La noche estampillada de estrellas, como un sobre negro con sellos de oro en que fuera escondida la felicidad humana, cerraba el horizonte. ¿Qué contenía el aire tórrido, quemante? ¿Qué perfume desconocido de horno de quemar perfumes? ¿Qué sueño vegetal giraba con los astros?

Ray Salcedo volvió al hotel. Tenía hambre y devoró dos sandwiches, tres sandwiches, seis sandwiches y muchos vasos de cerveza.

Al pasar para su trabajo al día siguiente, botas, sombrero de corcho y todo lo necesario, entre las hojas de las enredaderas asomó una hojita morena llamándole como todas las mañanas. Se detuvo y subió a saludar a la planta de esa hojita que, tendida en una hamaca, le esperaba para quejarse con él del calor, de los mosquitos, de lo larga que se hacía la jornada sin tener con quién hablar, todas quejas superficiales de niña que quiere que la mimen, pues al marchar Ray Salcedo al encuentro de sus sacerdotes de piedra, empezaba la persecución de los cristianos con su padre, para que le pidiera libros que trataran del arte de los antiguos mayas.

– ¿Ya no te interesan los negocios?

– No. Ahora me interesa lo bidimensional en los bajo relieves de Quiriguá y el enigma de los jeroglíficos que no han sido descifrados, la geometría de las ciudades ceremoniales… ¿Has oído hablar de Nacúm? Pero, por de pronto, quiero que me acompañes a Copan…

– A mi regreso de Chicago, todo lo que se te antoje. Ray Salcedo debía acompañarte. ¿Por qué no se lo pides?

– Ya él estuvo en Copan y de aquí sigue a Palenque.

Y sin más brújula que el corazón de Aurelia, el paseo matinal o vespertino a caballo, en compañía de su padre, antes a las plantaciones para calcular la riqueza que tenían a ojo de buen bananero, terminó en diaria visita a las esteras de Quiríguá, fundada en el siglo de oro de la cultura maya, donde el arqueólogo moreno de pelo negro y ojos verdosos no parecía estudiar, sino esperar que de los labios de los sacerdotes de piedra surgiera la clave que les permitiese descifrar el secreto milenario de las edades.

– La vida está hecha de comienzos sin fin… El fin, al fin llega, pero, mientras tanto, todos son comienzos… -reflexionaba Geo Maker de regreso, en vísperas de su viaje, la cabeza bajo el aludo sombrero de cow-boy, entre las hojas de los bananales, al compás de un himno religioso que cantaba su hija. Los caballos prestaban a sus cuerpos el movimiento ondulante del anochecer de ir cabalgando un río.

– ¡Jisé, musié!… -exclamó Juambo todavía con la boca en chumchucuyo después de tragarse el silbido a la puerta de la lavandería apenas entornada y se paseó los dedos por la cara con santiguadas de patas de araña.

Si el buen criado ve sin mirar y oye sin escuchar, Juambo ni miró ni escuchó, bien que fuera todo ojos y tímpanos, la parte de su persona que no estaba al servicio doméstico, mirando más de lo que veía y escuchando más de lo que oía, actitud de espectador ansioso en la que se mantuvo antes de batir su desaprobación con la cabeza, molinillo con pelo en motitas de espuma de chocolate quemado, y gesticular en silencio, con córneas y los dientes unidos al desorbitar los ojos y encoger el labio superior.

Alejóse de la puerta. Guarde Dios lo fueran a encontrar espiando, tunda de golpes y bofetones la que le daban, antes de mandarlo a hacer gárgaras de muelas y sangre, o… no le pegaban, pero al sentirse sorprendidos se descaraban con él, para que les sirviera de tapadera. El piso crujía bajo sus pies entre el bullido de chorlos, sanates, calandrias, chorchas, pericas que poblaban de amor la vecindad del cielo, en las ramazones de los árboles de hojas color de miel verde y flores coloradas, revoloteo dichoso que también se oía bajo el techo de la lavandería, no sólo encima, entre la ropa, donde la señorita y el arqueólogo…

El domingo no se levantaban las persianas de ese lado de la casa y nadie asomaba por allí, salvo Juambo. Venía a media mañana, en traje de excursión, silbando el vals Cadalso sin saber qué le gustaba más, si la música o la letra.

