– No se subleve. No se trata de eso.

Maker Thompson levantó los ojos castaños, fríos, para mirar al comandante -el calor apretaba, la cara le sudaba; éste, parsimoniosamente, le ofreció un cigarrillo.

– Mayarí, la patojíta… -recalcó el diminutivo y dio tiempo a que Geo tomara el cigarrillo que le brindaba-, no era ninguna mansa paloma. Perdonen que hable así. Se las traía, ¿eh?, se las traía como buena hija de tata.

– No entiendo… -dijo Maker Thompson vivamente intrigado y hasta dio un paso para quedar más cerca del comandante y poder seguir el movimiento de sus labios, sobre los que cabalgaba el bigote carbonoso.

– Mayarí Palma, como ustedes lo van a oír, era el jefe de todos los que se resistían a vender sus tierras. Una señora capturada anoche, esposa de uno de los alcaldes, a quien se le dejó la casa por cárcel por estar preñada y tener otros hijos pequeños a quienes alimentar, refirió que su señorita mosca muerta, concitó a los alcaldes y vecinos principales, para que marcharan a la capital a pedir auxilio contra Maker Thompson, y de paso informar que yo estaba comprado por ustedes.

– Y esa mujer, ¿existe? ¿Cómo se llama?…

– ¿Cómo si existe? No le estoy diciendo, señora, que está presa, y su nombre es Damiana Mendoza…

– Me deja usted muda…

– Mayarí, aunque usted no lo crea, salió a su padre, que había sido anarquista en Barcelona y vino aquí quién sabe si huyendo.

– Sí, él tenía esas ideas; pero Mayarí era muy niña cuando él se suicidó.

– Las ideas políticas se heredan, doña Flora, se traen en la sangre y nada más peligroso que esta clase de herencias. Así como de un revolucionario nace otro revolucionario, de un policía nace otro policía…

– Pero de ella, de ella ¿qué es lo que se sabe? -intervino Maker Thompson con cierta ansiedad en la voz.

– Nada concreto. Para mí que se fue a la capital con los alcaldes y principales. Telegrafíe esta mañana dando parte y pidiendo que se la busque y la detengan por agitadora. De hoy a mañana vamos a tener noticias y ya verán ustedes, ya verá doña Florona, cómo la que usted creía violada y muerta por los camperos, o vestida de novia flotando ahogada en el río Motagua, anda en la capital meneando pitas para que no despojemos de sus tierras a los que se les iba a pagar su precio en pesos oro.

– Bueno, tendré tiempo con Geo para ir a ver lo de mi fruta…

– Eso es, la señora hace el gran negocio y su hija me acusa a mí de estar vendido a ustedes, señor Maker Thompson… Todo porque me apasiona la idea de que mi país progrese, de que estos pueblos mejoren y se tornen alguna vez estas costas emporios de riqueza y civilización. ¡Ya estoy cansado de ver indios! Uno, desde que entra al cuartel, sólo indios ve, sólo con indios trata. Por eso, si yo hubiera tenido un hijo -no lo tuve porque de muchacho me pegaron un mi mal- primero le metía un tiro que dejarlo abrazar la carrera de las armas…, para que se pasara la vida como yo viendo indios, tratando con indios, oliendo a indio… y eso que parezco purísimo izcamparique.

Doña Flora separó la silla en que había estado sentada, frágil esqueleto de hierro desnudo, salitroso, y salió seguida de Geo y del comandante que les acompañó algunos pasos, hasta la guardia.

– Pero esta mañana hubo otras novedades. ¡Bonito empezó el día! Dos hombres se ahorcaron allá por Bananera, en el local donde instalamos la guarnición que les ayuda a ustedes a la formación de las fincas para las plantaciones.

– Y eso, comandante, ¿no tendrá nada que ver con Mayarí?…

– Que yo sepa, no. Eran brujos al parecer. Los agarraron con caracoles y tortugas en las orejas y en la cabeza, y diz que esperaban la medianería de la luna en el cielo, ayer hizo llena. A medianoche se colgaron tranquilamente.

