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Yves pensó que lo que menos le apetecía era escuchar las ocurrencias de la joven, por más que les hubiese ayudado a convencer a unos cuantos alumnos de la Complutense para que les acompañara.

– Dígame…

– ¿Sabe?, Gian Maria es especialista en lenguas muertas… a lo mejor nos puede servir -le dijo Magda.

– ¿Y quién es Gian Maria? -preguntó el malhumorado Picot.

– Pues ese chico que nos metió en el coche y que venía en el mismo avión que nosotros.

– ¡Ah! La verdad es que es usted muy eficiente, no para de recomendarnos gente -respondió malhumorado Picot.

– Bueno, entiendo que no quisiera que trajéramos al maestro bosnio, pero a un especialista en lenguas muertas… domina el acadio -insistió Magda.

– Bien, pregúntele dónde estará en Bagdad y si le necesitamos le llamaremos -concedió Picot.

– ¡Pues claro que le necesitamos! ¿Usted sabe el volumen de tablillas que tendremos que descifrar? -insistió Magda.

– Señorita, le aseguro que no es la primera vez que participo en una misión arqueológica. Le he dicho que pregunte a ese joven por su disponibilidad y… mejor mándemelo al bar. Hablaré yo con él.

– ¡Estupendo!

Magda salió corriendo en dirección al vestíbulo del hotel temiendo que Gian Maria hubiera desaparecido. El chico le caía bien, no sabía por qué, quizá por su aspecto desvalido.

– ¡Gian Maria! -gritó cuando le vio.

– ¿Sí? -respondió éste, enrojeciendo al pensar que todos les miraban.

– El jefe quiere hablar contigo, te espera en el bar. Yo que tú no me lo pensaría. ¡Anda, vente con nosotros!

– Pero, Magda, tengo un compromiso, he venido a ayudar, la gente aquí lo está pasando muy mal -protesto él a modo de excusa.

– Seguro que en Safran lo pasan igual de mal, así que en los ratos libres te puedes dedicar a ayudar a la gente de la aldea. A Gian Maria le sorprendía la vitalidad sin límites que parecía tener Magda. La chica estaba llena de buenas intenciones, pero era como un terremoto que todo lo arrasaba. Encontró a Picot bebiendo una taza de café.

– Muchas gracias por traerme a Bagdad -le dijo a modo de saludo.

– De nada. Magda dice que es usted especialista en muertas.

– Sí.

– ¿Dónde ha estudiado?

– En Roma.

– ¿Y por qué?

– ¿Por qué?

– Sí, ¿por qué?

– Pues porque… porque es lo que me gusta.

– ¿Le interesa la arqueología?

– Desde luego…

– ¿Quiere unirse a nosotros? No contamos con muchos expertos. ¿Conoce bien el acadio?

– Sí.

– Venga.

– No, no puedo. Ya le dije que estoy aquí para ayudar a una ONG.

– Usted decide. Si cambia de opinión, nos encontrará en Safran. Es una aldea perdida entre Tell Mughayir y Basora.

– Ya me lo ha dicho Magda.

– No es fácil moverse por Irak, de manera que le daré un teléfono de contacto. Es del director del departamento de Excavaciones Arqueológicas, Ahmed Huseini; si decide venir con nosotros, él le facilitará la manera de hacerlo.

Gian Maria se quedó en silencio. En sus ojos se reflejó el impacto que le había provocado escuchar el nombre de Ahmed Huseini. Cuando logró entrar en la sede del congreso de arqueología en Roma para pedir información sobre Tannenberg, le explicaron que el único apellido Tannenberg correspondía a una mujer, Clara Tannenberg, que participaba en el congreso junto a su marido, Ahmed Huseini.

– ¿Qué le pasa? ¿Conoce a Ahmed? -preguntó con curiosidad Picot.

– No, no sé quién es. Verá, estoy un poco cansado y confundido con su oferta, yo… yo he venido a ayudar a los iraquíes y…

– Usted decide. Yo le ofrezco trabajo, pagamos bien… Ahora, si me lo permite, voy a ver cómo están las cosas antes de irme a ver precisamente a Huseini.

Le dejó allí en medio del bar, confundido. Unos segundos después entraba Magda buscándole con la mirada.

– ¿Te has decidido?

– Pues aún no lo sé…

– ¿Problemas de conciencia?

– Supongo que sí.

– No creas, yo también los tengo; lo que te dijo Marisa es verdad, a todos nos crea problemas de conciencia esta situación, pero ¡es lo que hay! Las situaciones ideales no existen.

– Ésta es la peor posible -apostilló Gian Maria.

– Sí, lo es. Dentro de unos meses morirán miles de iraquíes… y nosotros, mientras, buscando ciudades enterradas en la arena, sabiendo que cinco minutos antes de que comiencen a bombardear nos podremos ir. Si lo pensamos mucho saldremos corriendo, así que…

– Así que has decidido no pensar.

– No te voy a insistir, Gian Maria. Si quieres, ya sabes, dónde nos puedes encontrar.

Se dirigió hacia la salida del hotel con paso inseguro. Lo que le estaba pasando era poco menos que un milagro. Acababa de encontrar una aguja en un pajar. Picot conocía al marido de Clara Tannenberg y él había hecho el viaje sólo paró encontrarla. Si el marido estaba en Bagdad, no sería difícil encontrar a su mujer.

Necesitaba poner en orden sus pensamientos antes de seguir adelante.

No podía demostrar su ansiedad para que le presentaran a ese Ahmed Huseini. Decidió que esperaría un par de días o tres antes de intentar ponerse en contacto con él. Además, debía pensar qué le iba a decir y cómo. Su objetivo era llegar hasta Clara Tannenberg, la cuestión sería convencer al marido para que le llevara hasta ella.