¡Baila, baila este vals que yo valso

sin dejarte poner la peluca

del Buen Rey que perdió en el cadalso

la corona, la testa y la nuca!

«¡Baila, baila este vals del cadalso,

soy la muerte, tal vez lo adivinas,

la corona de Francia me calzo

y de Cristo, corona de espinas!»

Pero si no sabía qué le gustaba más, la música o la letra, lo cantaba un paisa de Omoa, tampoco podía decir el Sambito si los domingos se asomaba a la lavandería por la toalla o por olfatear el olor de las lavanderas impregnado en el local, como un olor del sábado, más fuerte que el de las lejías y más a su gusto que el de la brea y el barniz del machimbre del cielo recalentado por las láminas de cinc.

Los hueles de hembra -huele-de-noche, huele-de-fiesta, huele-de-siempre- avivados en aquel baño de calor caldoso, hacían sentir a Juambo su soledad de mulato baldío, condenado a ser zonzo por estar al servicio de Maker Thompson, de quien era algo así como su mujer desde que enviudó. No por nada malo, sino porque le servía al pensamiento, le obedecía ciegamente y le temía más que a Dios. El patrón lo rescató de las garras del tigre, cuando sus padres lo abandonaron en el monte para que el tigre se lo comiera, luego lo crió como hijo de nadie en su casa, y como del susto de lo del tigre le quedaron los ataques del mal de sambito, lo curó amenazándolo de muerte con el revólver ya levantado el gatillo y apuntándole al corazón cada vez que le amenazaba la crisis, pues en lugar de zangoloteo, sólo le bajaba por todo el cuerpo un sudorón hediondo a miedo helado, a meados fríos, a lo que «jieden» las personas en la agonía.

Se santiguó de nuevo ya lejos de la puerta al pensar en el patrón. Nos mata a todos si lo sabe. Por fortuna que no está en el país, anda en el extranjero, en Chicago… ¡Nombrecitos los de algunos lugares de por «ái»!… El nació allí, pero mejor le llamaran Chicomo.

Más que las mujeres, al mulato le gustaba el vaho de la hembra, ser que se desangra y se trasvasa con la luna. Y su domingo era olfatear el huele-de-hembra reden bañada que se encerraba en la lavandería mezclado al tufo ácido de azul de jiquilete con que le azulaba la ropa blanca, para poder darle a probar lo que era el cielo, y que quedara más blanca, como se hace con las nubes que se azulan en las tardes para que amanezcan inmaculadas. ¿Qué mayor gusto para un hombre solo que abandonarse en lo que allí quedaba de carne prieta olorosa, de manos suaves por el contacto acariciador de la espuma, algo quemadas por lo cáustico del jabón, brazos roillos de torcer la ropa antes de tenderla, hermosos ojos espejeantes por el reflejo de la corriente fluvial en que vivían, risas como dentelladas y habla de lava de volcán que baja quemando lo que toca, sin dejar cristiano con pellejos?

El gusto de Juambo los domingos era entrar, estarse un rato en la lavandería y salir con esa toalla que olvidaba siempre. La del lavabo del comedor. Sólo que esta vez se tuvo que tragar el vals Cadalso y volverse a esconder, como si le fuera a dar el ataque, a chuparse los dedos para probar la suciedad ácida de sus uñas.

Montañas de sol blanco, como sí en lugar de la ropa hubieran entrado el sol para amontonarlo en la penumbra, universo de sábanas, pañuelos, servilletas, manteles, sobrefundas, crujientes como hojas secas bajo sus cuerpos. Aurelia alargaba el cuello y torcía la cabeza hacia atrás, para dejar todo el espacio de su hombro amoroso a la frente de Salcedo que la veía cerrar los ojos, víctima sobre la piedra de los sacrificios, tras probar el aire con sus pupilas, como si fuera la última vez que lo miraba todo. (El sacerdote, ataviado con el traje más suntuoso, hunde el cuchillo de obsidiana, fría lágrima de la tierra, la tierra llora pedernales, y extrae el corazón caliente como un pájaro de fuego.) «¡Desquitarse!», decía ella. «¡Oh, sí, desquitarse!…» Irrealidad de las materias, lino y algodón, empapadas en el denso aroma de los tamarindos, sobre las que su capricho vengaba el tiempo que estuvo en el colegio sin jamás verse el cuerpo… «¡Oh, sí, vengarse, desquitarse!», repitió Aurelia, mientras su boca gemebunda buscaba la de su compañero hasta encontrarla junto a las cascadas de sus pupilas verdes volcadas sobre ella. Vengarse de su padre que ni la mano le dio cuando la fue a encontrar al puerto, cuando volvía del colegio después de muchos años de ausencia, pero su orfandad la sintió más, le dolió más, cuando su padre la hizo sentir que no era bella… Una pobre descolorida con anteojos, pelo lacio en una trenza prieta y ropa de tela gruesa como tumba. «¡Oh, sí, vengarse, desquitarse!»… El tósigo del sudor le salaba los besos, pero no por eso era menos dulce aquella entrega total, enloquecida, en la que ella se cobraba de todo lo que le habían hecho. Chasquidos de besos latigueantes, gotas de llanto en las pestañas… Vengarse de ser… de la crueldad de los que nos dieron la vida… (su papá… ni siquiera le dio la mano y ella volvía de tan lejos, del internado de donde vuelven los huérfanos, como de un mundo decapitado)… y de no ser más que eso, lo que eran, y faltarles ser todo lo que no eran al ir tocando fondo, anudados más y más en la frontera del sollozo… El amor carnal tiene no sé qué de venganza…

Juambo se desabrochó la camisa dominguera y fue en busca del grifo. Empaparse la cabeza que le estallaba, abierto todo el chorro para que le cayera con fuerza en las orejas, la nuca, la espalda y le corriera por allí hasta la colita. Apagarse las orejas que sentía como sopladores que han estado avivando el fuego, remojón que le alcanzó la cara cuando volvió un cachete, cerrados los ojos, paseó el chorro por su nariz, entre resoplidos y balbuceos, para terminar con un baño en la frente, y el otro cachete, y la nuca. Luego, retiróse para sacudir la cabeza como perro recién bañado, y antes de cerrar el grifo, se llenó la boca y con los ojos vanos y sin pensamiento, quedóse jugando con el líquido de mejilla a mejilla, como siguiendo el compás de su corazón que con buchadas de sangre se enjuagaba en su pecho.

Pero ¿por qué hacer el alegre, si estaba triste, ferozmente triste?…

Del jefe que andaba por los «Estados», quedaban sobre su escritorio los tres retratos: el de Mayarí, la niña Mayarí, a quien Juambo apenas conoció, era muy niño, pero la quería y besaba la foto cada vez que estaba solo, porque fue la defensora de los pobres; el retrato de doña Flora que en paz descanse boca abajo, para que si por desgracia resucitara y quisiera salir se fuera más hondo, y el de la señorita Aurelia. También quedaban del patrón, en una percha, las fundas de su mancuerna de pistolas. Estaba ferozmente triste. Metió los dedos en los vacíos cueros en que iban las armas azulosas, gélidos relojes que dan la hora exacta. («El mapa de ustedes tiene la forma de una funda de pistola -repetía el amo-, y ¡ay! del día en que nos descuidemos y ustedes saquen el pistolón que esconden en esa funda».)