– Ensangrentados quedarán los caminos -agregó- donde hubo ahorcamientos. La pequeña justicia del hombre mestizo nos entregará al blanco, calabozo y látigo nos esperan, pero nuestros pechos quedarán bajo la tierra en quietud, hasta que llegue el día de la venganza que verán los ojos de los enterrados, más numerosos que las estrellas, y se beba la jícara con sangre. El temor es el hueso de la garganta que se vuelve saliva. Yo no lo siento. Tengo la boca seca y hablo en paz. Tú eres la yerbabuena y llorarás por nosotros cuando venga la pelea.

– ¡Cómo poder evitarla!… Las municipalidades ya se han reunido, y los vecinos se dan la voz de alerta todos los días. Si yo puedo hacer algo…

– ¡Nada, dar olor como la yerbabuena!

– Chipo…

– Y si te casas con el Papa Verde, yunque con brazos de mono, ni eso podrás, ni dar olor de yerbabuena.

– No me casaré con él…

– ¿Y el traje de novia?

– Lo vestiré para casarme con otro…

– Con el río Motagua no hay quien se case…

– ¡Yo me casaré!

– Esperarás la gran luna, la luna del maíz…

– Esperaré la gran luna…

– Te llevaré en mi barca…

– ¿Qué seña me das, Chipo Chipó?

– Un sartalito de perlas, de nueve perlas, las nueve perlas de Chipo-po-po-po-po-po-po-pol.

Al cuartel instalado planicie adentro en una casa vieja asomó el sargento y la patrulla que operaba por las propiedades de doña Flora viuda de Palma, con el hombre que les pareció sospechoso por llevar la cara tiznada, caracoles en las orejas, y una tortuga en la cabeza en lugar de sombrero.

– Que se lave la cara y se quite esas babosadas, para que yo lo pueda interrogar -dijo el capitán palúdico hasta los zapatos que le quedaban flojos, pues con el paludismo se achiquitan y enflaquecen hasta los pies. Era el jefe del destacamento.

Y al volver el preso con la cara limpia, los caracoles y la tortuga en la mano, el capitán preguntó:

– ¿Qué parte trae, sargento?

– Andar vestido de jicaque…

– No la joda… -dijo por lo bajo el capitán-. ¿Qué hizo? ¿Por qué lo trae?

– Como desapareció tantito hoy la hija de doña Flora, una llamádase Mayarí Palma… Me se olvidaba, es que le mandó a decir que si no tenía usté noticias de ella, que la buscáramos.

– No veo qué relación puede haber entre la desaparición de esa niña y este hombre… Y a vos, ¿qué te dio por tiznarte la cara y ponerte los caracoles en las orejas y la tortuga en la cabeza? No se les quitan mañas a ustedes.

– Por la luna, siñor… La luna va a salir grande hoy en la noche, y la tortuga y los caracoles alumbrados por la luz de esta luna dan virilidad, poder fecundo.

– Bueno, si cuando hay luna llena todos los impotentes se tiznaran la cara y se clavaran esas babosadas en las orejas y en la cabeza, ya usted, sargento, tendría para divertirse.

Otra escolta, al mando de un cabo, avanzó con otro sujeto disfrazado en la misma forma.

El capitán, como en el caso anterior -ya había un precedente-, ordenó que se lavara el tizne de la cara, se quitara los caracoles de las orejas y se apeara la tortuga que traía amarrada a la cabeza.

El parte del cabo era más completo. Se le capturó mientras vestido en esa forma hacía sahumerios con incienso y pom, hablando de las nupcias de una virgen con el río Motagua, hoy en la noche, al estar la luna en lo más alto del cielo.

El capitán enarcó las cejas para descubrirse los ojos vidriosos que se le dormían bajo los párpados medio cerrados, el frío feróstico de la fiebre que ya le iba a entrar.

– ¿Dónde lo capturaron y cómo supieron que decía esas cosas?

– En un caserío que hay al borde del río. Buscando algo de comer nos metimos por entre unos chilares hasta allegarnos al rancho. Acercamos el ojo pa ver adentro, y pelamos la oreja, y lo dicho, jefe. El hombre éste en lo de los sahumerios y las invocaciones. «¡Te la damos para que no haya sangre!», así decía. «¡Nuestros pechos quedarán en quietud bajo las aguas, bajo los soles, bajo las semillas, hasta que llegue el día de la venganza, en que verán los ojos de los enterrados!»

– ¿Y usted, sargento, dice que dasapareció misteriosamente la hija de doña Flora, esa que se está por maridar con el gringo?

– Sí, mi capitán…

– ¿Y la mamá?

– Se fue con el novio para el puerto en la creencia de que la muchacha haiga agarrado para por ái con unos sus padrinos.

– Pues hicieron bien en acarrear con éstos, porque si no aparece la joven esa en el puerto… Póngalos separados, uno en cada una de las piezas que arreglamos para calabozos, con centinela de vista y prohibición de que se hablen entre ellos. Si a la muchacha esa la agarraron los brujos…

El calor sofocante, calor y fiebre, lo amargo de la boca, el invencible sueño de momia viva. Telarañas color de orines de quinina y cada palúdico convertido en un gran anofeles. Si todos los males se curaran con caracoles y tortugas. La impotencia ante la vida en que lo mantiene a uno la costa. Hecho un molote de tendones fláccidos, más hueso que carne, se enroscó el capitán en la hamaca, los ojos de vidrio, los clientes amarillos. El tufo de fríjol sancochado le trastornó el estómago. Se levantó antes de vomitar lo que no tenía y alejóse con las manos sepultadas en los bolsillos. Al final de la planicie iba saliendo la luna, redonda, inmensa, no como un satélite, sino como dueña y señora de la tierra.

