Del escritorio al cuarto del patrón, y de allí, al tapanco. Tufo de telarañas, de maderámenes de cedro caliente, serrín de polilla y caquitas de ratón. Se dejó caer tras unos cajones, consciente de lo que hacía: exponerse al ataque de las arañas y los alacranes de la costa. Y no se hizo esperar el relámpago del animal en su sangre. Rechinó los dientes, ensordecido, la lengua en el galillo en el ansia de quererse tragar una sortija, seca la boca instantáneamente, las pulsaciones anudadas y unas como culebrillas de temblor recorriéndole el cuerpo.

Lo despertó el silencio de una sala en que muchos como él yacían inmóviles en sus camas, sin más señal de vida que el parpadeo. Junto al lecho, además de la enfermera vestida de blanco, la señorita Aurelia y Ray Salcedo, vestidos también de blanco, zapatos que no nacían ruido al dar el paso, raquetas de tenis. No cerró los ojos porque no tuvo fuerza. Los dejó quietos, líquidos, sobre ellos… En sus oídos, el paisa de Otnoa le cantaba el vals:

Baila, baila este vals que yo valso

sin dejarte poner la peluca

del Buen Rey que perdió en el cadalso

la corona, la testa y la nuca.

– ¡ Posiblemente!… ¡ Posiblemente!…

Y él sabía que ya era imposible. Aurelia le acompañó hasta la estación, doscientos pasos. Juambo llevaba las maletas, cambiando mentalmente el «mente» de ese posible en posible-corazón, posible-corazón…

Se confundían hacia el mar lejano las tierras bajas, verdes profundidades expuestas al azul colérico de una tarde tormentosa, tan sofocante que por momentos se respiraba apenas.

Conmovida por una turbación ilímite, Aurelia dominaba sus sentimientos, bien que de las veces que levantó el pañuelo para enjugarse el sudor, muchas fueran para secarse el llanto.

La tempestad se acercó lejana. Relámpagos al choque de nubes imantadas, truenos quebrando las cerbatanas del eco, cristalerías goteantes de peines de cardar crines de caballos de fuego y luego el aguacero de larguísimos dientes finos para peinar paisajes. Cal húmeda, cal muerta, cal oscura, cal verdosa, cal rojiza de la atmósfera sobre el cuero de bestia mojada de la costa.

La sensación completa de lo que sintió cuando, al salir de casa para la estación, Ray Salcedo dijo «posiblemente» dos veces, la reconstruía ahora que volvía sin él a toda prisa y ya casi mojada, porque el agua fue pintar y caer.

Nubes pulverizadas como sueños. Relámpagos que iluminaban las concavidades del caracol del trueno. Y el recogerse y esponjarse de la lluvia torrencial. Sintió que se le desprendía la espalda de su vestido de hilo blanco, expuesta su espalda a la intemperie, desnuda su espalda, contra el infinito.

Todo lo demás fue candente, candente porque salieron de la casa con sol, candente hasta el aguacero que apedreaba los cristales del tren, sobresalto en el que ella abandonó una vez última su boca húmeda y caliente en los labios de su amor.

Y sólo llovió, sólo se mojó la tierra para que él se fuera y al quedar ella sin su compañía, desnuda la espalda contra el infinito, se alzara de las costas volcánicas, encendidas por el calor tórrido y el inmenso océano calcinante, una atmósfera de somnolencia, vaho de sueño en que la realidad se borra.

– Deja pasar los rayos de la luna. Esta noche tus manos van tocando la nada. A veces vuelven con las manos enjoyadas de rocío…; vuelven…; vuelven como las manos frías de otra persona hasta tu rostro afiebrado y te palpas y te encuentras ausente, ajena, extraña. Son tres cosas distintas. Ausente estás cuando no te cercan los que te quieren y a quien amas. Ajena, cuando poco o nada te interesan los que te creen presente y extraña… ¡qué terrible posibilidad!…, extraña, extraña a tu piel cuando no reproduces la geografía de tu Centroamérica que tan bien representas acostada de lado, con las piernas medio recogidas…

Y todo esto se lo decía amándola con sus ojos verdes, ayer, ayer a estas horas después de poseerla. De pronto juntó los párpados y se quedó ciego contra ella, la cabeza pegada a su cuerpo desnudo, como la apoyaba a veces contra las esculturas de los bajorrelieves cubiertas de encajerías.

Pensó en su padre ahora que Ray Salcedo estaría llegando al puerto. Lo nombró. Geo Maker. Su padre era inseparable de su visión del puerto. Podía seguir en la hamaca. Juambo y los ángeles custodios de sus perros orejones la guardaban de todo lo que en la noche estaba quieto, quieto y amenazante.