– Bueno, jefe, ya volveremos por aquí.

– Nos estamos viendo, señor Maker Thompson.

– Pensamos estar donde los compadres Aceituno; si hay alguna noticia, nos avisa.

– Muy bien, muy bien, señora… ¿Y dice que vino su fruta?

– Sí, anoche, en el tren de carga en que nosotros nos acomodamos. Está muy hermosa. Sólo que este señor es muy codo y no quiere pagarme más de sesenta y dos centavos y medio por racimo…

– Y eso si son pencas de ocho manos; precio parejo para todos…

– Negocio y amistad son aparte… Bisnes… Bisnes… -fueron las últimas palabras del jefe al darles la mano.

Antes de volver a su despacho, desde la puerta de la guardia donde los soldados se mantenían firmes y el oficial se había acercado a decirle «Sin novedad, mi comandante», quedóse contemplando largamente el mar, como si fuera la primera vez que lo veía, como si no lo tuviera enfrente todos los días y a todas horas: imagen de lo imposible, retrato de lo imposible, espejo de lo imposible.

El sol quemaba con la fuerza de un soldador que derritiera lingotes de plomo sobre el poblado de ranchos de techo de manaca, la vegetación chaparra, tostada, color de arena verdosa, los edificios del puerto, las casas de madera pintada de colores chillones, el muelle, los rieles, los vagones de ferrocarril en que vivían algunos empleados, chimeneas, algún ventanuco forrado con cedazo y el graderío para subir a la vivienda.

Del lado de la bahía, mar y cielo en un solo zafiro, apareció un barco blanco. Iba entrando y resplandecía. Pronto se oiría la sirena. Sol quemante de agua. Empezaba a gotear del lado de la tierra. Sin más ulular que sus gruesos goterones, el aguacero navegaba de la costa hacia el golfo, como a cerrar el paso a la nave fantasmal que al pronto quedó oculta tras cortinados de lluvia.

No hubo más horas por eso, no duró más la tarde. Incertidumbre de minutos, de segundos, y la lluvia que no escampaba, y el calor desesperante. Doña Flora telegrafió por su cuenta a su hermano, ingeniero Tulio Polanco, preguntándole si Mayarí no había ido a dar a su casa, pues nada sabía de ella, después de haberse marchado sin permiso a la capital. También telegrafió a una amiga y compañera de colegio con quien se carteaba, pero en este caso sin decir que Mayarí andaba por ahí sin su autorización. Más vale no acabarla de desacreditar. Ya el comandante se dio el gusto de llamarla con toda la bocota de indio bozal: «agitadora». ¡Mejor!… ¡Agitadora…, anarquista…, todo…, todo…, con tal que no esté muerta!

– A Cosme le pica el ojo y voy a buscar al gato. A lo menos pasarle la cola de ese animal por el párpado, para que no le vaya a dar escúpelo.

Y al salir la comadre, el viejo dijo:

– Ahora que estamos solos le quiero contar… -bajó más la voz-. Yo creo que anda por la capital o por allí en eso de ver que no le quiten las tierras a los paisanos, porque mi mujer me contó que decían que Mayarí estaba muy disgustada por lo que usted y el gringo ese andaban haciendo. Pero mire, comadre, lo que son las cosas. Nosotros pensamos en el suicidio como una solución para el caso, de parte de ella, de su desilusión al ver lo que sucedía, de su desengaño al ver a la madre y al novio mancornados contra esa pobre gente, y no se nos pasó por la cabeza esta otra salida: la estratagema de levantarles a los propietarios en contra, con el apoyo de las municipalidades. ¿Qué le parece?

– En estando ella viva, don Cosme, todo me parece muy bien. -Y lo de «Don Cosme» se lo dijo, porque aquellos juicios sobre su conducta ya no eran muy de compadre.

