– Por fortuna, ya hemos superado la mentalidad del Cuatripartito y superaremos la concepción aristotélica de la fuerza, siempre que personas como usted acepten el término medio, lo que se ha dado en llamar el «altruismo agresivo», que ya se experimentó en Manila.
Y cambiando el tono vivo de su voz, dijo quejoso:
– Me molesta este aparato. No es cómodo ser manco en ningún clima y menos en el infierno… ¡Qué calor!
– La mano le disimula bastante.
– No sé. La uso porque algo es algo y porque después de los cinco primeros whiskys nadie podría convencerme de que es postiza: la empuño, golpeo; es mi mano.
El comandante del puerto almorzaba en el comedor del barco acompañado de una joven morena con aire de veraneante, tez pálida, dorada, naranja, ojos negros. Un chorro de bucles sueltos sobre su nuca y dos aretes sangrantes de rubíes se agitaron cuando, más coqueta que curiosa, volvióse para ver quiénes entraban.
Kind saludó con la cabeza, contestó el comandante, y seguido por Maker Thompson ocuparon dos sillas en una mesa vecina.
– Consommé frío, beefsteak y fruta -ordenó Kind sin mirar la lista; con la mano zurda sacudía la servilleta para extenderla sobre sus rodillas de hombre menudo.
– Sopa de tomate, pescado a la manteca y ensalada de frutas -pidió Maker Thompson.
– ¿Cerveza? -interrogó el criado.
– Para mí, sí -dijo Kind.
– Sí, traiga cerveza -añadió su compañero.
La proximidad de las mesas molestó un poco al militar por la jodarria de oír hablar gringo. Puso la mirada en faro para ver el mar espumoso, lleno de carneros, sin por eso perderles gesto con el rabo del ojo, mientras su compañera se restregaba en el asiento, recogía y dejaba caer la servilleta, se abanicaba, se pasaba el pañuelo por la nariz, jugaba con los cubiertos, alzaba los ojos de pupilas de ébano, juntaba y separaba los pies bajo la mesa, rodaba la cabeza buscando el aire de los ventiladores.
Kind se dio cuenta. Los ademanes de su mano postiza, tan parecidos a los de una tenaza de cangrejo, hacían remolinarse a la cimbrante carne morena apenas cubierta por una tela vaporosa en forma de vestido, presa de la risa más irresistible. Y ya no podía más, ya no podía, entre los dientes le castañeteaba la carcajada apenas contenida con sus movimientos.
Una pirueta de Kind, ademán de fantoche, desgranó el racimo de cascabeles sonando, reír que se contagió a todos, pues hasta el jefe militar enseñó los dientes de oro.
– Los señores deben saber si el vapor se va hoy -dijo ella dirigiéndose un poco al comandante, pero tratando de remendar la burla con aquella media atención hacia el míster impedido.
– Supongo que a medianoche -se apresuró Kind a contestar, deseoso de establecer lo antes posible el puente necesario entre su figura casi implume y la geológica existencia de la suprema autoridad del puerto.
– ¿Y siguen viaje? -inquirió ella.
– Por ahora, no; mi compañero, el señor Maker Thompson, ya estaba aquí; sólo yo vine en el barco de Nueva Orleáns.
– Sí, el caballero hace días que anda por aquí -intervino el comandante, amabilidad que no suavizó su voz autoritaria-. Como que vive donde Chipó.
– Exactamente…
– ¿Y el vaporcito se lo compró el turco?
– Se lo vendí; la maquinaria no andaba bien.
– Sólo con el trujillano no hubo cacha -retuvo la palabra el militar, acumulando datos para que vieran aquellos hijos de… el Onde Sam que no se mamaba el dedo, que estaba muy enterado de lo que hacían.
– Efectivamente, le ofrecí dinero, ropa, mi escopeta de cacería…
– ¡Salvaje! -interrumpió el comandante, al tiempo de limpiarse los bigotes, listo para apurar el vino que le quedaba en la copa; y tras saborear el líquido ambarino, remató-: ¡Esta gente, esta gente es el puro salvajismo en marcha! ¿Qué quieren ustedes?
– ¡En marcha para atrás! -exclamó el viejo Kind, los ojos llenos de risa, espuma en las comisuras de los labios.
– Me disculpan ustedes si defiendo al trujillano -levantó la voz sonora Maker Thompson-, pero no tenía nada de salvaje. Lo que pasa es que los costeños aman la libertad y temen perderla tierra adentro; prefieren por eso las penalidades, la pobreza…
– ¡El atraso! -le quitó la palabra el comandante-. ¡Gente enemiga del progreso, gente que no le gusta mejorar, no me va a decir usted que no es salvaje!
– Sí, tiene razón, tiene razón -Maker Thompson hablaba con los ojos puestos en la guapa morena pensativa, que le sonreía y se abanicaba-, siempre que no se les ofrezca el progreso a cambio de lo que ellos no están dispuestos a perder: la libertad. Y por eso no creo en las tutelas civilizadoras. A los hombres se les somete por la fuerza o se les deja en paz.
– ¡Bravo! -exclamó el militar.
Kind arrojó los dos ases de sus pupilas mínimas muy negras a la cara juvenil de su compatriota, escandalizado de oírlo hablar en forma tan poco velada de la fuerza a emplear sólo como último recurso en países que era mejor someterlos con el señuelo de los adelantos modernos.
Los sirvientes negros del comedor no daban otra señal de vida que su presencia obsequiosa y los movimientos rítmicos de sus brazos. Una mecánica de astros oscuros acompañaba el cambio silencioso de platos, cubiertos, fuentes, botellas, y cuando callaban los comensales, sólo se oía el zumbar de los ventiladores, el cacarear de las cadenas de la carga y descarga y la palpitación honda de la bahía.
