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Se notaba que era él quien mandaba en aquel grupo tan heterogéneo. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que aquel hombre alto, de complexión fuerte y cabello rubio oscuro ejercía el liderazgo entre aquellos hombres y mujeres que no habían dejado de reír y hacer bromas durante la larga espera para recoger las maletas de las cintas transportadoras. Habían llegado en un vuelo anterior al suyo, pero al parecer llevaban todos exceso de equipaje. Se había sobresaltado al escucharles discutir sobre arqueología. Iban a excavar a Irak y Gian Maria pensó una vez más que las casualidades no existen, y que si él se había encontrado a un grupo de arqueólogos que iban a Irak es que la Providencia había querido que así fuera.

Les había oído decir que iban a Bagdad, pero que esa noche dormirían en Ammán antes de cruzar la frontera.

El sacerdote, nervioso, hizo un esfuerzo casi sobrehumano para vencerse a sí mismo y hablar al jefe del grupo antes de que desaparecieran de la terminal del aeropuerto.

– Perdone, ¿puedo hablar con usted?

Yves Picot contempló al hombre que, rojo como la grana por el apuro que le daba abordarle, esperaba temeroso su veredicto.

– Sí, dígame…

– Les he oído decir que van a Bagdad…

– Sí, así es.

– ¿Podría ir con ustedes?

– ¿Con nosotros? Pero ¿quién es usted?

El joven enrojeció aún más. No quería mentir, no podía, pero tampoco le diría toda la verdad.

– Me llamo Gian Maria, y voy a Irak a ver qué puedo hacer.

– ¿Cómo que a ver qué puede hacer? ¿Qué es lo que se propone?

– Entre otras cosas, ayudar. Tengo unos amigos trabajando en una ONG, que prestan ayuda a los niños en los barrios más pobres de Bagdad y surten de algunos medicamentos a los hospitales. Ya sabe que carecen de todo por el bloqueo… la gente se está muriendo porque no tienen antibióticos con los que combatir las infecciones y…

– Ya, ya sé cómo está Irak, pero ¿se ha venido a la ventura?

– Avisé a mis amigos de que venía, pero no me pueden venir a buscar a Ammán, y yo… realmente no estoy acostumbrado a estas cosas y si pudiera ir con ustedes hasta Bagdad… contribuiré con lo que me pidan.

Yves Picot soltó una carcajada. Le caía bien ese hombre tan tímido que el solo hecho de hablarle le había teñido el rostro del color de los tomates.

– ¿En qué hotel está? -le preguntó.

– En ninguno…

– ¿Y cómo pensaba ir a Bagdad?

– No sabía cómo… pensé que aquí me lo dirían.

– A las cinco de la mañana saldremos del Marriot. Si está allí, le llevaremos con nosotros. Pregunte por mí, me llamo Yves Picot.

Se dio la media vuelta y dejó al joven sorprendido sin darle tiempo a manifestarle las gracias.

Gian Maria suspiró con alivio. Cargó con la pequeña maleta negra en que llevaba su exiguo equipaje y salió del aeropuerto para buscar un taxi. Pediría que le llevara al Marriot para ver si con un poco de suerte encontraba también él una habitación allí; prefería estar cerca, a ser posible, del equipo de arqueólogos.

El taxi le dejó en la puerta del hotel y Gian Maria entró con paso decidido en el vestíbulo, donde el aire acondicionado aliviaba de la temperatura exterior. En recepción estaba registrándose el grupo de Picot. No quería parecer pesado, de modo que buscó un lugar discreto para aguardar a que la recepción se despejara. Esperó pacientemente durante más de veinte minutos antes de acercarse al mostrador.

El recepcionista, en un impecable inglés, le explicó que no tenía ni una sola habitación individual; sólo le quedaba una doble, que imaginaba, le dijo, no querría.

Gian Maria dudó unos instantes. No le sobraba el dinero, y si pagaba una habitación doble sus recursos se reducirían considerablemente, pero llegó a la conclusión de que era lo mejor. Así que cinco minutos después estaba instalado en una cómoda habitación de la que decidió no salir hasta el día siguiente. No quería correr riesgos, ni mucho menos perderse en una ciudad desconocida. Además, no le vendría mal descansar. Lo necesitaba después de tantos días de agitación hasta encontrar la manera de dejar Roma sin despertar sospechas.

Llamó a Roma a su superior para decir que había llegado sin novedad y que al día siguiente cruzaría la frontera con Irak.

Después, tumbado en la cama y con un libro en las manos, se quedó dormido. Aún no eran las tres de la mañana cuando se despertó sobresaltado. Faltaban más de dos horas para que el equipo de arqueólogos saliera del hotel. Temiendo quedarse dormido, llamó a recepción para recordarles que debían despertarle a las cuatro. Pero no volvió a conciliar el sueño; no podía, pensaba en si debía preguntar a ese arqueólogo que parecía el jefe, a Picot, si conocía a Clara Tannenberg. Pudiera ser que la conociera, o al menos supiera dónde encontrarla. Si iban a Irak y la mujer vivía en Irak… Pero tan pronto como decidía. que preguntaría decidía lo contrario. No, no podía confiarse a ningún extraño. Si le llegara a preguntar por ella a Picot, éste querría saber quién era y, en caso de conocerla, le pondría en, un apuro. Él no podía decir a nadie ni por qué ni a qué iba a Bagdad. Guardaría silencio, por más que el silencio estuviera resultando la peor de las cargas.