Doña Pablita volvió con el gato y el maestro retirado se prestó a que le pasara la cola por el párpado.

– La tiranía del remedio casero, comadre…

– ¡Por San Caralampio, escúpelo!… -decía la señora Pablita-. ¡Por San Caralampio, escúpelo y no escúpelo, escúpelo y no escúpelo!…

El gato empezó a maullar. Miau, miau, miau…

– ¡San Caralampio! ¡San Caralampio!

Geo trajo del barco un paquete con carnes frías para ajustar la comida, el magro caldito de pescado con trozos de pan frito en aceite y unas papas en colorado de la cocina de los Aceituno, y una botella de vino tinto, clarete, y una botella de ron cubano, y una botella de whisky, y una botella de coñac, y una botella de ginebra, y una botella de champán, y una borrachera que por poco se vuelve catastrófica. Iba a caer sobre don Cosme. ¡El gran poder de Dios!, invocó doña Pablita, pasando en seguida a rezar «La Magnífica», mientras doña Flora detenía aquella torre de carne, de carnes y botellas que en la semioscuridad de fondo oceánico que formaba la luz del quinqué paseaba los ojos castaños como ojos de vidrio. Lo malo es que se le había olvidado el español. Todo lo decía en inglés. Y ellos allí no entendían. Don Cosme, todo lo que recordaba de sus años de maestro, cuando integraba las ternas de los exámenes de inglés en el Instituto Nacional, era: «forguet», «forgot», «forgoten», y se lo dijo, lo que hizo que Geo se echara a llorar como un niño, tomara de las manos, para besárselas, a doña Flora, la abrazara, la apretara la cabeza con sus dedos de gigante y terminara entre voces cortadas y gesticulaciones, moviendo la cabeza para repetir: «¡No!… ¡No!… ¡No!…»

– Pero qué les has dicho… -le reclamaba doña Pablita a su marido-, qué le has dicho para que se haya puesto así…

– Yo qué sé, mujer…

– ¿Cómo, entonces, se lo decís?

– Me acordaba del sonido: «forguet», «forgot», «forgoten»…

Maker Thompson, al oír de nuevo a don Cosme se lanzó un gran puñetazo él mismo para golpearse la cara y se hubiera dado otro más fuerte, si doña Flora no le pone una almohada a tiempo. Allí quedó su puño tembloroso, blanco, hirviente. «¡No!… ¡No!… ¡No!…»

– ¡Cállese, compadre! -le gritó doña Flora, mientras por la cabeza de Geo empapada en sudor pasaba su mano, acariciándolo, para que se calmara.

Al irse hundiendo la llama del quinqué se iban hundiendo todos en una luz aterronada. Con los dientes mordió el borde de un paquete de cigarrillos para abrirlo, y lo abrió; luego, sin usar otra mano, quedóse con uno en los dientes y pasó el paquete. Don Cosme, solícito y callado, aproximóse a darle fuego. Fumaron todos. Lejos se oía el Norte que estaba haciendo de las suyas fuera de la bahía. Más lluvia que viento. Lluvia fresca. Barría el calor momentáneamente.

– ¿Whisky? -preguntó doña Flora.

– ¡Oh, yes!

Doña Pablita trajo el tirabuzón y todos, como dijo don Cosme, se sirvieron como cristianos, menos él, que se sirvió como yanqui.

Ni por más que se esforzaba conseguía don Cosme esclarecer en su memoria aquellos sonidos («forguet», «forgot», «forgoten»), que en mala hora recordó. Pero insulto no podía ser. Se preguntaba en los exámenes. Sin embargo, el gringo planta del Anticristo -qué bien le cuadraba lo de Papa Verde-, trenzado en una jerigonza de orgía -el box es la orgía de los sajones-, empuñaba y desempuñaba la mano, grande como un guante de dieciséis onzas, repitiendo a cada momento: