– ¡Shut-up!… ¡Shut-up!…
Se fue, sin importarle el chubasco y sin cerrar la puerta, después de estrellar el vaso de whisky en el suelo.
¿Quién estaba queriendo arrancar el mar?
El aire con agua le cerraba los ojos y hubo de inclinar la cabeza para que no le dejaran ciego los disparos de sal, escopetas cargadas de sal que le rociaban la cara. Pero no sólo él andaba a tientas preguntando quién arrancaba el mar, sacudido desde sus raíces más hondas, hasta la redondez inmensa de sus ramas. Los faros pizpiriciegos en vano alargaban sus pescuezos de sombra para clavar su luz mojada en los litorales, espumajeantes.
Todo se tambaleaba con él, sin él y alrededor de él, tan, tan, tan, tambaleante iba…
Golpeó la arena con el pie, hasta encontrar en el dolor del tobillo la argolla del encadenado y en simulacro de fuga, temeroso de estar con cadena, echó a correr sin rumbo, bien que sabía dónde, entre el eco desenfrenado de la marea y la tiniebla de lodo fino, siniestramente dulce, que se alzaba de los pantanos. Osciló, las rodillas requebrándosele, en lucha con un cocal que no le dejaba pasar, y al que se arrojó, del toro el abrazo de los cuernos, para que no le embistiera con sus cornamentas peinables, y entre las cornamentas racimos de testículos. Y después de la lucha con los cocales, resoplar de toros enraizados, los caballos de espuma, de los que unos montaba y otros le pasaban por encima, tan, tan, tan, tambaleante iba.
¿Quién lo había arrebatado?… ¿Adonde iba con los caballos que le pasaban por encima? Gran manera de cabalgar, él tirado en el suelo y los caballos saltando, pasando sobre su cuerpo.
No regresó a la playa nadando ni trasportado por el oleaje, sino en el viento, acostado en el viento que lo estrelló contra la superficie de un playado rocoso.
Palpó, como si reconociera el islote y con voz de bandeja sumergida en copas dijo señalando al mar embravecido:
– ¡Me resbalé en esa cascarita!…
Imposible saber si iba bien, si iba mal. Ni veía ni oía por dónde lo llevaban sus pasos. Iba a llamarla. ¿Quién la hace volver de su voluntaria marcha hacia la inmensidad si él no la llama?
– ¡Mayarííííí!… ¡Mayarííííí!…
Mayarí marchaba delante y él la seguía. Por su jadear notaba que la seguía a grandes pasos, casi a la carrera, aunque cada vez más lejos. Contra su pecho de hombre medio desnudo, contra sus grandes huesos,, contra su pequeña carne de papel mojado, se alzaban bosques de lluvia sesgada con sabor a tierra y penachos gigantescos de espumas sobre grandes masas líquidas decapitadas en el mar y mar afuera combatiéndolo.
– ¡Mayaríííí!… ¡Mayaríííí!… ¡Mayaríííí!… -Qué cantidad de agua los separaba, en lo profundo y en el cielo agua y más agua…- ¡Mayarííííí!… ¡Mayarííííí!…
Ya áfono, la voz perdida en el baúl de su garganta, enderezaba la cabeza entre pelo y agua, el agua corriéndole por la cara, para gritar frente al vaivén bullente del oleaje:
– ¡Vuelve, Mayaríííí!… Vuelve…, regresa… Yo me haré de nuevo al mar…, seré el que era, pescador de perlas…, venderé indios de Castilla del Oro…, comerciaré con ébano humano y ébano vegetal…, con pepitas de oro y con oro de cabellos de rubias vendidas en Panamá… Y entonces, cada vez que mi bajel arribe, desde el islote me llamarás: «¡Mi pirata adorado!…» ¡Pero vuelve, vuelve, regresa, está muy lejos la isla de Utila para llegar nadando! Geo Maker Thompson ha dejado de ser el plantador de bananos. Se acabó el Papa Verde. Para navegar es mejor el mar que el sudor humano…
Amaneció en el barco, adonde lo arrastraron dos negros un poco violentamente. En la noche no se veía que eran negros. Doña Flora dirigió la maniobra.
Las ocho, las nueve, las diez de la mañana y las comunicaciones interrumpidas por el mal estado de las líneas. Doña Flora se instaló en el telégrafo. Cuanto más cerca, mejor. Se levantaba, se escabullía por la puerta, para salir a ver fuera de la oficina -nada, porque no había nada que ver-, para volver a entrar a dejarse caer en el escaño. Nuevamente se incorporaba, como si el escaño la quemase, y empezaba a deletrear las palabras de un almanaque, o a leer las tarifas…
– No digas que soy mal pensada, Cosme, pero estoy con la espina de si la ahijada no se iría de su casa por ce… lestiales. Ese amor con que trata la comadre al yerno. A saber si vos te fijaste. No te habrás fijado por estarte queriendo acordar de lo que quería decir ese for… no sé qué…, for… no sea lo de for… nicar de la doctrina cristiana…
– Son los tiempos del verbo olvidar, Pablita, esta mañana me acordé. Me estuve y me estuve toda la santa noche, hasta que me acordé. Verbo irregular. Con razón que se puso tan alterado cuando yo lo dije…
– Le estabas pidiendo que la olvidara, ¡qué vivo sos vos!; aunque eso con los hombres nada tiene de irregular. Se ve todos los días. Para mí fue por celos que se huyó la muchacha. El hombre ese se ve más propio para ella.
– Por la ambición, no te contradigo. Tipo del pirata…
– ¿Del pirata? Te quedas corto. ¡Del tiburón!… Y ella, vieja bribona que quisiera que los barcos esos de la inocencia blanca fueran repletos de guineo hasta las chimeneas. Esos barcos blancos son como sepulcros, Cosme. En lo que paramos…, que de otras partes nos manden tamañas tumbas flotantes, como sí nosotros no estuviéramos aquí ya bien soterrados.
Los ojos del telegrafista no pudieron engañar a doña Flora, al oír la llamada. Estaba llamando la capital. Apoyó el dedo en el manipulador y contestó. Ella, para estar más segura, le preguntó si ya estarían buenas las líneas. El, con la cabeza, le dijo que sí. Y siguió manipuleando.
– ¿Y ella? -preguntó don Cosme.
– Allá está en el telégrafo. Desde aquí la estoy viendo. Pues lo cierto que la ambición los hizo mancuerna, los amancornó.
– Las mujeres ven más que nosotros, porque aquello lo tienen en forma de ojo…, el ojo en el triángulo…
– ¡Ve, te callas, o te doy tus palos! Viejo podrido, sólo en ésas vive… Mejor sería que me contestaras. Hasta ahora no me has dado tu opinión sobre si crees, como yo creo, que la ahijada se fue por celos.
– No. Se fue porque la sublevó la injusticia, y andará levantándoles a la gente, para que no aflojen las tierras.
El telegrafista le largó abiertos dos mensajes a doña Flora. Su hermano Tulio y su amiga contestaban que Mayarí no había llegado. Su hermano agregaba: «Sumamente apenados infórmanos al saber de ella.»
No se preocupó de su fruta. Fue al muelle para ver el agua. Estúpidamente. Ver el agua. Las bodegas no tenían fondo. Centenares, miles de racimos. Los cargadores, curvados como «enes», con el tilde del racimo en el hombro, se le antojaban una procesión de «enes» a don Cosme, que vino a preguntar a doña Flora por la respuesta de sus telegramas.
– A mí lo de la capital no me convencía del todo, compadre…
– Ni a mí… -apoyó don Cosme tras leer los mensajes.
Doña Flora le midió con los ojos antes de que siguiera.
