Así terminó mi última entrevista reservada con el gobernador Velazco, que ya estaba en vísperas de ser arrojado al aljibe de la destitución.

¿Qué es ese ruido de charanga, Patiño? Su Excelencia está volviendo del paseo. Alcánzame el catalejo. Abre bien los postigos. Despliega todos los tubos. Alguien agita los brazos allá lejos. Está llamando, pide auxilio. Ha de ser ese mosquito nomás, Excelencia, pegado al vidrio. Límpialo con el trozo de bayeta.

Una lámina de azogue se levanta de golpe. La bahía, el puerto, los barcos, lanzados contra el cielo. El Arca del Paraguay en carena, ya casi lista para ser botada. ¿Quién te ha dicho que el maderamen se ha podrido enteramente? Aseguranzas de los calafates, de los carpinteros de ribera, Señor; hace veinte años que está abandonada al sol, a las lluvias, a las sequías. ¡Mientes! Olor a brea caliente trae el viento norte a remezones. Oigo el golpeteo de los martillos. Retumban las herramientas en el vientre del Arca. Yo estoy allí dirigiendo los trabajos, dando órdenes a mis mejores armadores, Antonio Iturbe, Francisco Trujillo, el italiano Antonio de Lorenzo, el indio artesano Mateo Mboropí. Veo el Arca toda roja y azul. Su mascarón de proa rasga las nubes. ¡Ahora sí real, definitiva! Tercera reconstrucción del Arca del Paraguay. Tres veces rehecha, resucitada. ¿La ves tú también, Patiño? Completísimamente, Señor. ¿Dónde la ves? Allí donde Vuecencia la pone. Tal vez sólo estás queriendo complacerme una vez más por adulonería. Si fuera así, Excelencia, el catalejo que Vuecencia tiene puesto sobre los ojos sería otro vil adulón que le muestra lo que no existe.

Cuando logre restablecer la libre navegación, el Arca del Paraguay llevará hasta el mar la enseña de la República izada al tope. Bodegas repletas de productos. ¡Mira! ¡Se va deslizando sobre los rodillos del astillero! ¡Flota! ¡Flota, Señor! Repítelo con todas tus fuerzas

oootaaa Seeeñooorrr

Veo los cañones sobre cubierta. ¿En qué momento los han instalado? Los cañones están en la barranca, Señor; son las baterías que defienden la entrada del puerto. Pero entonces, Patiño, si los cañones no están en el puente del Arca, tampoco el Arca está donde está. No, Señor, el Arca está donde Vuecencia la ve. ¿Por qué ha cesado de pronto el ruido de los trabajos? Era la charanga de la escolta nomás, Señor. Esto es lo malo, mi estimado secretario. Oigo un silencio muy grande. Da orden a los comandantes de cuarteles que desde mañana todas las bandas de músicos vuelvan a tocar sin parar desde la salida a la entrada del sol. Su orden será cumplida, Excelenciencia.

Sobre la barranca, al alcance de la mano, el naranjo de los fusilamientos. Seco, las ramas retorcidas, el tronco una sola costra de tiña. ¿Quién es aquel centinela de la ribera que ha colgado su tercerola de una de las ramas? Señor, es el fusil que quedó embutido en el árbol hace mucho tiempo. Ese idiota ha puesto a secar allí su chaqueta, su camisa, su corbatín. ¿Qué acto de indisciplina es ése? Manda arrestarlo. Di al oficial de guardia que le dé un mes de calabozo a pan y agua. Podría cuidar mejor su uniforme. Señor, no alcanzo a ver al incurioso centinela. No me avanzo a ver sus ropas. Eso no prueba que no estén hechas un andrajo. Tal vez, Señor, el centinela esté con la ropa de Adán nomás. Da la orden, de todos modos.

(En el cuaderno privado)