– Sí, señores, estamos muy, muy atrasados -creyó oportuno recapitular el comandante-, muy atrasados…
– Exacto -contestó Kind a boca de jarro.
El militar lo midió con el gesto; que lo dijera él, pasaba, para eso tenía grado en el ejército, charpa, galones, mando, y era del país; pero que un recién llegado cochino manco hijo de… gringa, lo ratificara con tan poco miramiento y tal franqueza, cambiaba de aspecto.
– ¡Exacto! -enfatizó Kind, después de un silencio difícil-. Atrasados es la palabra y no salvajes, como antes oí decir. Sólo por ignorancia se designa a los países poco desarrollados con los términos de salvajes o bárbaros. En el siglo veinte decimos pueblos adelantados y pueblos atrasados, y los pueblos adelantados tienen la obligación de ayudar a progresar a los países atrasados.
– ¿Y qué será necesario para que los pueblos atrasados, como los llama usted, progresen? -intervino la que no pasaba de testigo, fijando sus ojos de ébano negro en los ojillos de Kind.
– Sí, porque alguna vez habrá que civilizarse -dijo el jefe militar, esgrimiendo un palillo de dientes.
Kind reflexionó un momento, pausa que hizo más valiosa su contestación.
– Nada del otro mundo, un simple trueque. Cambiar riqueza por civilización. Si ustedes lo que necesitan es progresar, nosotros les damos el progreso a cambio de los productos de su suelo. Siempre, cuando se hace este trueque, el país más adelantado administra la riqueza del menos desarrollado, hasta que éste alcanza su mayoría de edad. A cambio de riqueza, progreso…
– Por el progreso puede sacrificarse eso y más… Yo, como militar que se respeta, no creo en Dios, pero si me exigieran adorar a alguien, no dudaría en declarar que mi Dios es el Progreso.
– ¡Muy bien! -Kind estaba entusiasmado-; ¡muy bien! Y como el movimiento, señor comandante, se demuestra andando, nuestros barcos han comenzado a traer y llevar correspondencia. Un barco por semana, para empezar. Correspondencia, mercaderías, pasajeros…
– Yo, como mujer, bendigo el progreso. Algo tan frágil como es una carta, soplo del corazón…, soplo del alma…
No continuó porque el comandante señalaba la importancia que para el movimiento del puerto tenía la llegada de un barco cada siete días. Hablaba con la taza de café a la altura de los bigotes, ya para dar el trago.
Kind insistió:
– Romper el aislamiento del país y dar vida a su principal puerto en el Atlántico, son señales inequívocas de progreso. Veremos ahora qué nos dan ustedes. Por de pronto, necesitamos bananas; ya estamos comprando a los mejores precios; pero creo que tendremos que sembrar por nuestra cuenta y riesgo, porque los plantadores nacionales producen poco, y cada vez será más insuficiente, dado que en los mercados aumenta la demanda, y prefieren la fruta de ustedes.
– Pues, amigos -dijo el comandante-, ¡adentro que está sin tranca!… Allí está la tierra. ¿Qué esperan?
– A eso venimos con el señor Maker Thompson, a reforzar la producción. Los consumos aumentan y se desacreditan ustedes y nos desacreditamos nosotros, si no hay suficiente fruta en los mercados. Está en juego el buen nombre del país, su crédito. Vamos a producir en gran escala, no fruta, sino riqueza. ¡Riqueza! ¡Riqueza! Las aldeas se convertirán en ciudades, las ciudades en urbes, todo comunicado con ferrocarriles, carreteras, teléfonos, telégrafo… No más aislamiento, no más miseria, no más abandono, no más enfermedad, no más pobreza… Bananales, cortes de madera, extracción de minerales… Aquí cerca, sin ir muy lejos, hay lavaderos de oro, minas de hulla, islas de perlas… ¡Un emporio! ¡Un emporio de civilización y de progreso!
– Amigos -se levantó el comandante-, no sólo estamos haciendo la siesta despiertos, sino soñando…
Kind se adelantó a darle la mano izquierda, seguido de Geo Maker Thompson, al tiempo de cambiar los nombres en la presentación, lo que después hicieron con la guapa costeña pálida de ojos de ébano dormidos en las pestañas y que dijo llamarse Mayarí.
– Vamos a seguir esta conversación con los cocos menos calientes -lo de cocos por cabezas lo dijo el militar en son de gracia-. Y para esto tenemos que esperar hasta la noche. ¿Ustedes vienen a comer al barco?
– Desde luego -contestó Kind, y dirigiéndose a la que dio el puente cristalino de su risa para entablar aquella conversación-, siempre que usted prometa no burlarse de este pobre manco…
– ¡No ha empezado el truco y yo soy una salvaje!
– ¡Malo, malo eso que ha dicho!
– ¡Trueque quise decir, no truco!
– ¡No por eso, sino porque no hay salvajes! ¡Ya hemos convenido que no hay salvajes, y que vamos a cambiar riqueza por civilización!
– ¡Qué callado el señor Maker Thompson! ¿No habla? -buscó ella, para evadir la respuesta a las palabras de Kind, el arrimo del joven norteamericano hermoso, atlético, rubio, tostado por el sol del trópico, de espaciosa frente, barba cobriza, ojos castaños.
– Con el permiso de las autoridades y si el tiempo no se opone -rió pensando en una Carmen para una plaza de toros-, digo que usted no sólo es bella, sino encantadora.