– Los de tu raza, Geo, están despiertos siempre, pero nosotros, no; de día y de noche soñamos. Un sueño me parece el que nos hayamos encontrado. Si hubiéramos estado despiertos no nos encontramos. Y esa vez hablaste poco. Yo te miraba. ¿No te fijaste? Mudo, perdido en tus pensamientos, te veía con un contento extraño, mientras Kind predicaba que el progreso aquí, que el progreso allá… Otro sueño… Pero vamos andando, que se nos hace tarde…
Y tras los primeros pasos, agregó:
– Cierra los ojos, Geo; no pienses, siente. Es horrible estar junto a una máquina de calcular. Cierra los ojos, sueña…
– No tengo tiempo…
– Pero si el que sueña vive siglos. Ustedes son como niños, porque no se envejecen por dentro. Por fuera se envejecen, son adultos siempre, adultos aniñados. Hace falta soñar para envejecer la sangre.
– La pesadilla de perderte, de que perdieras el equilibrio y te arrastraran las olas… A eso le llamas tú soñar…
– ¡Bobito; yo muchas veces, sola, con Chipo Chipó hice antes el recorrido, y te traje para vencer tu orgullo, para oírme llamar desde tu corazón!
– A un hombre como yo…
– Y gritaste, Geo; me llamaste como no habrás llamado a nadie…
– A un hombre como yo no le está permitido salirse de la realidad. Nada fuera de los hechos.
– Materialistas, en una palabra…
– Nosotros, business; fantasía, ustedes… Por eso vamos a encontrarnos siempre en polos opuestos. Mientras nosotros nos volvemos cada vez más concretos, más positivos, ustedes se van volviendo ausentes y negativos, inservibles…
– Pues, Geo, no les envidio las ganancias…
– ¿Por qué?
– Porque debe ser horrible vivir en perpetua realidad…, tener los pies grandes… -Y entre seria y sonriente, con los ojos llenos de picardía-: Mientras a nosotros se nos achican los pies, a ustedes les van creciendo… Nosotros no estamos en la tierra. ¿Para qué queremos pies? Y ustedes están cada vez más sobre el planeta y para eso hay que tener pies grandes, muy grandes…
Chipo Chipó vino en busca de ellos. Cruzaban la playa algodonosa de sombra, humedad y espuma, silencio alunado, rumor de palmeras.
– Llegó una locomotora nuevecita -le explicó Chipó-, y diz que soltó buen golpe y le hizo al freno. La imponen como a cualquier animal. Traiba jalón de carros, con gente y fruta. Vino su mamá.
– ¿Dónde la dejaste, Chipó?
– En mi casa…
– Extraño que no se apeó donde mis padrinos.
– Llegó con el comandante y se quedaron mermando el silencio con míster Kind. Por un poco lo agarran sin el brazo. No lo tenía puesto. Yo se lo tuve que alcanzar. ¡Pobre! Con el calor se lo quita. Le molesta. Le molesta y es mucho fastidio. ¿Por qué no, mejor, se deja la manga vacía? Así digo yo. Menos carga. Si uno pudiera quitarse un brazo, una pierna y los huesos que más pesan, andaría aliviado. Es mucho esqueleto el que cargamos y cansa.
– Vas a conocer a mi señora mamá… Es mucho más joven que yo… ¿No lo crees?… ¡Qué hombre!… Ni sueña ni cree… Voy a casa a cambiarme de ropa… ¡Dios libre mamá me fuera a ver destilando agua!…
Doña Flora -a ella le gustaba que le dijeran Florona, al diminutivo no contestaba, igual que sorda, y cuando alguien de confianza la llamaba Florita, respondía: «¡Tu florita aquí te la tengo escondida», señalándose por el ombligo-. Doña Flora, después de la presentación de Geo Maker Thompson, abrazó a su hija temblando. Siempre que la volvía a ver la abrazaba presa de aquella sensación inexplicable. Cuando, durante sus estudios, después de largos siete meses volvía del internado del colegio, en la capital, y cuando como ahora, tras quince o veinte días de tenerla de temporada en el puerto donde sus compadres Aceituno, se encontraban, doña Flora temblaba, porque a fuerza de ser su hija tan diferente a ella, mujer práctica, le parecía abrazar a una persona ausente, a un habitante de la luna.
Maker Thompson quiso halagar a doña Flora, confesando que la encontraba primaveral como su hija, pero la joven señora, otoño y primavera, sin dar oídos a lisonjas que sobraban en el terreno de los negocios, continuó hablando:
– Como dice el comandante, señor Kind…
– Sí, sí; yo digo que los particulares venden a ojos cerrados si se les paga buen precio. Son tierras que no valen mayor cosa: pantano, monte, mucha culebra, plaga, calentura; pero habrá que ofrecerles bonito, más de lo que les cuestan, porque para ellos significan el pedazo en que nacieron, lo que heredaron de sus padres y del que no van a querer salir si no se les alucina con el montón de «pisto» por delante.
– En los ejidos se puede empezar a plantar para no perder tiempo -intervino doña Flora-, y empezar a comprar a los que vendan tan con tan, pagando el precio que pidan.
– En eso no hay problema -dijo Kind-; el problema está en los que no quieran vender. ¿Qué se hace, qué hacemos con los que por ningún precio quieran vender sus tierras?
– Allí -suspiró doña Flora- ya entra mi señor comandante. Acabado don Dinero, empieza don Fusilo.
– ¿Y ustedes creen que no les podría fusilar? -se atizó los bigotes carbonosos la primera autoridad-; si la patria necesita del progreso y ellos con su negativa cerrera lo obstaculizan, lógico es que la traicionan.