Del otro lado del riacho Kará-kará lavanderas baten ropa en la orilla. Muchachuelos se bañan desnudos. Uno de ellos mira hacia aquí. Levanta el brazo. Señala la Casa de Gobierno. Una de las mujeres, santiguándose, lo arroja al agua de un capirotazo. El negrito pega un chapuzón. Las mujeres han quedado inmóviles. Esa gente no se engaña. Me ven cabalgando el cebruno. No se engañan. Saben que ese Yo no es El Supremo, a quien temen aman. Su amor-temor les permite saberlo, obligándoles a la vez a ignorar que lo saben. Su miedo es toda la sabiduría que tienen. No ser nada. No saber nada. Girasoles obscuros, su aflicción proyecta su sombra sobre el agua. Qué saben de fémures cruzados, de palabras cruzadas, de cruzadas cruciferas. Volúmenes y volúmenes de ignorancia y saber humean de sus bocas. Fuman inmensos cigarros mientras blanden el palo y blanquean montones de ropa. Se han reído meses enteros del mascarón de proa del Arca que Mateo Mboropí labró con forma de cabeza de víbora-perro. Si el viento pega de frente y se le mete por la boca, el monstruo pintado ladra con aullidos cortados por accesos de tos muy acatarrada. Se han reído años de esa figura que no entendían, de ese lamento que entendían menos aún. Hasta que del mascarón no quedó sino un pedazo de quijada.

Hace mucho que no se ríen. Saben menos que antes. Su miedo es mayor. De una orilla a la otra, las lavanderas se arrojan el nombre de un personaje fantástico. Luego cantan. Sus canciones llegan hasta aquí. Llegan a espiar, iguales a las palomas mensajeras que he mandado al ejército. Voy, digo, a ver. Voy, digo, a oír. Una tarde me acerqué al riacho. Pregunté a una lavandera de qué se reía. Su risa trocóse en incredulidad muy grande. Miróme a los ojos parpadeando a lo desconocido, tal si yo mismo hubiese regresado a la infancia. ¿De qué nace el pez?, le pregunto. De una espina muy chiquita que anda en el agua, dice la mujer. ¿De qué nace el mono?, le pregunto. De un coco que anda por el aire, dice. Y entonces, ¿el cocotero? El cocotero nace del pez, del mono y del coco. Y entonces nosotros, ¿de qué nacemos? Del hombre y la mujer que se salvaron en un cocotero muy alto durante el Diluvio. dice el Paí en la iglesia, Señor. Pero mi madre fue un trompo, de tan sarakí que fue, y mi padre, el látigo de ese trompo. Cuando los dos se quedaron quietos, nací yo. Dicen. Pero saber no se sabe, porque el que nace no sabe que nace y el que muere no sabe que muere. Bien dicho, dije y me fui echando sus risas a mi espalda.

De haberme podido llegar esta tarde hasta el riacho habría preguntado a las lavanderas si también vieron ellas caer la manga de pájaros ciegos a las cinco de la tarde hace un mes, tres días después de la tormenta. Les habría preguntado si oyeron gritar a esos pájaros que vinieron del norte. Para qué. Nada saben, nada vieron, nada oyeron.

Ya no escucho la charanga. En diecisiete minutos entrará Él por esta puerta. Entonces ya no podré seguir escribiendo a escondidas.

La cara acalaverada me observa fijamente. Remeda los movimientos de mi ahogo. Clavo las uñas en la nuez, aferró la tráquea que bombea el vacío. El espectro de cara de momia hace lo mismo. Tose. La risa descompuesta me golpea por dentro la tapa del cráneo. Seguirá observándome aunque me acomode a desmirarlo. Ignorarlo. Encogerme de hombros. Encógese de hombros. Cierro los ojos. Cierra los ojos. Me figuro que no está ahí. No; no se ha ido. Me observa. Destruirlo de un tinterazo. Agarro el tintero. Agarra el tintero. Peor si logro adelantarme. El viejo esquelético quedaría clavado, multiplicado, bailoteando en los fragmentos de a luna, del redondel de vidrio empañado de sudor. Gira hacia las rejas. Lo pierdo de vista. Por el rabillo del ojo veo que me ve. Monstruos. Animales quiméricos. Seres que no son de este mundo. Viven clandestinamente dentro de uno. A veces salen, se distancian un poco para acecharnos mejor. Para mejor alucinarnos.

