El camarero se presentó con los whiskys.

– Bueno, amigo, a su salud; y gracias por el regalito. Conste que yo no se lo estaba pidiendo. Mi apoyo se lo brindo desinteresadamente, en el buen entendido de que nos hagan progresar, civilizarnos. Lo que necesitamos es un poco de maquinaria, para construir caminos, emprender cultivos, sacar la madera de nuestros bosques, ponerles coto a los ingleses en Belice…

– Salud, comandante, y una segunda cosa. En Bananera estoy concentrando muchísima gente -ya pasan de mil- y temo que un día de éstos se nos desencadene una peste de viruela, fiebre amarilla… Mucha de esa gente ha venido con el miasma de Panamá…

– Bueno, usted dirá lo que hay que hacer; siempre que no sea pedirle dinero al Gobierno, porque para eso siempre está agotado el presupuesto. Si lo sabré yo, que he querido sanear el área del puerto, una cosa tan pequeña.

– Por el contrario, nosotros vamos a colaborar con el Gobierno; pero necesito, no que me autorice, sino que se haga la vista gorda si yo le meto fuego a todas esas rancherías inmundas que hay por allí, nidos de piojos, de gente sucia…

– ¡Qué jodido está eso!

– Bueno, no es así no más. Voy a proporcionarles donde vivir decentemente; voy a construirles casas nuevas, ya en las nuevas plantaciones, donde podrán trabajar si quieren o, si no, vivir allí como en casa propia y salir a trabajar adonde les parezca.

– Si es así, me va gustando su modo, como dicen los indios. No hay duda, amigo, ustedes son prácticos. Si me da usted su palabra de reponerles casas, que no se vayan a quedar a la descampada…

– Las viviendas y los muebles y trapos que tengan; que alguna vez, pobre gente, tengan todo nuevo…

– Si a ellos también se les pudiera quemar y cambiarlos…

Le supo a lágrimas la taza de café, entre el zumbar de los ventiladores, las voces de pasajeros y visitantes, y el silencio del comandante y Geo. El llanto le nublaba las letras del telegrama:

«… Alcalde Gabriel Guerra informó esta superioridad mujer Mayarí Palma Polanco desaparecida esa zona, según suyo fecha… embarcó para playado 'El Chilar' barca conducida individuo Chipo Chipó. L. y C. Meneos.»

– No hay nada irreparable en eso, mi señora -trataba de consolarla el comandante-. Por el contrario, ahora ya sabemos dónde anda y en qué anda; vamos a ordenar que el capitán que está al frente del destacamento en Bananera salga inmediatamente para el playado «El Chilar», donde es fama que el paludismo enterró el ombligo…

– Y yo me voy en seguida…

– Y usted se va en seguida, en el primer tren…

– De todas maneras arreglaremos para llegar a Bananera en la madrugada -simplificó Geo-; yo también tengo que estar por allá mañana.

– La embrujó Chipó -mascullaba ella-; la embrujó Chipo Chipó…

Una riña al costado del barco entre negros y blancos. Se golpeaban ferozmente bajo los reflectores. Ni un quejido. Sólo el jadeo y el ruido fofo de los cuerpos al golpear en el muelle, el yuxtaponerse el eco de los pisotones, los puñetazos, los cabezazos, los puntapiés, y entrecortados insultos y blasfemias. Además de los hombres intervenían mujeres, unas tratando de poner paz y otras dando mona; desgreñadas, las ropas casi arrancándoseles, arañaban, escupían, maldecían, intervención que les daba aspecto de danza de zapateado, de golpeado, de jaleo sin música a la orilla del Caribe.

La luna en menguante, barca de oro rojizo, emergía del infinito cálido sobre las montañas achocolatadas y la superficie de la bahía. Abajo, soledad y rutilantes monedas de oro, monedas de los faros en el agua, y arriba, la noche en soledad de estrellas.

VI

Se le calcinaban los pies aterronados. Pedazos de tierra que se va. Pies desnudos. Interminables filas. Pies de campesinos arrancados de sus cultivos. Imagen de la tierra que se va, que emigra, que deja escapar pedazos de su gleba buena, caída de los astros, para que no permanezca donde ha sido privada de raíces. No tenían caras. No tenían manos. No tenían cuerpos. Sólo pies, pies, pies, pies para buscar rutas, repechos, desmontes por donde escapar. Las mismas caras, las mismas manos, los mismos cuerpos sobre pies para escapar, pies, pies, sólo pies, pedazos de tierra con dedos, terrones de barro con dedos, pies, pies, sólo pies, pies, pies, pies… Se les ve donde van, ya no están en sitio alguno, van, marchan sin hacer ruido, sin levantar polvo, marchan, marchan, marchan, brasa y humo las viviendas, y el descuaje de los bosques semisumergidos en el agua, humedad jabonosa donde sólo impera el zompopo, la abeja negra, nubes de insectos, guacamayas y monos.

La familia de mulatos se agarró con todos sus hijos al terrenito sembrado de guineo. Pero fue inútil. Los arrancaron, los pisotearon, los despedazaron. Se agarró al rancho. Pero fue inútil. El rancho ardió con trapos, santos y herramientas. Se aferró a la ceniza. Pero fue inútil. Una veintena de energúmenos, al mando de un capataz de pelo colorado, los expulsó a latigazos. Las viejas mulatas, colgadas de sus lágrimas, se revolcaban como si les hicieran cosquillas, gritando, chillando, intentando defenderse con sus manos de higuerillo, heridas, golpeadas, sangrantes, para resistir aquel llover de látigo. Y los mulatos tostados de viejos, pelo entrecano sobre los cráneos redondos, salían borrachos de angustia, trastabillando, empujados golpeados, desposeídos, seguidos de la prole menuda, hijos, nietos que traducían el choque del cuerazo sobre las carnes de sus padres repitiendo, mientras lloraban de miedo bajo un calor de llaga, inarticuladamente: ¡chos, chos, moyón, con… cboss, chos, moyón, con…!

