– ¡Usted me ha dicho que es partidario de la política de no intervención!

– ¡Pero le está pegando!

– ¡Con mayor razón, pues si hemos de intervenir, siempre será en favor de los que pegan!

La sirena de un barco cuajó su sonido en la distancia. El manco no dijo nada, pero cuando estuvo en la nave blanca que había entrado a cargar correspondencia, comunicó a Geo su decisión de volver a Nueva Orleáns. Ya su equipaje estaba a bordo, y al despedirse, sacando la voz sobre el barullo del cadenaje que levantaba el ancla, gritó en inglés:

– ¡Somos el hampa, el hampa!… -Ya no le oían, sólo se veía su mano de muñeco-. ¡El hampa de una nación de las más nobles tradiciones!

III

Chipo Chipó… Chipo Chipó… Chipó Chipó… Inasible por su nombre, se fue volviendo para las patrullas que lo buscaban algo así como la escarcha, sudor helado que amanecía sobre los cactos y se esfumaba al salir el sol a encalar el cielo y la tierra de amarillo, amarillo que ver fuera de techado era quemarse los ojos con todo lo que ardía en el incendio de la costa.

Con el nombre de Chipo Chipó salía al claro de los caminos, pero al sólo nombrarse él mismo Chipo Chipo, desaparecía y quedaba flotando, de su ser de gato de monte, la fuerza del ensalmo, entre los micoleones, las ardillas y los monos gritones, para reaparecer al nombrarse él mismo Chipó Chipó, y estabilizarse en el Chipo Chipó.

El hervor de los pantanos, ampolladuras gigantes de aguas estancadas bajo el peso de la tiniebla verde, esponjada, de las selvas sin rumor, luz de plata negra y atmósfera de horno de vidrio, se turbaba con su paso por las piedras, su respiración de hombre con los pulmones llenos de peces-moscas para respirar bajo el agua, o su descolgarse por los bejucos, entre las ramas, alas de murciélagos gigantes, o su trepar por los troncos después de haber dormido sobre las hojas secas.

Nadie sabía pronunciar su nombre como él para aparecer o desaparecer en un momento, estar o no estar en un sitio. Y soplo fue en las chozas, soplo ácido de aliento de hombre que amasa harina de yuca, cuando habló y dijo áspero, duro, directo: «Les van a mercar las tierras para echarlos de aquí.» Los propietarios, sus mujeres y sus proles numerosas, hembras y machitos, parecían empinados de tan flacos, de tan desnudos, afilados de las orejas, de las narices, de los hombros, al oírlo hablar, dar la voz de alarma por pueblos y caseríos, tierra adentro y a lo largo del río Motagua.

«De 'rompida' los días se rasgan así», hablaba, «los días que no parecen tener nada raro, que son como todos los días, se rasgan así de 'rompida'». Así se rasgó su día la mañana que abandonó su casa, ahora decomisada, vacía, sin gente, y el de los principales en los Ayuntamientos, cuyo andar empezó cuando Chipó les previno que fueran a la ciudad en demanda de amparo, para no ser despojados así no más. ¡Cuánta esperanza reunida en torno de los alcaldes y síndicos que aguantaban los ataúdes de los zapatos para ir a la capital, y el vestido de jerga, y la camisa almidonada, sin faltar el corbatín negro de lazo hecho en forma de trébol! Y marchaban con los títulos de propiedad hediendo a papel húmedo, al óxido de los tubos de lata en que los guardaban, borrosos los sellos color de cobre, sellos no matados, muertos de viejos. Esa auténtica antigüedad de los papeles que hablaban de derechos sagrados en las manos vigorosas de los cabezas de pueblos, mientras los jóvenes se podaban las ganas de empezar a echar «riata» con sus escopetas y machetes.

Las escoltas entraban y salían de los ranchos, sin orden ni permiso, en busca de Chipó, aunque más llegaban a pedir de comer, cansados de monte y agua, monte y agua, agua carredeando en el río o llovida de las nubes que se juntaban a hacer sombra sobre el cielo de fuego.

Al preguntar en las aldeas y rancherías por el fugado, si hombres les contestaban, acentuaban y decían Chipó; si mujeres tragábanse el acento al pronunciar suavemente Chipo. ¿Qué clave, qué mafia, qué enjundia encerraba aquel diferente acentuar hombres y mujeres el nombre del hijo de Chipopo Chipó, nieto de Chipo Chipopó?

¡Yo sé los versos del agua,

sólo yo, Chipo Chipó;

soy hijo de una piragua

que en el Motagua nació!

Pero las escoltas, además de gastar caites para seguir al prófugo -de tanto pensar en su captura a veces les daba la idea de que iba con ellos- sembraban el terror con su presencia, atemorizando a los que tenían tierras con la amenaza de quitárselas por la fuerza, visita a la que seguía la del Papa Verde, «rubio sacerdote del progreso», como llamaba doña Flora al novio de su hija, Maker Thompson, aparecido que asomaba proponiéndoles comprárselas al furioso contado -por los ojos les metía las monedas de oro- y al precio que le pidieran.

Los camperos, flacos pero macizos unos, otros con el paludismo, fiebre de pantano que los iba volviendo verdes, le daban la callada por respuesta. Ni sí ni no. Hueso, pelo y sudor silentes.

Al cabo de un rato, conminados por doña Flora para que resolvieran -amenazas, promesas, injurradera- uno de los más viejos patrocinaba un evasivo:

– Pues se verá, pues…

Y todo flotaba en el aire, casi líquido caliente, metal solidificado de tapadera de olla hirviendo; los improperios de doña Flora, los ladridos dentados de los chuchos, el jocear de los coches, el aletear de los gallos tras las gallinas, menos aquel «pues se verá, pues» que no caía afuera, sino en el interior de sus personas, como un eco remoto, porque ni remotamente estaban pensando deshacerse de sus tierras.

