Y ya pitaba el tren por allí. El progreso: la «colamotora», como llamaban a las locomotoras, por ser toras que arrastraban colas de vagones de fruta por los ramales desviados hacia donde se descuajaba el bosque y surgía la plantación.

Colamotoras, incendios, teodolitos y los mestizos ya sólo con las ropas que llevaban puestas. Hubo que vender las chaquetas -de buen género las chaquetas- para pagar el gasto del último escrito en que se hacía ver que pueblos con cuarenta y cinco años de vida (Barra del Motagua, Cinchado, Tendores, Cayuga, Morales, La Libertad y Los Amates), dos de ellos constituidos en municipalidades que son las primeras de la jurisdicción, quedaban sin ningún elemento de vida, porque los agricultores nacionales, en su mayoría nacidos allí, eran expulsados por la «Tropical Platanera, S. A.», careciendo ahora de derecho hasta para cortar o sembrar una planta…

Todos echaban los ojos sobre lo que el letrado escribía, no porque entendieran, sino para dejar la fuerza de su mirada en aquellas letras y que del papel sellado se aclara su exigencia en derecho, su tremenda angustia de quedarse en la calle, y su esperanza.

– ¡Que ponga!… -decían-. ¡Que ponga!… ¡Que ponga!… ¡Que ponga! ¡Que ponga!…

– Sí, se va a poner eso… Eso ya está puesto… También eso se va a decir… Pero no hablen todos a la vez, no hablen todos juntos…

El resultado fue el de todos sus memoriales. No los leían o no les hacían caso. Siempre estaban en trámite y de repente a la canasta o al archivo.

– Leer y escribir para los pobres es inútil. No «mandes» a tu hijo a la escuela… -reflexionaban entre ellos-. ¿Para qué va a ir a la escuela?… ¿Que aprenda a escribir?… ¿Qué saca, si nadie le hace caso?… Escribirá…, escribirá… Sabrá leer…, sabrá escribir… Escribirá…, sabrá leer…, sabrá escribir… y todo inútil…

De entre las copas de los árboles pelados como en peluquería por podadores y jardineros asomaban los techos de las edificaciones, coronadas por torres para depósitos de agua potable. Oficinas, casas de los jefes, subjefes, administradores, empleados, hospital, hotel para visitantes, mundo guardado entre vidrios y cedazos que colaban el aire sin dejar pasar los insectos que como chingaste del trópico quedaban en las ventanas y puertas alambradas con aquel tamiz.

Pero allí mismo, en coladores más tupidos, también quedaba fuera, igual que borra, el universo del maíz y el fríjol, el pájaro y el mito, la selva y la leyenda, el hombre y sus costumbres, el hombre y sus creencias.

El fuego que en mano del español consumió las maderas pintadas de los indios, sus manuscritos en cortezas de amatle, sus ídolos e insignias, devoraba ahora, cuatrocientos años más tarde, reduciéndolos a humazones y pavesas: cristos, virgenesmarías, sanantonios, santascruces, libros de preces y novenas, rosarios, reliquias y medallas. Fuera el rugido, dentro el fonógrafo; fuera el paisaje, dentro la fotografía; fuera las esencias embriagantes, dentro las botellas de whisky. Otro dios llegaba: el Dólar, y otra religión, la del big stick.

Diez años. Medio katún, como dirían, siguiendo la cronología maya, los arqueólogos y chiflados con hambre de moscas de museo, tics y gafas, que llegaban a extasiarse ante los monolitos de Quiriguá, piedras gigantescas con bajo relieves de figuras sacerdotales y zoomórficas superiores a las egipcias. Medio katún. Diez años. Sobre el escritorio del Papa Verde, jefe supremo de las plantaciones, señor de cheque y cuchillo, gran navegante del sudor humano, hay alineados tres retratos: el de Mayarí, muerta en acción, como decía él mismo evocando su arrojo al lanzarse al río, acompañada de Chipo Chipó, para ir a un pueblo feliz a procurar las firmas de sus moradores contra las expropiaciones; el de doña Flora, con quien contrajo matrimonio, muerta también en acción, decía, irónicamente, por haber fallecido al dar a luz una niña que ocupaba, sobre su escritorio, el tercer marco de plata, Aurelia Maker Thompson. Tres retratos: Mayarí, su novia; Flora, su esposa, y Aurelia, su hija, internada desde muy niña en un colegio de monjas, en San Juan, capital de la colonia inglesa de Belice.

Manejando el flamante motocar del jefe, Juambo el Sambito lo condujo una vez más a la visita de las plantaciones. Esa vez iba acompañado de un señor de piel tan encarnada que daba la impresión de no tener pellejo, sino estar en carne viva quemándose por castigo al sol del trópico, y con el que Maker Thompson hablaba en voz alta, casi a gritos, por el ruido del motor y el rodar de las ruedas en los rieles. Los regatos pasaban bajo los puentes y qué sensación de libertad daba el agua suelta en contraste con los rieles que por allí tenían frialdad de barrotes carcelarios. El motocar se movía como saltamontes con ruedas. Sobre la plataforma, sentados en un escaño atornillado abajo, Maker Thompson con las piernas cubiertas por un plano de papel celeste, encerado, lustroso, y el señor en carne viva con un lápiz que le ayudaba a señalar en el plano lugares y distancias.

El recorrido duró toda la mañana. De vuelta al despacho de Maker Thompson, el visitante, tras desdoblar nuevamente el plano sobre un escritorio, dijo:

– Muy bien; pero mis abogados me han hecho saber que hasta la fecha no tenemos título legal para operar en estas tierras. Lo hacemos usando ilegalmente estos campos. No se puede seguir así.