Los mestizos resistían. Dulce es la tierra donde uno nace. No tiene precio. Toda la demás es amarga. ¿Dejar así no más los guineales, los trapiches entre cañas en vicio, los venados que las escopetas detenían en misteriosa coincidencia de bala dominguera y animal raudo, las colmenas, los tepemechines, la hamaca? Las guarisamas al aire, lenguas-machetes que hablaban el único idioma que ahora se usaba por allí, puntazo y planazo, para hacerse entender rápidamente, marchaban con patachos de mulas cargadas de fruta hasta la estación de Bananera, donde paraba el tren frutero, para completar los embarques de bananos. Las patrullas les daban el alto y una y otra vez, interrogándoles de dónde sacaban la fruta, adonde la llevaban, quién era el dueño, cuánto acarreaban, todo para retardarlos y que el tren se les pasara, pues en este caso la fruta se perdía. Aguaceros hoy, calor de fuego mañana, crecidas de los ríos bravos, noches enteras avanzando con las bestias hasta la cincha el agua y el lodo, el criollo mantuvo su ritmo de entrega de bananos para los embarques. Ningún atraso, ninguna remora lo detuvo; él también era ambicioso. Le faltaban elementos de cultivo y de transporte. Pero los tendría, los compraría. Le sobraba la plata. Mal vestido andaba, pero no era miserable. No le gustaba la ostentación. Era silencioso por naturaleza, pero en su callar estaba hablando. Le gustaba el ocio, no la pereza. Detestaba el ruido y no conocía la prisa. La velocidad no le embriagaba. Y ante todo, no quería perder su libertad. Su pequeña libertad. Esa que nacía de su montura y de su gana. Cambiar de amo. Ir a trabajar por cuenta ajena, cuando él era su único patrón. Por ninguna paga. Y por eso, en la entrega de su guineo, para los embarques de fruta, vio la solución que compaginaba su querer ser él, sin depender de nadie, y tener en la entrega un medio de progreso.

Pero el empuje cedió, no se mantuvo al ritmo del arranque. Los grupos fueron llevados a los cuarteles, para el servicio, a los más bragados y por las aguas del Motagua empezó la bajante de muertos. ¿Dónde se ahogaban? ¿Cómo se ahogaban? Mujeres enguirnaldadas de lágrimas corrían a las playas a reconocer los cadáveres de sus esposos, padres, hijos, hermanos. Otras, con menos suerte, recibían los cadáveres de sus deudos medio comidos por el tigre, restos devorados de huesos y carnes fétidas o secas. Y otras, ¡ay!, debían apartar los ojos de la terrible e hipnótica luciérnaga que guardaban en las pupilas vanamente abiertas, los que caían víctimas de las serpientes.

Los huérfanos, más dóciles que sus padres, se enganchaban en los trabajos de las plantaciones. Otra de las muchas ventajas de liquidar gente revoltosa. Su muerte produce muchos braceros. Niños que la orfandad adelanta a hombres, adolescentes que el desamparo vuelve jóvenes, muchachones que por necesidad dragonean de adultos, todos resignados en el trabajo abundante y la paga inmejorable, resignados pero sin olvidar el ¡Chos, chos, moyón, con! de los mulatitos que sonaba en sus oídos a algo así como «¡Nos están pegando!»

¡Chos, chos, moyón, con!, grito de guerra hecho de la carne golpeada y el miedo de los niños. ¡Chos, chos, moyón, con! ¡Nos están pegando! ¡Manos extranjeras nos están pegando!…

Donde se oía cuerpeaba la tierra algún civilizador con la gran helazón de la bala en el pecho. «¿Quién? Nadie. Sólito él se juntó a la bala. Su bala. Fue y se juntó con ella. ¿Para qué buscar quién?

El vuelo en embudo de los zopilotes, bajando en cerrado círculo, participaba su muerte; si no, ni el cadáver, como ocurría cuando ríos de lodo con dientes de hiena arrastraban los cuerpos, o cuando los cubrían ejércitos de hormigas coloradas, mundo en movimiento que les daba instantáneo color de hierro cascarudo.

¡Chos, chos, moyón, con!, grito de guerra hecho de la carne golpeada y el miedo de los niños.

El cadáver de un blanco no vale más que otro e igual se lo disputan aves, coyotes, chacales, insectos, y con qué poco gusto se entrega a sus atacantes. Los seres más extraños, más hambrientos, más dientudos, más uñudos, más voraces lo desintegran hasta dejarlo en palillos de dientes; sólo huesos, huesos que el sol de la jornada caldea como la sangre los caldeaba cuando sostenían al ser que se fue de ellos en las garras, en los colmillos, en las uñas, en los dientes de los que se lo llevaron a integrar otros seres.

Los negros no tienen el esqueleto negro. Al negro chombo que ayudó a quemar casas le tocó su onza de plomo. Escuchó el ¡Chos, chos, moyón, con! y se vino al suelo gimiendo, con gemido de mono corpulento. Del agujero profundo le manaba el borbotón de sangre remolacha. ¡Cómo habría gozado de verse el esqueleto de marfil, luna y harina, o un poco de color sucio del humo que se alzaba de los caseríos quemados por su brazo, como medida sanitaria, para arrancar de la tierra al hijo del país, borrar sus ranchos, borrar sus cerros, borrar sus siembras!