– Pues se verá, pues…

– ¡No se verá, carajo! -respingaba doña Flora.

– ¡Se verá, doña Florona!

– ¿Pero qué es lo que se verá?

– ¡Eso ái veyan ustedes!

– ¿Vendes o no vendes? ¿Venden o no venden? Contesten de una vez. El señor es ocupado y no puede estar aquí perdiendo su tiempo. Se les va a pagar a precio de oro, al contado, chan con chan, no sé qué es lo que esperan.

Callaban. Se les oía parpadear, sudar, tragarse la saliva.

– Lo fregado es que van a salir jodidos si no le venden al hombre este -insistía doña Flora-. Yo sé lo que les digo. Llévense de mi consejo. Si la autoridad interviene se los van a quitar todo. Mandan la escolta, los echan a la mierda y no sacan ni un peso.

Callaban. Huesos, pelo y sudor silentes.

El vaho de la calentura de la tierra ahogaba a los compradores que optaban por seguir adelante. Somnolencia. Moscos. Tábanos. No valía la pena apearse, hacerles la visita, mostrarles las monedas. Desde sus cabalgaduras les rociaban las propuestas a hombres y familias amontonados en la puerta de los ranchos, piojos, mugre, sueño, vestidos de remiendos, camisa y calzón los varones, o sólo taparrabo, naguas color de lluvia las mujeres con las tetas al aire, y los niños sin vestimenta.

Al final del recorrido, más que el cansancio físico, les agobiaba la fatiga moral de la derrota, fatiga y rabia de sentirse impotentes para vencer con dinero la resistencia de los pequeños propietarios a desprenderse de sus tierras. ¿Quiénes eran para no dejarse tentar por el oro, para encoger las manos y no recibir los puños de monedas que brillaban más que el sol a cambio de parcelas expuestas a las crecidas del río, la amenaza del tigre, el azote del chapulín? No eran humanos. Eran raíces. Raíces. Y no quedaba sino arrancarlas, exterminarlas, como parte de los bosques que ya se descuajaban en los terrenos baldíos para empezar las plantaciones.

– Echémonos aquí en el monte -propuso doña Flora, ya descabalgando de la yegua baja, retinta y andadora que montaba-. No sé, pero la terquedad de estos bestias de mis paisanos me cansa. Son unos solemnes brutos. Bien decía mi abuela que el mayor de los males es tratar con animales. Dichosos ustedes que allí sólo gente civilizada tienen. Nosotros, aquí, ¿qué vamos a hacer con esta ralea?

El yanqui se descolgó de su mula prieta y vino a tenderse al lado de ella, en un claro del matorral, bajo una higuera.

– ¡Qué fino es usted, fuma y no convida!… ¡Yo también tengo hocico! -y aproximó los labios juntos, como para dar un beso, al cigarrillo que aquél le puso en la boca ya encendido.

– No tenía otro, por eso no le ofrecí.

– Entonces fúmelo usted…

– No, ya lo tiene usted en la boca…

– Bueno, fumémoslo entre los dos si no tiene asco.

Maker Thompson no contestó. El humo alejaba los mosquitos. Sólo después de un rato se oyó su voz:

– No por muy cansada se queda Mayarí en casa. Yo le quería hablar de eso…

– No por muy cansada ni por no muy cansada… ¡Jerigonza la que se gasta usted, por la gran su mica miona!… Se queda en casa, porque es enemiga de los business de «vendes o te jodés». Estudió para maestra recibida y sólo le faltó el título. El título, porque todo lo demás lo tiene. Inútil, mandona a su manera, triste y alegre como el perejil. ¡Pobre mi hija, le vendría bien irse al puerto a casa de sus padrinos, los compadres Aceituno! Allá la mando siempre que se desespera aquí conmigo. Como los viejos no tienen hijos, la miman. Se desespera porque no hace nada. Y así era yo, pero enviudé muy joven y no tuve más que apechugar, abrir las piernas para montar a caballo como hombre -yo siempre había montado como señorita con las piernas juntas- y cambiar la polvera por la pistola.

Hinchó el pecho para soltar un hondo suspiro. Dentro de la blusa, ya para saltar, temblaron sus senos morenos.

– Está como desencantada -dijo Geo-, me ve como si yo fuera un forajido, una bestia, una máquina…

– ¡Pobre, fue siempre todo lo contrario de mi persona, soñadora a lo baboso, porque se puede ser soñadora como yo, con la tajadota en la mano, y esto no ha dejado de crear cierta enemistad entre nosotras! Por eso quiero que se casen ustedes pronto y se vayan a vivir a las tierras que ella heredó de su padre.

– Lo malo es que parece que ya no se quiere casar conmigo…

– ¿Ella se lo hizo saber o usted de adelantado lo está inventando?

– Ella me lo dijo…

– ¿ Últimamente?

– Sí…

– Viarazas de pollita con calentura, ya le pasarán… Es que usted también…, también… ¡Qué gente para no tener «vení acá» fuera de los galanotes que son!… ¡Ni gracia… ni picardía!… ¡Ya mero le muestro yo cómo es del amor la verdadera seña!… ¡Pobre mi hi… ja… ja… ja… con este hombrón que no sabe el punto de bolita!… ¡Ya mero le digo así se hace!… -Y se apropió de la mano del gigante rubio, oloroso a agua de Colonia seca, inexistente junto al fuerte almizcle de su transpiración de hembra, pero lo soltó casi en el acto, riéndose a carcajadas de espaldas sobre el césped.