– A las cuatro de la mañana pasa un tren de carga… -anunció Geo Maker Thompson a doña Flora, después de hablar con el jefe de trenes-, y de Mayarí me informé que no la vieron llegar a la estación; son amigos y la hubieran visto tomar el tren de pasajeros; otro tren no ha pasado.

– Yo también anduve preguntando y nadie me supo dar razón; ahora lo que hay que asegurarse es que ese tren de carga pare aquí, que no se vaya a pasar de largo, porque entonces sí que nos rompen. ¿Cómo llegamos al puerto? Y por todo es mejor llegar allá lo antes posible.

– Para con seguridad, por eso no hay pena; tiene que enganchar varios carros de fruta.

– Allí tal vez cargaron la mía…

– No sé, pero mejor, así usted se trae su dinero de vuelta, ¿no le parece?…

– Mirándolo bien es un gran negocio. Lo que falta es que empiece a producir la plantación que se hizo en los terrenos de Mayarí. ¡Pobre patoja! Muchacha tonta, indefensa ante la vida… Mejor me da lástima…

– Yo pienso lo contrario. Le voy a contar el caso. Cuando me le declaré, día a día le reclamaba la respuesta…

– Terquedad de enamorado…

– Terquedad de enamorado, como usted dice. Y no me contestaba, y no me contestaba, hasta el día en que usted llegó a buscarla. Ese día me citó al muelle a las cinco y media de la tarde y del muelle me dijo que si la acompañaba de paseo a los islotes. Allá fuimos gozando de la brisa, muy de la mano, yo pidiéndole desde luego que me correspondiera o me dijera que no.

– Yo a mi marido estuve seis meses para aceptarlo.

– Pues bien, al entrar en uno de los islotes, se soltó de mi mano y marchó adelante. Yo la seguía y la seguía, pero poco a poco me fui dando cuenta que el juego era peligrosísimo. Hubo un momento en que pensé volverme, tomar una barca y salir a recogerla al mar.

– ¿Y por qué usted no la llamaba?

– Porque eso era lo que ella quería, que yo la detuviera…

– ¡Qué malo!

– El islote empezó a perder superficie y ella a sumergirse en el líquido cristal del agua, como si tal cosa, sin acortar el paso, con el agua hasta las rodillas… No pude más… La llamé a gritos… -doña Flora le había agarrado las manos-. La llamé a gritos… Eso era lo que esperaba… Se detuvo y al venir a mí y refugiarse en mis brazos, me dio un largo beso.

– Realmente que es una extraña manera… Bueno, lo que ella quiso es probarlo… Me deja usted confusa… ¿Y qué es esto? Yo, agarrándole las manos… estoy tan nerviosa… Y eso confirma mi suposición, lo que le dije en casa: se vistió de novia para tirarse al río…

– ¡Tanto no creo!

Y por no afligirla más -¡qué negociaba!- no le contó que Mayarí decía siempre que estaba arrepentida de no haberse arrojado al mar aquella vez, de haber vuelto cuando él la llamó.

Las palmeras bañadas por la luna semejaban surtidores de agua verde, silenciosa, rutilante.

– ¡Qué noche la que fue a escoger esta amolada!… Con lo que usted me acaba de contar del islote, no sé… no sé a qué voy al puerto… La luna, el agua, el vestido de novia, todo se junta…

El tren pitó a la distancia. La estación de láminas acanaladas pintadas de alquitrán, los rieles largos como sus lágrimas, los brequeros igual que muñecos sobre los vagones, lámparas agitándose para el movimiento del enganche, poco brillantes en la claridad meridiana de la luna majestuosa.

Lo abordaron, acompañados por el jefe de trenes. Doña Flora repetía a cada momento: «¡No sé a qué voy al puerto!… ¡No sé a qué voy al puerto!…»

El contacto de la luna y el agua transparente era música. Se oía. Se oía un canto enmadejado, profundo, sacudido entre las olas, apagándose en las playas, rozando las rocas, desnudando el miedo batracio de las piedras medio sumergidas en la corriente. No es fácil decir lo que le falta al agua para hablar, pero su fábula de cristal y espuma saca lenguas de astilladas puntas diamantinas para decir adiós a los que se quedan en las riberas: los árboles vetustos, las fluviales enredaderas de quiebracajetes, las palmatorias nevadas de cera de los izotales, las huellas verdes que en el aire semejan las tunas; y para decir vamos a lo que en el fluir de sus moléculas rodantes le acompaña, desde la arena movible revuelta con oro, hasta pedazos de montaña.

Mayarí, eterna enamorada del agua, sabía que esta vez realzaría su gran sueño, que esta vez no habría voz humana que la hiciera regresar de su ambicionado viaje a los líquidos profundos. Geo la recobró aquella vez de la inmensidad del mar, al llamarla, y se refugió en sus brazos creyéndolo transparente. Pero Geo era de sólidas paredes, de oscuridades que la encerraron, como en una tumba, oyendo hablar de números.

Esta vez sería la feliz esposa de un río. Probablemente nadie se da cuenta de lo que es ser la esposa de un río, y de un río como el Motagua, que riega con su sangre las dos terceras partes de la sagrada tierra de la Patria, por donde hicieron camino los mayas, sus antepasados, que viajaban en balsas de coral rosado, y más tarde frailes buenos, encomenderos y piratas en grandes o pequeñas barcas movidas a remo a pica por esclavos encadenados, desde los rápidos, hasta donde la corriente, en la desembocadura, pierde impulso y se torna sueño de talco entre cocodrilos y eternidades.