Más adelante, donde el agua del río empezaba a retumbar en los pedregales, nada quedaba del mutismo inmenso de la naturaleza bajo el disco de la luna gigante ni del pequeño rezo de los grillos; todo resonaba al compás del estruendo del Motagua, bravo como toro encajonado.

La escolta, del lado de los caseríos, bajando por donde dicen que hay un pueblo enterrado, sorprendió a un hombre con la cara tiznada, las orejas cubiertas con caracoles y en la cabeza, a modo de sombrero, una concha de tortuga, sobre la cual, valiéndose de una piedra, daba golpes al andar.

El sargento le preguntó qué hacía, y aquél le respondió:

– Hago…

– Pero ¿se puede saber qué es lo que haces?…

– El mundo…

– ¿Casual no has visto a una muchacha llamádase Mayarí Palma?…

No contestó, conformándose con sonar la tortuga en su cabeza, golpes que no dejaban de conmoverlo.

– Llévenlo, muchachos… -ordenó el sargento a los soldados; y dos le tomaron de los brazos, mientras otro le dio un empellón tan fuerte que lo hizo trastabillar con los soldados y todo.

Todo se lo lleva el agua. Ya está dormida. Todo se lo lleva el agua. Ya está dormida. Mueve las manos como si cazara mariposas. Todo se lo lleva el agua. Ya está dormida. Vestida de novia para desposarse con el río. ¿Quién se casa con ella, el agua que pasa? ¿El agua-pájaro-verde? ¿El agua-pájaro-azul? ¿El agua-pájaro-negro? ¿Su esposo será el quetzal? ¿Su esposo será el azulejo? ¿Su esposo será el cuervo? ¡Qué débiles sus brazos! ¡Qué débiles sus piernas! ¡Qué silencio hondo en su sexo virginal!

Sola ella, Mayarí Palma, tendría que llegar a la columna pétrea de las cronologías, cerrar los ojos ante el cometa cabeza de girasol y entregarse a los vahos del humo celeste, corazón y sustento del monte verde, no de otra manera podría celebrarse la nupcia de su ser y el Motagua.

Sola ella, Mayarí Palma, tendría que subir a conversar con los jaguares de los cerros, donde las hormigas del azufre van carcomiendo la roca, y entregarse a las garras sangrientas del árbol de cacao, no de otra manera podría celebrarse la nupcia de su ser y el Motagua.

¿Por qué se fijaba en el pobre rancho lleno de moscas? ¿Por qué se fijaba en el pobre rancho lleno de tierra? ¿Si todo era pasajero, si no estaba más que escondida, mientras llegaba esa noche la más bella lunación del año?

Se pasó a una cocina de paredes de caña, para ver desde la penumbra el resplandor del campo sin cabeza, cortado a ras de los hombros, decapitado por el sol y la luna. El campo de la costa es un campo sin cabeza. Las cabezas van surgiendo a medida que se sube a las mesetas. Es un campo degollado, de cuyo cuello sangrante surge la vida a borbotones, se riega, se multiplica, se expande, no cesa de florecer, florece en vicio, en cosechas sucesivas de maíz, de fríjol, de calabazas y cañas dulces.

Los cerdos cebados, echados en el lodo, se freían en el calor casi sin movimiento, bajo los moscones, entre las gallinas cansadas, medio dormidas de piojillo, y patos viejos con telarañas blancas en los ojos y los picos rojizos.

Lo único vivo en aquel patio de seres apagados bajo el calor, era la guacamaya refulgente, azuzadora, con ojos de jade de naranja líquida, el pico en forma de uña de caña con la punta negra, y todo lo que la rodeaba respondiendo a los grandes elementos de su plumaje; verde el monte, azul el cielo, amarillo el sol, y más tarde el violeta del crepúsculo combinado con los lilas y celestes.

Una silla de tiras de cuero la recogía de su cansancio. Imposible seguir en pie. Sobre un cuero de becerra depositó su vestido de novia. Lo usaría esa noche para desposarse con el río. Manos de costureras rubias dejaron en aquella prenda de encajería horas y horas de fatiga. Por un momento le palpitó en los labios el nombre de la ciudad en que las costureras trabajaban para otras mujeres hasta quedar ciegas: Nueva York, Nueva York… ¡Qué feliz poder vestir aquellos rasos, aquellas sedas, aquellas gasas, para entregarse, como si se bañara bajo la luna, al violento amor de un río! Vestir así para casarse con Geo Maker Thompson habría sido como salir de nube a que le pasara una locomotora encima. Mejor el río, más blando, más dulce, más profundo, cuando ya fluía como amante manso, sin más que sus barbas y sus ojos. Sí, primero la tomaría entre sus brazos de titán y con ella se golpearía contra las rocas, más adelante la perdería y recobraría en sus remolinos haciéndola girar enloquecido. Más adelante la olvidaría abandonada a una cabellera de aguas cenagosas, para recordarle de pronto tocándola, golpeándola con la corriente tributaria de un arroyo cristalino. Más adelante volvería a ultrajarla poseyéndola con denuedo. Una vertiginosa sucesión de imágenes fragmentarias. Los juncos le tejerán cárceles transitorias, jaulas en las que se besará con los peces más raros, peces-pájaros que cantan burbujas, peces-danzarines que bailan y dejan estelas.

La turbó el andar de un anciano que se acercaba seguido de un perro que cada dos pasos daba un salto.