Maker Thompson le salió al paso.

– Nadie, que yo sepa, dice lo contrario y la gente de por allá debe saber que hasta la fecha nada han podido hacer las municipalidades, porque sus reclamaciones no han prosperado en las altas esferas.

– Pero a precio de qué no han prosperado…

– A precio de oro, naturalmente…

– Eso no es correcto…

– ¡Nada de lo que la compañía ha hecho en estos países es correcto; y no por carecer de títulos vamos a dejar abandonados los cultivos, las instalaciones, y lo que es más, el ferrocarril!…

– El ferrocarril no nos pertenece. Pertenece al país y está casi concluido.

– ¡Quién sabe!…

– No, señor Maker Thompson; debe conseguirse el título de las tierras, hay que obtener la autorización legal para seguir operando.

– Eso se obtendrá con la compra de los peces grandes…

– No sé cómo se obtendrá; pero mi opinión es ésa… -y el despellejado caballero se detuvo frunciendo las cejas rubias para fijar a la distancia sus ojos pálidos color celeste-. Y… algo más: esa política de soborno que usted preconiza, no es de mi gusto, me enfada, me da vergüenza. Duele verse uno la cara al espejo cuando ha estado en Centroamérica, donde arrebatamos las tierras a los que las poseen pacíficamente, y hacemos muchas otras cosas cubriéndolo todo con el unto del metal amarillo, oro que hiede a merde, porque eso hemos hecho, transformar el oro en porquería… He conversado con toda la gente desposeída por usted y tengo mi documentación lista…

Geo Maker, mientras el visitante hablaba y hablaba, lo medía con la mirada, olvidándose del fósforo que había encendido para dar fuego a su pipa, hasta que la llama le quemó los dedos. Lo arrojó violento, echóse saliva en las yemas del pulgar y el índice, y no dijo nada. Sólo después de breves instantes, añadió:

– ¿A qué hora parte usted?

– Debo quedarme, si ustedes no tienen algo más que yo deba inspeccionar.

– Efectivamente, falta que vea usted las plantaciones de la «Vuelta del Mico». Son las mejores. No le llevé esta mañana, porque no nos hubiera alcanzado el tiempo para ir y volver. Quedan un poco lejos. Pero esta tarde, después del lunch, podemos aventurarnos.

En el motocar, mientras los señores lunchaban, esperaba Juambo el Sambito comiendo bananos. Pelaba la fruta con parsimonia y luego se engullía hasta el galillo la candela de crema vegetal en que la seda y la vida van juntas. Un banano tras otro. Babasa de lujo le rezumaba de la boca, por las comisuras de sus labios gruesos, ligeramente morados. Cuando le chorreaba por la quijada, ya para resbalarle el güergüero se sacudía, moviendo la cabeza, de un lado a otro con fuerza, o se limpiaba con el envés de la mano. Y otro banano, y otro banano, y otro banano. Ellos, los jefes lunchaban; él, Sambito, comía bananos.

– Juan se vendió… -allegóse a decirle un desconocido, o si tal vez lo conocía, no lo reconoció; tan cambiado andaba andando.

– ¡Juambo vendido, no! ¡Sambito el mismo!

– Y eso que su apelativo es Sambo, si fuera Smith…

– Pero no por zambo…

– ¿Y por qué entonces?

– Porque me da la crisis… Sambito, mal Sambito… Sambo no vendido. Juanito vigila. Come «mañano» y vigila.

Al oír el desconocido el cambio de «Sambo» y «Juambo», «Sambito» y «Juanito», se le acercó más:

– ¡Chos, chos, moyón, con…'. -susurró, como santo y seña, y después de volver la cabeza a todos lados, para ver si había alguien cerca en voz aún más baja, imperceptiblemente casi, le sopló al oído-: Esta noche vamos a limpiar a tu jefe, le llegó el turno y ése que vino de visita diz está a nuestro favor y quiere devolvernos los terrenos; «vos» cuando el gringo Geo esté durmiendo, haces que te da el ataque y aullas como chucho que ve llegar la muerte para el amo.

Al ver que se aproximaba uno de los jefes al motocar alejóse el vagabundo desnudo -sombrero, taparrabo y nada más- no sin antes despedirse con el grito de guerra hecho de carne golpeada y miedo de criatura. ¡Chos, chos, moyón, con…! Un esqueleto de huesos negros por la quemadura de los soles y el relente nocturno, humedad de baño de temascal que de noche lo sigue quemando todo.

– Juambo… -dijo Maker Thompson, quitándose el sombrero de corcho para darse aire y abanicándose la cara con la ligera prenda, ligera no obstante abultar mucho en la cabeza-. Juambo, ¿qué tal está la «Vuelta del Mico»?… ¿Se puede ir?…

– Sí, jefe, pero siempre es peligrosa. El motocar éste es muy grande para dar la vuelta, y hay que hacer la maniobra de sacarlo de la vía, cargarlo y echarlo en los rieles después de la curva. La otra vez, por no hacerlo así, por poco nos matamos con los caporales de la bomba de agua.

– Pues, ni la otra vez se mataron ni esta vez nos mataremos nosotros. Vamos a ir con el caballero, visitante a conocer las plantaciones de por ese lado y no es cosa de anclarse bajando para esos trasbordos, de bajar del carrito, volverlo a poner y seguir, porque nos desacreditamos. Va a decir ese hombre: ¡qué descuido! ¿Por qué no amplían esa curva?