¿Qué ves en ese espejo? Nada de particular, Excelencia. Fíjate bien. Bueno, Señor, si he de decirle lo que veo, lo mismo de siempre. El retrato del señor Napoleón a la izquierda. ¿Qué más? El retrato de su compadre Franklin a la derecha. ¿Qué más? La mesa llena de papeles. ¿Qué más? La punta recortada del aerolito con el candelero encima. ¿No ves mi cara? No, Señor; únicamente la caravela. ¿Qué caravela? Digo, la calavera que Vuecencia ha tenido desde siempre en la mesa sobre el paño de bayeta colorada. Vuélvete. Mírame. Levanta la cabeza, levanta esos ojos rastreros. ¿No sabrás alguna vez mirar de frente? ¿Cómo me ves? A Vuecencia yo siempre lo veo trajeado en uniforme de gala, con su levita azul, el calzón blanco de cachemir. Ahora que acaba de volver del paseo lleva puesto el pantalón de montar color canela, algo esponjado en las entrepiernas por el sudor del caballo. Tricornio. Zapatos de charol con hebillas de oro… Nunca usé hebillas de oro ni cosa alguna que fuese de oro. Con su perdón, Excelencia, todos le han visto y descrito con este atuendo y figura. Don Juan Robertson, por ejemplo, lo pintó a Vuecencia en esta traza. Por eso te mandé quemar el mamarracho pintado por el inglés en que me hizo aparecer bajo extraña imagen, mezcla confusa de mono y niña malhumorada, chupando la inmensa bombilla de un mate, que nada tenía de mate paraguayo; para peor, sobre el fondo de un paisaje del Indostán o del Tibet, en nada semejante a nuestra libre campiña. Quemé ese retrato, Excelencia, con mis propias manos, y en su lugar volví a poner, por su mandato, el retrato del señor Napoleón, cuya figura majestativa tanto se parece a la suya. Quemé el retrato pintado por el inglés, pero quedaron esos papeles que le secuestramos. También en ellos está pintada la figura de Vuecencia. ¿Qué figura? La estampa de nuestro Primer Magistrado, que el gringo contempló cuando el primer encuentro con Vuecencia en la chacra de Ybyray. Me di vuelta, dice a la letra el anglómano, y vi a un caballero vestido de negro con una capa escarlata echada sobre los hombros. Tenía en una mano un mate de plata con una bombilla de oro de descomunales dimensiones, y un cigarro en la otra. Bajo el brazo llevaba un libro encuadernado en cuero de vaca con guarniciones de los mismos metales. Un muchachuelo negro con los brazos cruzados esperaba junto al caballero. El rostro del desconocido… vea, Excelencia, la desfachatez del gringo. ¡Llamar a Su Merced, El Desconocido! Continúa, bribón, sin hacer comentarios por tu cuenta. El rostro del desconocido era sombrío y sus ojos negros muy penetrantes se clavaban en uno con inmutable fijeza. Los cabellos azabache peinados hacia atrás descubrían una frente altiva, y cayendo en bucles naturales sobre los hombros, le daban un aspecto digno e impresionante, mezcla de fiereza y bondad; un aire que llamaba la atención e imponía respeto. Vi en sus zapatos grandes hebillas de oro. Repito que nunca usé hebillas de en mis zapatos ni nada que fuese de oro en parte alguna de mi indumentaría. Otro extranjero, Excelencia, don Juán Rengo, también lo vio vestido de este modo cuando con su compañero y colega don Marcelino Lonchan llegaron a esta ciudad el 30 de julio de 1819, cuatro años después del destierro de los anglómanos. ¡Estampa imponente la del Supremo Dictador!, escriben los cirujanos suizos en el capítulo VI, página 56 de su libro: Llevaba puesto aquel día su traje de ordenanza, casaca azul con galones, capa mordoré puesta sobre los hombros, uniforme de brigadier español… Jamás usé uniforme de brigadier español! Habría preferido los andrajos de un mendigo. Yo mismo diseñé las vestiduras que corresponden al Dictador Supremo. Razón que le sobra, Excelencia. Los extranjis suicios e inglésicos eran muy ignorantes. No se dieron cuenta de que el uniforme de nuestro Supremo era un supremo y único uniforme en el mundo. No vieron sino la capa mordoré, chaleco, calzones y medias de seda blanca, zapatos de charol con grandes hebillas de oro… ¡Pobres diablos! Ven la insignia de mi poder en las hebillas de mis zapatos. No pueden mirar más alto. Ven a tales hebillas cosas de maravillas: El caduceo de oro de Mercurio, la lámpara de Aladino. Del mismo modo podrían pintarme con las plumas del Pájaro-que-nunca-se-posa, emponchado en la capa del Macabeo, rayando el piso con las espuelas de oro del Gran Visir. ¡Exactísimo, Excelentísimo Señor! Eso es lo que vieron los extranjís. Cómo me ves tú, te pregunto. Yo, Señor, veo colgada de su hombro la capa negra de forro punzó… No, patán. Lo que me cuelga del hombro es la bata de dormir el sueño eterno hecha jirones, la bata andrajosa que ya no alcanza a cubrir la desnudez de mi osamenta.