Al acercarse a la casa vieron que la escolta ya estaba, ya había llegado, por el sargento que aproximóse a saludarlos. Los soldados dormían bajo una enramada. Soltaron los caballos y subieron al corredor. A doña Flora le tardaba el tiempo de gritarle un par de verdades a su hija. Helechos en macetas, orquídeas, hojas de colores, sillones, cornamentas de venados, mesas, sillas de descanso, capoteras, jaulas…
Doña Flora apresuró el paso -el corredor era largo- para ganar las habitaciones interiores, ya reclamando a voces la presencia de su hija.
– ¡Mayarí!… ¡Mayarí!…
Nadie respondió.
– ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… -la fue llamando a voces por su cuarto, por el comedor, por el costurero, por el cuarto de los santos…-, ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… ¿Adonde habrá ido esta loca? -se preguntaba en voz baja-…a la cocina…, a los corrales… -y siguió llamándola-: ¡Mayarí!…
– No, por aquí no vino… -decía la cocinera, una enana con las trenzas pegadas a la cabeza como estiércol de vaca.
Pasaron las horas. De los corrales volvió doña Flota a ver si faltaba algo en los armarios. No faltaba nada. Su ropa. Sus vestidos. Todo completo.
Corraleros, mozos y soldados se repartieron por los alrededores de la casa en su busca, y se mandó a un propio a que fuera en el mejor caballo hasta la estación de Bananera a preguntar por ella, y caso de no tener noticias, pedir las horas en que esa noche pasarían trenes de carga. Esperar hasta mañana el de pasajeros era muy tarde. Después se mandó a otro propio con un telegrama en clave para el comandante, en el que Maker Thompson le decía a pedido de doña Flora, que buscara a su hija en casa de los compadres Aceituno y que si no estaba allí diera aviso a la capital, a todas partes, pues se había fugado.
Eso si no le pasó algo, si no le hicieron algo estos malditos… Por quererles comprar las tierras lo que se saca una: enemistades, inquina… Ese es mi mayor miedo, una venganza… No, pero con los compadres Aceituno debe estar… Mi esperanza es que se haya ido para allá con ellos… El sargento, por de pronto, que se vaya con la escolta y le avise al capitán del destacamento…
– Yo no me alarmo, porque sé que se fue huyendo de nosotros.
– ¿Por qué pluraliza? Huyendo de usted… ¡Pobre mi patoja!…
– Sí, de mí… Aunque una vez dijo: «ya no puedo ver a mi mamá, porque se parece a la Malinche.»
– ¡Ah, eso decía!… Pues no sé si soy peor o mejor, pues no sé ni quién fue la Malinche… Alguna gran perdida, porque en la historia no hay más que las más perdidotas…
– La Malinche ayudó a Cortés contra los indios en la conquista de México, y como usted me está ayudando a mí…
– Si es así, pasa. El progreso lo exige, y usted, sin ser ese Cortés, está comprometido a traernos la civilización.
– ¿Yo?
– Sí, señor, usted…
– Yo no estoy comprometido a nada. Esas eran cosas de Jinger Kind, el manco. Susto se llevó de ver al comandante pegarle a Chipó. Si en vez de pegarle lo mata, nos hubiéramos ahorrado muchas molestias.
– Bueno, a mí mucho no me importa que traigan o no la civilización. Lo que me interesa por el momento es que en el próximo vapor que pase para el Norte carguen mis bananas.
– Eso, señora, debe darlo por hecho…
– A sesenta y dos centavos cincuenta, cada recimo…
– De ocho manos, sí…
– Ni en la pena pierden ustedes, siempre andan a la pepena. Véngase conmigo, traiga la lámpara, quiero ver una cosa… Ya me parecía… Estas jaulas están vacías… Alúmbreme de este otro lado. Todas están vacías…
– ¿Qué deduce?
– Que Mayarí se marchó definitivamente, y se fue casi detrás de nosotros, muy temprano. Los pájaros apenas habían comido lo que se les puso en las jaulas esta mañana.
El croar de los sapos, el balido de las vacadas, las ramas de los árboles en el viento, barrían como escobas locas, para que todo luciera limpio, limpio al salir la luna. Las criadas trajeron algo de comer, pero quién iba a poder probar bocado. Estaban a la espera de uno de los correos que fue a Bananera, las cabalgaduras ensilladas, listos para marcharse a tomar el primer tren que pasara esa noche en dirección al puerto, y casi preparada la maleta de ropa que doña Flora no acababa de llenar nunca.
De repente despegó las manos de las prendas que apañuscaba en la valija, como de una masa de harina, y dijo:
– Tengo mis dudas…
No esperó a que el norteamericano alzara la lámpara. Ella la levantó y fue que se hacía pedazos hasta la pequeña habitación en que se guardaron las cajas con los vestidos de la boda, pedidos a Nueva York. Alzó la luz lo más alto que pudo. Geo se la quitó para alumbrarle desde más arriba. Una sombra de angustia subió por las mejillas de doña Flora, hasta nublarle los ojos y enfriarle el pelo empapado en sudor caliente. Quiso arrebatar la lámpara de manos de Maker Thompson, pero no pudo; le temblaba la mano, como si le fuera a dar un ataque. Mayarí se había vestido de novia -era el único traje que faltaba-, se había vestido de blanco, se había vestido de novia… ¿Para qué?… ¿Para qué?… ¿Para qué?…
¡Yo sé los versos del agua,
sólo yo, Chipó Chipó;
soy hijo de una piragua
que en el Motagua nació!
¡Yo sé los versos del agua,
sólo yo y sólo yo…,
porque iba en mi piragua
cuando el agua los cantó!