¿Por qué fue su primer amor como venganza? No la satisfizo la colocación de las palabras. ¿Por qué su primer amor fue como una venganza? Tampoco estaba diciendo lo que quería. Y no encontraba. ¿Cómo decirlo? ¡Padre! ¡Padre!… ¡Father! ¡Father!… No me entregué por amor, sino por venganza, amor que era venganza, venganza, pero ¿venganza contra quién?… Contra mí, contra la vida, contra todos, contra ti… ¡Padre! ¡Padre!… ¡Father! ¡Father!…, ¿De qué me vengaba?… ¿De quién me vengaba?… ¿Qué instinto sacié al entregarme sabiendo que en mí iba a graznar el cuervo como única música de amor en todos mis días y en todas mis noches? ¡Padre! ¡Padre!… ¡Father! ¡Father!…

Los orejones ángeles, sus perros, afinaban el oído al más leve rumor del viento entre las hojas mojadas de las palmeras, que subían al horizonte nocturno igual que columnas de sombra que a cierta altura desparramaran hojas de silencio. ¿Cuál de los perros levantó los párpados primero? ¿Cuál después? Ambos, con sus cuatro ojos de cristal, vivos y luminosos entre las pestañas, fijáronse en Sambito, que emergía de la escalera con un vaso lleno de un líquido rojo.

– Le traigo un fresco de granadina; hace tanto calor… -dijo Juambo, solícito, y se quedó respirando, con el plato en que traía el vaso en la mano.

– Sí, tengo sed, he fumado mucho…

– Y tal vez se acuesta… Ya va siendo medianoche… Yo voy a quedarme aquí en la puerta, por si me necesita, y a esos chuchos había que sacarlos; van a llenar todo de pulgas.

Apremiados por Juambo, los perros bajaron uno tras otro; eran sólo bostezos entre las orejonas, seguidos de aquél que fue a su casa en busca de una chiva para acostarse en un catre, junto a la puerta de la señorita.

Aurelia empezó a desvestirse. Casi nada llevaba encima. ¡Con aquel calor!… Y se dejó sólo el calzoncito que era un vaho de seda celeste. Y mientras se peinaba, mientras bajaba el peine rinrineante por su crencha oscura, repetía aquello que Ray Salcedo le musitaba, mirándola fijamente con sus pupilas verdosas:

«Me trocarán, señora, entre tus brazos

en lagarto y culebra;

pero abrázame bien y no me sueltes

y tu marido sea…

«Me trocarán, señora, entre tus brazos

en un cervato esquivo;

pero abrázame bien y no sueltes

al padre de tu hijo…

«Me trocarán, señora, entre tus brazos

en un candente hierro;

pero abrázame bien y no abandones

la flor de tu deseo…»

Entre los dientes fuertes, hombrunos, una rara sensación de saliva pastosa y el percutir de las últimas sílabas de la anterior estrofa que repetía indolente: «The father o'your child…» «The father o'your child…» «Al padre de tu niño…»

El peine aún en la mano, bajando por su pelo seguía recordando la voz de Ray Salcedo:

«…Y un grito de pavor oyóse entonces:

¡Tam Lin se nos ha ido!…

«Entre los brazos de ella lo trocaron

en lagarto y culebra;

pero muy abrazado lo tenía

que otro esposo no quiere.»

«Entre los brazos de ella lo trocaron

en un cervato esquivo;

pero ella lo guardó, muy abrazado,

al padre de su hijo…

Y la saliva pastosa entre sus dientes, y la pereza de su mano para mover el peine en sus cabellos, y el percutir de las mismas sflabas: «The fatber o'your cbild»… «Al padre de tu niño…»

«Entre los brazos de ella lo trocaron

en un hombre desnudo;

pero encima le echó su manto verde

y entonces ya fue suyo…»

Se tendió en la cama, larga, inválida… El vaho del calor no dejaba lugar al sueño… Igual que recibir en la cara el vapor que suelta una locomotora… Varias veces viajó ella asándose con el maquinista entre las plantaciones y el puerto… Se ahogaba… Púsose en pie para cerciorarse con su mano de lo que estaba cierta, porque lo veía, la ventana abierta de par en par, sólo defendida por el cedazo… Acercó los dedos a la redecilla en que del lado de afuera zumbaban los insectos pugnando por llegar a la luz que ella tenía encendida en su cuarto… ¡Tam Lin se nos ha ido!… ¿Quién era ella sino otro ser minúsculo, volandero, ansioso, detenido a la puerta de la felicidad por el destino?… Se volvió a su cama, el calzoncito celeste, sus senos como los bajo relieves cobrando ya otra dimensión…, desesperada de aquella cama en que no había un trecho que su cuerpo no hubiera caldeado… Era un candente hierro la flor de su deseo… «Le eché mi manto verde y entonces ya fue mío.»

Bajo la sábana blanca, Juambo la vio dormida. Jugó la tiza de las córneas al abrir y cerrar los ojos recordando que la sorprendió con el fulano en el oficio de las lavanderas, sobre la ropa, en la penumbra del domingo. Tras él subieron los perros. Le lamían las manos callosas de manejar el motocar. Por en medio de los pies le pasó una rata. Los perros la siguieron rasguñando el piso. Después se juntaron en la puerta y se durmieron con Sambito que se tendió en la hamaca.

El silencio quedó suelto. Ya todos dormían.

VIII

– No maneja sus suelas, pero nos trae buenas noticias -dijo el presidente de la Compañía a un felino orangután, senador por Massachusetts, apenas oyó los pasos del visitante que esperaban.

El senador se había llevado las manos velludas, velludas hasta el nacimiento de los dedos, a las peludas orejas, para significar su disgusto por las pisadas de aquel bárbaro bananero en los vidriados parquets de madera que pertenecieron a uno de los más suntuosos edificios de Chicago, yendo a parar allí después de los incendios, por compra que se hizo a precio de liquidación de escombros.