– Eso- acentuó doña Flora encarándose al comandante, dejando en paz el abanico- es lo que usted les tiene que hacer ver: venden o se hacen de delito.
– Lo malo -reflexionó Kind antes de hablar- es que según nuestros informes, los vecinos en ese caso recurrirán a las municipalidades, y las municipalidades pondrán el grito en el cielo.
– Dos municipalidades -precisó el jefe militar, masa blanca por el uniforme de lino en la oscuridad del rancho, tratando inútilmente de juntar sus piernas de gordo, al tiempo de tomar espacio hacia atrás en el espaldar de la butaca.
– Bueno, pero son muchos; dos municipalidades son muchos para fusilarlos a todos…
– Fusilar, no, señor Kind, pero «pistearlos» sí… «Pistearlos»… Se mata de muchas maneras… Hay muchos fusilados con balas de oro…
– ¡Muy bien, doña Morona, muy bien!… Aunque no sería del todo malo hacer también un escarmiento con bala de plomo…
– Los dos son metales, comandante, pero todos preferimos las balas de oro…
– Pues ya va a ver que no -reaccionó el comandante atizándose a dedazos los bigotes-; habrá los que por ningún precio se dejarán sacar de sus tierras. ¡Ah, los hay! Y entonces tendremos que proceder. El progreso exige que desalojen las tierras para que los señores las hagan producir al máximo; y saliendito o dejandito el pellejo. Bala de plomo o bala de oro, sin titubeos; mano dura, sin contemplaciones; y el llamado para eso, según mi opinión, es el señor Maker Thompson, partidario de la fuerza, como le oí decir el otro día en el comedor. Se me grabaron sus palabras: a los hombres se les domina por la fuerza o se les deja en paz. Se les domina para hacerlos progresar, ¿eh?, se entiende, para hacerlos progresar, como a los niños que se les castiga para su bien, para su progreso.
Mayarí levantó las pupilas de ébano para interrogar a Geo con aquellas dos astillas de madera preciosa; pero ya éste, entusiasmado por la alusión, afirmaba a toda voz la necesidad de seguir una política de avasallamiento en la conquista de aquellas tierras, necesarias en su totalidad, no en fragmentos, pues así y sólo así serían útiles al progreso de la región, donde se proponían realizar gigantescas plantaciones de bananos…, millares de plantas…, millones de racimos…
Sin pensarlo dos veces, doña Flora apoyó al comandante en lo que les proponía. El señor Kind, más diplomático, debía marchar a la capital a entrevistarse con las autoridades superiores y obtener las órdenes del caso; y el señor Maker Thompson, hombre de los que entran a la vida mandando, como dijo la misma doña Florona, impresionada por el físico y el modo de pensar de aquel mu-chachón gigante, debía internarse en la selva.
– En la capital -sugería el jefe militar-, el señor Kind debe lograr que el ministro de Gobernación llame a los alcaldes en el término de la distancia y les haga sentir que el gobierno tiene interés en que los vecinos vendan sus tierras, estén o no estén cultivadas, por ser indispensables al adelanto del país. Nadie negará que vale más el progreso de la nación que el que unos pinches costeños se aferren a lo malsano en plantíos que apenas les producen.
– ¡Y como se les van a pagar, no es robo, es compra! -exclamó doña Florona.
– Y el joven Geo, Geo, como le dice Mayarí… -¿Qué insinuaba el comandante? Que vieran, que vieran que no se mamaba el dedo; miraditas, suspiros, arrumacos, más de parte de ella, porque lo que era él, como muñeco de palo-. Y el joven Geo a la selva. En su finca, doña Flora, puede este caballero hacer su cuartel general, sembrar lo que se pueda; hay mucha tierra en las márgenes del río a propósito para guineo; comprar a los que venden y ver qué medida se toma con los reacios al progreso… -Y ya de pie, golpeando amistosamente la espalda a Maker Thompson-: Porque agallas no le faltan al Papa Verde. Le luce el nombre.
– Buena la hace el comandante -se oyó la voz de doña Florona-; ni calor ni zancudos para el señor Kind… ¡Quién fuera diplomático!… La capital…, sus días tibios…, sus noches que ni soñadas… Aquí en la costa soy la mujer práctica, pero cuando estoy allá me entra la sueñera y divago horas enteras, como si en los ojos me cayera del cielo polvo de mundos dormidos. Y la conversación está muy buena, pero yo tengo muchas cosas pendientes. Vamos, Mayarí…
Y al salir a la puerta que daba a la calle, donde apenas se veía nada que no fuera la inmensa noche caliente -las estrellas picaban los ojos como polvo de chile de oro-, doña Flora soltó un grito al dar con un bulto, para luego exclamar:
– ¡Y este Chipó oyendo lo que se habla! ¡Cuidado vas a repetir lo que has oído, vos, Chipó, porque son cosas muy delicadas!
El comandante, de dos pasos, se puso frente al sorprendido Chipó para castigarle. Su cara indefensa, temerosa, vacía como las caras de los indios, mientras le amenazaba de muerte si repetía media palabra de lo que acababa de escuchar, se contrajo dolorosamente, como si allí la piel fuera más viva, al primer fuetazo.
– ¡Amarrado te vas a ir a la capital, indio abusivo, y no vas a llegar vivo, media palabra que yo sepa que repetiste de lo que se habló hoy aquí!
Kind adelantóse para intervenir. Nunca había visto que se le pegara a un hombre como no se le pegaba a un animal, en la cara; pero se interpuso el brazo fuerte de Maker Thompson.