrientas batallas en las que quedó completamente vencido. Los propios legionarios antiparaguayos que acompañan a Belgrano sirviéndole de baqueanos, los Machaín, los Cálcena, los Echevarría, la prole parásita del viejo Espinóla y Peña, los Báez y otros calandracos anexionistas, no saben qué razones dar al engañado-desengañado Belgrano.

No he venido a talar los derechos de esta provincia, declaró mientras los jinetes paraguayos arrastraban a lazo los últimos cañones abandonados en el campo por los invasores. No he venido a invadirles, conciudadanos míos; he venido a auxiliarlos, protestó bajo la bandera blanca de rendición, a orillas del Takuary. Se comprometió abandonar de inmediato el territorio de la provincia y juró por los Evangelios no volver a hacer armas contra ella, lo cual cumplió religiosamente. Hay que decirlo en su honor.

Los militones paraguayos se dejaron convencer. Las palabras consiguieron, después de Cerro Porteño y Takuary, lo que no pudieron los cañones. El jefe derrotado, en realidad triunfante, rumbeó de nuevo hacia sus pagos. El ejército vencedor lo escoltó hasta el paso del Paraná, luego de largos conciliábulos. La estolidez de los jefes criollos accedió generosamente a todo lo solicitado por el vencido sin exigirle ninguna reparación por los inmensos daños que causó al Paraguay la pretendida expedición libertadora. Cavañas, el jefe de Takuary, después infame conspirador, no tenía tinte en el cerebro de lo que estaba ocurriendo ni de lo que iba a ocurrir. Sí lo tenía, cómo se ha de decir que no, de lo que convenía a sus intereses. El principal tabaquero del país no esperaba ya regalías de los regalistas sino de los porteñistas unitarios.

Cierta razón tenían los estancieros uniformados en buscar el contubernio con los porteños. El poder real ya no era real. Los españoles brillaron por su ausencia en aquella primera patriada. La infantería chapetona se desbandó a poco de empezada la lucha. También huyó el gobernador Velazco del cuartel general de Paraguarí. Para evitar ser reconocido cambió con un labriego su uniforme de brigadier por los andrajos de éste. Le regaló además sus anteojos y boquilla de oro. Después se escondió en los altos de la Cordillera de los Naranjos. Dejó que los paraguayos se arreglaran como pudiesen.

Por algún tiempo vieron el brillante uniforme, expuesto impávidamente en los sitios de más riesgo del combate, desapareciendo por momentos y reapareciendo en otros como para infundir valor a las tropas. Un enigma, tanto para el enemigo como para los jefes paraguayos. Consiguieron al fin hacerlo refugiar detrás de las líneas. Se admiraron de la astucia, del coraje temerario, completamente insólito del gobernador, sin montura, tan bien disfrazado en ese hombre barbudo de tez obscura, manos callosas, pies descalzos. Los espejuelos y boquilla de oro brillaban bajo el galerón. Cavañas, Gracia y Gamarra en un primer momento le hicieron consultas; le pidieron órdenes por señas. La muda presencia les contestaba con movimientos de cabeza mostrándoles siempre los recovecos del triunfo. Sólo después de la victoria, cuando el gobernador reapareció para retomar el mando, disfrazado con las ropas del campesino, los jefes sospecharon los reales motivos de la impostura. ¿Quién es usted?, le pregunta Cavañas. Soy el gobernador-intendente, comandante en jefe de estas fuerzas, dice altivamente don Bernardo, quitándose el aludo sombrero de paja que le oculta el rostro. ¡El mismo que viste y calza!, se admira risueño Gracia. ¡Vaya la gracia del asunto! ¿Dónde ha estado S. Md. señor Gobernador?, le vuelve a preguntar Cavañas. En lo alto de los Naranjos observando las evoluciones de la batalla. ¿Y usted de dónde ha salido?, preguntan al campesino completamente desnudo, medio muerto de miedo. Yo… murmura el pobre hombre cubriéndose las vergüenzas con las manos. ¡Yo vino… yo vino a mironear un poco el bochinche nornas!

1 «Lean muy atentamente las anteriores entregas de esta circular-perpetua de modo de hallar un sentido continuo a cada vuelta. No se pongan en los bordes de la rueda, que son los que reciben los barquinazos, sino en el eje de mi pensamiento que está siempre fijo girando sobre sí mismo.» (N. de El Supremo.)