IV
El corredor estaba inundado por la luna. Más parecía un brazo de salina. Todo, patios, huertos, parecía una salina. Una sábana blanca sobre collados, cañadas y valles en los que, como cirios apagados, se alzaban los órganos, cácteas altísimas y solitarias, ya de por sí algodonosas de mechones nevados. No eran luciérnagas, sino llamas de antorchas las que brillaban en la noche blanca. ¿Adonde se dirigen? ¿Qué hacen? ¿Qué buscan? Leche derramada semeja el río que avanza cada vez más ancho, entre playas de arena que lo palpan para ver si es el mismo que baja torrentoso de las montañas y en la costa se duerme bajo el plenilunio, diluvio de plata que lo ciega.
– ¿Para qué?… -repetía doña Flora con voz de autómata-. ¿Para qué?
– No sabemos si se ha vestido o sólo se llevó el traje…
– ¡Se ha vestido, Geo! ¡Se ha vestido de novia, yo estoy segura! ¿Por qué no me da un vaso de agua?
Geo fue a la cocina en busca de la servidumbre, pero ya no había nadie. El fuego en la ceniza fantasmal. Hasta los perros ambulaban fuera aullando. Se detuvo a oír. Se oía que andaban pueblos enteros. El pegarse de la planta del pie desnudo en la tierra caliente. Pegarse y despegarse. Ruido de hojas que tras tostarse al sol se han humedecido con la noche. Asomó un soldado con los labios azules de comer coras. También buscaba de beber. Todos tenían sed. Sed bajo la luna. Sed de arena junto al río. Sed de cenizas.
– Soldado, ¿qué significado tiene esta noche? ¿Por qué se mueven todos con luces de antorchas en las manos? ¿Por qué han encendido tantas luminarias?
El soldado movió los labios azules, pero no se oyó que contestara. Geo tuvo la impresión de que no era un ser humano, sino una de las figuras esculpidas de Quirigua. Llenó el vaso de agua y volvióse temeroso, sin dar la espalda. Doña Flora, tumbada en una hamaca, los ojos pegados al techo, le dijo al oírle venir:
– ¡Apúrese, que me ahogo!
Peinada la cabellera en dos bandas, la cara más bien larga, la boca afligida hacia las comisuras, la nariz en gancho, pegadas las orejas, bajos los hombros, también ella parecía una divinidad de piedra. Imaginativamente la aproximó Maker Thompson a la danta sagrada mientras a tragos iba tomando el agua.
– ¿A qué horas volverá el que fue a la estación? -indagó al devolver el vaso.
– A mí me parece que no debemos esperar aquí. Hay que estar allá, sea porque pase un tren de carga o porque nos toque tomar el tren de pasajeros mañana. Aquí no estamos haciendo nada. Todos andan en el monte. Los criados, los soldados, ya se le dijo al sargento que se fuera, la gente campesina. Parecen enloquecidos. Se acercan al río, hablan con el agua, se mojan los pies y regresan.
Doña Flora se conformó con suspirar.
– Bueno, vamos, es mejor estar en la estación. ¿Se fue el sargento? Yo quería darle unos pesos, y unas dos botellas de aguardiente para el capitán del resguardo.
– Se fue hace rato…
– Hay que llevar dinero, armas. Vea que mis armatic queden con llave. Esas puertas hay que atrancarlas por dentro; salimos por la puerta de la sala y allí echamos
– ¿Y si Mayarí vuelve?… No se puede… Lo va a encontrar todo cerrado…
– ¡Primero vuelven los pájaros a sus jaulas!
– ¡También hay que cerrarlas!
– Vea, no sea pesado…
Geo se encaminó a ponerle tranca a las puertas. Un grito de doña Flora lo hizo detenerse. Fijos los ojos, paralizado el aliento, mordiéndose los labios, acababa de constatar la posibilidad de que Mayarí, vestida de novia, se hubiera arrojado al río para suicidarse. ¿No se suicidó el padre? ¿No se suicidó un abuelo de su padre en Barcelona? Para Maker Thompson era evidente, después de lo del islote, aquella vez que estuvieron a un paso de ahogarse, pero no dijo nada, calló junto a la madre que en la desesperación se tragaba los ojos convertidos en llanto, la lengua abarquillada en la boca entreabierta llena de saliva sollozante.
– Me parece más probable que se haya ido al puerto en el tren de pasajeros. Si, como usted dice, salió muy temprano, casi detrás de nosotros, tuvo tiempo de tomarlo en Bananera. Por eso lo que urge es llegar a la estación y preguntar. Aquí está uno a ciegas.
Lo urgente, lo imperioso era ganar tiempo, cerrar las puertas, moverse, salir. Tomaron las cabalgaduras. Las sombras de los caballos que Maker Thompson ensilló se dibujaban en el piso refulgente, como figuras recortadas en papel negro.
– ¡Geo, esto es terrible, siento que voy nadando contra toda esperanza!
– Por el contrario, señora, allá nos van a informar. Durante el día pasan trenes de carga, o tomó simplemente el de pasajeros.
Se internaron por un medio desierto cegados por los miles de chispas espejeantes que brillaban en la arena, silenciosos, enharinadas las caras de plenilunio, la de él casi de hueso, por la blancura de su piel, y la morena de ella como de barro encalado. La vegetación de chaparrales y bosques sin estatura respiraba aplastada contra el suelo, con respiración de iguana. Grillos. Cientos, miles de grillos. Los órganos solemnes, visibles a la distancia. Música de espinas, música de arena, música ígnea hecha silencio.