Yves Picot no estaba de buen humor. Se había acostado tarde, le dolía la cabeza y tenía sueño. Lo que menos tenía era ganas de hablar. Cuando se encontró en el vestíbulo al joven del aeropuerto estuvo a punto de decirle que se buscara otra manera de ir a Bagdad, pero la mirada trágica de aquel hombre le hizo actuar con una generosidad que no sentía.

– Súbase a aquel Land Rover y no moleste.

Eso fue todo lo que le dijo. Gian Maria no rechistó y se subió al Land Rover que le había indicado, dónde el chófer aguardaba a que se subiera el grupo que le correspondía llevar.

Un minuto más tarde llegaron tres chicas jóvenes; no debían de tener más de veintidós o veintitrés años.

– ¡Tú eres el del aeropuerto! -exclamó una rubia de ojos verdes, bajita y delgada.

– ¿Yo? -preguntó Gian Maria sorprendido.

– Sí, nos fijamos en ti mientras esperábamos el equipaje, no dejabas de mirarnos, ¿verdad, chicas?

Las otras dos rieron mientras Gian Maria notaba que enrojecía.

– Me llamo Magda-se presentó la rubia de ojos verdes-; y estas dos gamberras son Lola y Marisa.

Le dieron un beso en vez de la mano y se sentaron a su lado, hablando sin parar.

Gian Maria las escuchaba sin intervenir. Sólo de vez en cuando se dirigían a él y les respondía procurando no decir ni una palabra de más. Cruzaron la frontera sin problemas y aún no eran las diez cuando estaban llegando Bagdad.

Yves Picot tenía una cita con Ahmed Huseini en el ministerio. La expedición se acomodó en el hotel Palestina, donde tenían reservada habitación para pasar una noche. Gian Marea se dirigió con ellos al hotel y desde allí localizó a la ONG donde realmente le esperaban.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó de repente Magda.

– ¿Yo? -preguntó desconcertado Gian Maria.

– Sí, claro, usted. Nosotras ya sé a qué nos dedicamos.

– Ustedes son arqueólogas, ¿no? preguntó tímidamente.

– No, aún no -respondió Marisa, una chica desgarbada con el cabello castaño.

– Estamos en el último curso -precisó Lola-. Este año terminamos la carrera. Pero hemos venido porque es una oportunidad única y además hacemos currículum… excavar bajo la dirección de Yves Picot, con Fabián Tudela y Marta Gómez es una pasada.

– Espero que luego nos aprueben-dijo riendo Magda-, porque la Gómez es un hueso de cuidado. A mí me suspendió el año pasado.

– Y a mí me dio un aprobado pelado e hice un examen de cine -se quejó Marisa-, pero para esa mujer nunca sabemos bastante.

– A ver si encuentra novio y se relaja -dijo Lola soltando otra carcajada-; aquí los hombres tienen su aquel.

– No creo que a la Gómez le falten tíos a su alrededor, mira cómo la observan los otros profesores… -respondió Marisa.

– Y nuestros compañeros también -continuó incidiendo Magda-. Están todos por ella.

– ¿Usted es italiano? -preguntó Lola.

– Sí.

– Pero habla español -insistió Lola.

– Un poco, no demasiado -dijo Gian Maria, incómodo por las preguntas de las tres chicas.

– Bueno, ¿y a qué se dedica? -volvió a preguntar Magda.

– Me licencié en lenguas muertas -dijo Gian Maria rezando para que no le insistieran.

– ¡Pero a quién se le ocurre estudiar lenguas muertas! ¡Menudo rollazo! Es lo que peor se me da -exclamó Magda.

– O sea, que habla hebreo, arameo… -quiso saber Lola.

– También acadio, hurrita… -añadió Gian Maria.

– Pero ¿cuántos años tiene?

La pregunta de Marisa le desconcertó.

– Treinta y cinco -respondió Gian Maria.

– ¡Anda, si creíamos que era como nosotras! -exclamó Marisa.

– No le echábamos más de veinticinco -apostilló Lola,

– ¿Y no necesita un trabajo? -preguntó Magda.

– ¿Yo?

– Sí, usted -insistió Magda-. Se lo puedo decir a Yves; andamos cortos de gente.

– ¿Y qué podría hacer con ustedes?

– Vamos a excavar a Safran, cerca de Tell Mughayir, la antigua Ur -explicó Magda-, y dada la situación, no hay mucha gente que haya querido participar en esta misión.

– En realidad es una misión muy controvertida, porque muchos arqueólogos y profesores creen que no deberíamos de venir ahora a Irak, casi lo ven como una frivolidad -dijo Lola.

– Y algo de razón tienen, porque dentro de unos meses Bush bombardeará Irak, miles de personas morirán y en los meses previos nosotros habremos estado buscando tablillas como si fuera lo más normal, y no lo es -precisó Marisa.

– Vengo a colaborar con una ONG -se disculpó Gian Maria-. Trabajan en los barrios más míseros distribuyendo alimentos y medicinas…

– Bueno, pero eso no quita para que si quiere venir a echarnos una mano, venga. Yo se lo voy a decir a Picot; además, pagan estupendamente en esta expedición, así que si en algún momento anda corto de dinero… -sugirió de nuevo Magda.

Cuando se bajaron del coche en la puerta del hotel Palestina, el humor de Picot no había mejorado demasiado. Necesitaba un café bien cargado y dejó a Albert Anglade, el encargado del operativo, para que se entendiera con el recepcionista del hotel.

– ¡Profesor! ¡Profesor! -gritó Magda.