Trajo un panal -más parecía un pulmón de oro, el pulmón de un dios antiguo- y lo puso en el suelo, sobre la lengua de una hoja de bananal verde brillante. La miró sin hablarle. Silencio añoso de viejo. Pasóse la mano, rígidos los dedos, por la cara para botarse el sudor. Después, mucho después, vino una anciana, sostenida por un bastón rojo, una pierna al aire mostrando el nacimiento del muslo y la otra cubierta por la nagua hasta el empeine del pie ganchudo. La seguía un perro negro. Sobre el suelo depositó abanicos de palmeras y encima, encima una jarra con agua de maíz sin cal. ¿Dónde está sin estar mi niña blanca? Así decía golpeando en el piso el bastón rojo. ¡Yo quisiera esperar a que fuera espuma! ¡Yo quisiera esperar a que fuera arena! ¡Yo quisiera esperar a que fuera orquídea!

La vieja se volvió al revés de lo que era, se metió en el caracol de sus arrugas y, como al darle vuelta a una funda, por el otro lado quedó convertida en una moza joven.

– Te voy a peinar -le dijo- con un peine hecho de jade de los manantiales y cuando ya estés peinada te pondrás tu vestido. Yo te ayudaré a vestirte de novia. No vale la pena llevar más ropa. Tu novio te querrá desnuda. ¡Cuánto broche! Sus manos tardarán siglos en llegar a tu cuerpo naranja. Una banda turquesa ataré a tu cintura, para que cuando flotes en el mar te reconozcan los marineros. Tus senos son como dos limas pequeñas. ¡Qué lindo llevar así los senos bajo el vestido blanco! El árbol que da azahares, dio caracoles para esta boda. Florecillas iguales a los azahares, pero de conchanácar.

Y empezó la claridad que alumbra el Peten. Toda la tarde y parte de la mañana estuvo escondida en aquella choza. La claridad lunar fuera del aire no penetra la atmósfera de la costa hasta ocultarse el sol por completo. La claridad que alumbra el Peten estuvo escondida con ella en aquella choza hasta el momento en que, muerto el padrastro que la deseaba sin alcanzarla, empezaron las piedras a mostrar fauces de jaguares, los tordos ojos de azafrán, los monos-moscas su pelambre de oro y los espineros las uñas.

No fue robada por los brujos. Su cara empapada en agua de sal cuando lloraba a mares por las noches sobre la nube de la almohada, sudando bajo el tenue peso de una sábana -sudaba de angustia-, asomó a los días vacíos que le esperaban casada con la ambición de un capitán de empresa. Eso era Geo, un ambicioso capitán de empresa, sin otro horizonte que el de la cantidad, cantidades siempre fabulosas, lo que le daba superioridad de amo en un medio en que la gente no hablaba de negocios de millones y apenas si tenía sus capitalitos en papel que pasaba por dinero; superioridad de la que carecía, pues en sus maneras era vulgar, hablaba a gritos, manoteaba, andaba con tamaños pasotes y siempre estaba hablando de «darlas». Estar unida a un hombre que desconocía la emoción, el ensueño, que se burlaba de ella cuando le decía que se le espeluznaba el cuerpo al contemplar una imagen de la Virgen o un paisaje, la horrorizaba, mas lo habría sobrellevado, lo sobrellevaba ya como su novio que vivía en su casa; pero lo que le atravesó un hueso en la garganta, que al solo verlo, oírlo o sentir que llegaba, no le pasaba ni para atrás ni para adelante, era su desprecio para la gente del país. Esto la hería, la sublevaba.

A la familia de mulatos con muchos hijos fue a los primeros que Mayarí se animó a decirles algo. Pero después de hablar a otros campesinos su exposición fue más concreta. El esfuerzo de tratar el asunto con palabras elementales clarificó su pensamiento. Al principio la miraban con desconfianza. «Otra que bien baila», dijo un viejo güegüecho color de palo jobo que no quiso escucharla. Y una anciana de ojos de rata murmuró: «Dios haga que la muerda un chucho con rabia.» Pero contra estos pocos, hubo los más, los que oyeron. ¿Por qué no iban a seguir su consejo, si no venía a despojarlos de sus terrenos, como los otros, sino a reforzarlos en su creencia de que no debían vender por ningún precio? Vender por ningún precio. Estas cuatro palabras sintetizaron la conducta a seguir. Vender por ningún precio. Es mejor que los saquen por la fuerza, que los despojen sin darles un centavo. Tierras arrebatadas por la violencia pueden recobrarse algún día. Vendidas, no. Hay que hablar a todos los vecinos, reunir a las municipalidades, cercar apresuradamente donde los terrenos no tengan cerco, guardar bien los títulos…

Pero lo que más la conmovió en esta actividad, nacida y alimentada de su odio a Geo Maker Thompson, fue la mañana, casi a mediodía, en que se entrevistó con Chipo Chipó. La bajaron con ayuda de unas cuerdas en un como trapecio a una de las cuevas del río Motagua. Primero descendieron a una playa y de allí, siguiéndole los pasos a un hombre desnudo, el taparrabo y nada más, subieron por un sendero pedregoso hasta la caverna en que al fondo, agazapado, estaba Chipó.

Mayarí le conocía del puerto cuando no era cabeza de gente y excursionaba a los islotes y él la reconoció en el acto. Se paró, quitóse el sombrero y vino a pedirle la mano, en la que sus labios carnosos estamparon el aliento en un soplo que recogió con la nariz, al tomarle el olor. Fuera se oía el retumbar del río que acababa por ensordecerlo todo. Por eso era gente de mucha mímica al hablar la gente de los playados. Se ayudaban con los gestos, como sordomudos.

– El hombre es poderoso como los dioses por la voz -le dijo Chipó-, y mientras la voz nos acompañe, seremos poderosos. ¡Te saludo!

Mayarí cobijó sus ojos de ébano en las pestañas espesas al tiempo de sonreír. Qué mejor respuesta al saludo de aquel hombre que no salió de la penumbra, borroso, del que sólo lucían los dientes nevados y el blanco de sus córneas de máscara, en algunos momentos.