– Hable, diga…
– A mí lo de la capital no me acababa de convencer, porque presumo que Mayarí anda cerca, moviendo a la gente que teme por sus tierras y por allí aparecerá…
– Dios lo oiga, compadre, porque lo de la capital no resultó. -Y después de suspirar y callar-: ¿Por qué se llevó el vestido de novia? Eso es lo que yo me pregunto a cada momento… No se iba a vestir de novia para andar de «agitadora» en el monte, como dice el comandante. Se vistió de novia para suicidarse, eso es; sanamente, para arrojarse al río. Y nadie me quita la idea de que así fue. Mi corazón la ve vestida de desposada, flotando como una orquídea blanca… Acuérdese, compadre, que el corazón no engaña…
– Si fuera usted de más lecturas diría yo que está obsesionada por la imagen de Ofelia…
– Mi hija, don Cosme, qué Ofelia… ¡Una agitadora vestida de novia! ¿La ve usted, compadre?
– ¿Y si se llevó el vestido para significar que ya no quería casarse con su enamorado? Comadre, hablemos las cosas como son. ¿No cree usted que la niña haya sentido celos de usted y el gringo? En ese caso, sí podría suponerse lo del suicidio.
– Vea, compadre, no me haga decir una barbaridad. Jamás pudo sentir celos de nosotros.
– ¡Qué sabe usted!… Tengo entendido que ya ella no los acompañaba en sus recorridos, que se quedaba sola en la casa… Y usted es todavía apetecible, señora, apetecible; esas carnes están…
– ¡Cuidado, compadre, que se vuelve piedra!
– ¡Por usted, aunque me quedara hecho un tetunte!
– Déjese de estupideces, viejo majadero, peor que porquería… Ya se lo voy a decir a la comadre, para que le quite las ganas a sopapos…
Del barco bajaba Maker Thompson. La saludó a gritos. Con la mano le hacía señas de que estaban cargando su fruta. Don Cosme se quedó mirando el agua.
– No está en la capital -dijo ella al acercarse a Geo, con los telegramas en la mano.
– Bueno, tal vez no quiso asomarse a casa de su hermano ni a donde su amiga. Muy natural, por otra parte. ¡Como no iba a nada limpio!… Lo que tal vez aclare el asunto es la respuesta que le den al comandante. Vamos para allá. Podemos preguntarle si recibió alguna contestación.
– El telegrafista me dijo que no…
– Bueno; entonces, ¿quiere subir al barco?…
– Sí, me disgusté mucho con ese viejo imbécil del compadre. Dice esa mala bestia que tal vez Mayarí se fue por celos, celos porque existiera algo entre nosotros dos.
– Claro, es una opinión; cualquiera puede decir eso y más, pero no es verdad.
Ya en lo alto del barco, entre los ventiladores del saloncito, el calor era menos. Pidieron dos limonadas con bastante hielo. Sin hablar, se conversaban con el humo de los cigarrillos. Sus pensamientos fueron como la brisa hacia los espinazos de los islotes, apenas dibujados en lontananza. ¿Cuál de todos era? ¿Podría señalarse? ¿Era aquél? ¿Era el otro? Por uno de ellos avanzó una tarde. ¡Mayarí! ¡Mayarí!, la llamó Geo. Y por eso se detuvo. En el iris del mar, llanto en cristales visto desde los ojos nublados por las lágrimas de doña Flora.
– No llore, alguna noticia habrá…
– Ahora yo sé que usted la quiere; tanto me consuela eso que usted no se lo imagina. Anoche, si no lo detenemos, se mete al mar en busca de ella. Dígame. ¿Qué lo llevaba? Quiero saber, porque las almas se dan citas y mi pobre hija acaso lo haya estado llamando desde la borrasca. Ahora me pregunto: ¿por qué no lo dejamos? Somos tan estúpidos los humanos queriendo enmendar el destino, y por eso todo nos sale al revés. Ella lo llamaba. Se lo quería llevar. No lo quería dejar aquí. No lo quería dejar…