Ya en la calle encontró un taxi al que enseñó una dirección que llevaba escrita en un papel. El taxista sonrió y le preguntó en inglés que de dónde era.

– Italiano -respondió Gian Maria sin saber si eso sería bueno o malo dado que Silvio Berlusconi, el jefe de Gobierno de Italia, apoyaba a Bush.

Pero al taxista no pareció importarle de dónde fuera y continuó con su charla cargada de preguntas.

– Lo estamos pasando mal, hay mucha hambre, antes no era así.

Gian Maria asentía sin hablar, temeroso de decir algo que pudiera provocar la ira del taxista.

– ¿Usted va a la oficina de Ayuda a la Infancia?

– Sí, vengo a echar una mano.

– Buenas personas, ayudan a nuestros niños. Los niños iraquíes ya no ríen, lloran de hambre. Muchos mueren por falta de medicinas.

Por fin llegaron a la dirección donde estaban las oficinas de la ONG a la que se había apuntado como voluntario.

Pagó al taxista y con la maleta negra en la mano entró en un portal destartalado, donde un cartel en árabe y en inglés indicaba que en el primer piso se encontraba la sede de Ayuda a la Infancia, una ONG que se dedicaba a prestar atención a los niños que vivían en países en conflicto.

Un amigo tenía un familiar en la dirección de esta ONG en Roma, y ante su insistencia le había ayudado para que le dejaran ir a Bagdad. Las ONG normalmente prefieren ayuda en especie más que voluntarios entusiastas, que a veces estorban más que ayudan, pero contar con el tío de su amigo había sido mano de santo.

Había explicado su insistencia en ir a Bagdad como una necesidad de hacer algo por los más necesitados, asegurando que no podía quedarse contemplando la tragedia que se cernía sobre los iraquíes cruzado de brazos.

Le costó convencer a los suyos, pero tan firme le vieron en su decisión y sobre todo tan impresionados por el sufrimiento interno que traslucía su rostro que al final le habían permitido marchar, aunque sin demasiado entusiasmo. El director de Ayuda a la Infancia en Bagdad le había puesto todo tipo de trabas antes de rendirse a lo inevitable: que aquel recomendado se le presentaría en Irak.

La puerta estaba abierta, y varias mujeres con niños pegados a sus faldas parecían aguardar inquietas a que alguien les prestara atención.

Una chica joven les decía que tuvieran paciencia, que el doctor vería a sus hijos, pero que debían esperar. Se acercó a ella y esperó a que respondiera el teléfono. Cuando colgó, se le quedó mirando de arriba abajo.

– ¿Y usted qué quiere? -le preguntó en inglés.

– Verá, yo vengo de Roma y quisiera ver al señor Baretti, me llamo Gian Maria…

– ¡Ah, es usted! Le esperábamos. Ahora avisaré a Luigi.

La joven había cambiado con naturalidad del árabe al italiano. Se levantó y se fue por un pasillo en el que se veían varias puertas. Entró en la tercera y unos segundos después salió haciéndole señas con la mano para que se acercara.

– Pase -le dijo la joven mientras le tendía la mano-, yo soy Alia.

Luigi Baretti debía tener cerca de los cincuenta años. Se estaba quedando calvo, le sobraban unos cuantos kilos, y parecía enérgico y poco amigo de perder el tiempo.

– Ha dado usted mucho la lata para venir, y como en esta vida lo importante es tener padrinos, lo ha conseguido.

Gian Maria se sintió avergonzado. Le parecía humillante el recibimiento y le hubiera gustado ser capaz de decir una frase lapidaria, pero se calló.

– Siéntese -le ordenó más que invitarle Baretti-. Supongo que pensará que no soy muy educado, pero no tengo tiempo para contemplaciones. ¿Sabe cuántos niños se nos han muerto esta semana por falta de medicamentos? Yo se lo diré: a nosotros se nos han muerto tres. No quiero imaginar cuántos habrán fallecido en el resto de Bagdad. Y usted tiene una crisis espiritual y decide que para resolverla se viene a Irak. Necesito medicinas, comida, médicos, enfermeras y dinero, no gente que quiere lavar su conciencia viniendo un ratito a contemplar de cerca la miseria para luego volver a su confortable vida en Roma o de donde quiera que usted sea.

– ¿Ha terminado? -preguntó Gian Maria, ya recuperado del primer sobresalto.

– ¿Cómo dice?

– Que si ya ha terminado de expresarme su desagrado o va a seguir insultándome.

– ¡Yo no le he insultado!

– ¿Ah, no? Estoy conmovido por su recibimiento. Gracias, es usted un ser humano extraordinario.

Luigi Baretti guardó silencio. No esperaba el contraataque de un hombre capaz de sonrojarse.

– Siéntese y dígame qué quiere hacer.

– No soy médico, ni enfermero, no tengo dinero, así que no puedo hacer nada según usted.

– Estoy desbordado -respondió a modo de excusa el delegado de Ayuda a la Infancia.

– Sí, ya lo veo. A lo mejor ha llegado a un punto en el que debería ser sustituido, puesto que no aguanta la presión de la situación.

Los ojos de Luigi Baretti reflejaron una furia inmensa. Aquel larguirucho estaba cuestionando su capacidad para dirigir la oficina, y aquel lugar era su vida. Llevaba siete años en Bagdad, después de haber estado en otros destinos igualmente conflictivos. Decidió ser más cauteloso, ya que aquel joven parecía tener gente importante que le avalaba. La prueba es que estaba allí, y quién sabía si para quitarle el sitio.