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– Gracias.

Faisal bajó la mirada sobre los papeles que estaba leyendo y Gian Maria entendió que para integrarse en la vida de la familia no debía entrometerse en su rutina, así que decidió salir a la calle. Quería familiarizarse con el barrio y pensar. Necesitaba pensar y lo haría mejor paseando que encerrado en su cuarto.

– Voy a dar una vuelta, ¿necesita que traiga algo? -preguntó a Nur.

– No, muchas gracias. ¿Cenará con nosotros?

– Si no es molestia…

– No, no lo es, cenamos pronto, a las ocho.

– Aquí estaré.

Deambuló por el barrio. Sorprendió algunas miradas curiosas, pero ninguna animadversión. Las mujeres vestían como en Occidente, y muchas chicas iban con vaqueros y camisetas con el reclamo de grupos de rock.

Se detuvo ante un puesto donde un anciano tenía expuestas unas cuantas verduras y un cesto de naranjas. Decidió comprar algunas cosas para llevar a casa de Nur y Faisal. Se hizo con unos cuantos pimientos, tomates, cebollas, tres calabacines y naranjas, que el hombre le aseguró eran de su pequeño huerto. Le preguntó si sabía dónde estaba la iglesia y él le indicó cómo llegar. Sólo tenía que andar dos manzanas más y doblar a la derecha.

Gian Maria dudó, pero al final decidió acercarse a la iglesia; las dos bolsas que llevaba no pesaban demasiado.

Cuando entró sintió una oleada de paz interior. Un grupo de mujeres estaba rezando y sus murmullos rompían el silencio. Buscó un rincón y se arrodilló. Con los ojos cerrados intentó encontrar dentro de sí las palabras para dirigirse a Dios, pidiéndole que le guiara sus pasos como lo había hecho hasta el momento. En todo cuanto le iba sucediendo veía la ayuda de Dios: el grupo de arqueólogos en el aeropuerto de Ammán, su capacidad de vencer su timidez y dirigirse al jefe, el profesor Picot, y que accediera a llevarle hasta Bagdad, que de casualidad mencionara a Ahmed Huseini, que éste estuviera en Bagdad y, por tanto, ahora supiese cómo llegar hasta Clara Tannenberg.

No, nada de esto era casualidad. Era Dios quien había querido guiar sus pasos protegiéndole y ayudándole a poder cumplir su misión.

Dios estaba siempre ahí, sólo había que estar dispuesto a sentirle, aun en medio de la tragedia. Si pudiera convencer a Faisal… Rezó por el médico, un hombre bueno al que el dolor ajeno había llevado a apartarse de Dios.

Eran más de las siete cuando salió de la iglesia, por lo que aceleró el paso. No quería retrasarse y causar mala impresión en Nur y Faisal.

Cuando llegó, escuchó a través de la puerta las risas de las gemelas y el llanto del pequeño Hadi.

– ¡Hola! -dijo al entrar dirigiéndose a Faisal, que continuaba trabajando haciendo caso omiso del ruido que sus hijos.

– ¡Ah, ya ha llegado! -fue la respuesta del médico.

– Sí, y he traído algunas cosas…

– Gracias, pero no tenía que haberse molestado.

– No es molestia. Me pareció que las naranjas tenían aspecto.

– Nur está en la cocina…

– Bien, le llevaré los paquetes.

Nur intentaba que el pequeño Hadi tomara una espesa papilla, pero el niño se negaba pataleando y cerrando la boca cada vez que su madre le acercaba la cuchara.

– No hay manera, come fatal -se quejó la madre. -¿Qué le da?

– Puré de verduras con huevo.

– ¡Uf, no me extraña! Yo de pequeño también odiaba las verduras.

– Aquí no hay mucho para comer. Nosotros aún somos afortunados, porque tenemos algo de dinero para comprar. Aunque si quiere que le diga la verdad, nos viene muy bien que nos haya alquilado la habitación. Hace meses que no cobro mi sueldo completo y a Faisal le pasa lo mismo. ¿Qué trae en esas bolsas?

– Unos cuantos pimientos, calabacín, tomates, cebollas, naranjas. No había mucho más para comprar.

– ¡Pero no tenía por qué haber traído nada!

– Si voy a vivir aquí, me gustaría contribuir en la medida de mis posibilidades.

– Gracias, los alimentos son siempre bienvenidos, escasean.

– Ya lo he visto. También estuve en la iglesia.

– ¿Es usted creyente?

– Sí, y le aseguro que a lo largo de mi vida no he dejado de encontrar la huella de Dios.

– Pues tiene suerte. Nosotros hace mucho que le hemos perdido la pista.

– ¿Usted también ha perdido la fe?

– Me cuesta mantenerla. Pero siendo sincera sí, creo que me queda poca fe. Y eso que no veo lo que ve mi marido diariamente en el hospital. Pero cuando me cuenta que un niño ha muerto de una infección que podrían haber atajado de tener antibióticos, entonces yo también me pregunto dónde está Dios.

Nur se levantó con gesto de cansancio, tras renunciar a seguir intentando que Hadi terminara la papilla. Con el niño en brazos se dirigió al salón.

– Rania, Leila, venid aquí y vigilad a vuestro hermano mientras yo pongo la mesa para la cena.

– No -respondió una de las gemelas.

– ¿Cómo que no? -respondió Nur irritada.

– Yo estoy jugando -insistió la niña.

Su madre no respondió, colocó al niño sobre la alfombra con sus juguetes y regresó a la cocina.

Gian Maria la siguió. No sabía muy bien que hacer.

– ¿Puedo ayudar?

– Sí, claro. Ponga la mesa. En ese aparador encontrará un mantel y ahí están los vasos y los platos. Los cubiertos están en ese otro cajón.

Después de la cena, Faisal y Gian Maria ayudaron a Nur a recoger la mesa mientras ella metía los platos en el lavavajillas. Luego Faisal acostó a sus hijas, y Nur terminó de dormir a Hadi, que protestaba desde la cuna.

Gian Maria dio las buenas noches, consciente de que después de todo un día de trabajo ése sería el instante en que el matrimonio aprovecharía para charlar con cierta tranquilidad.

Además, aún debía encontrar la manera de acercarse a Ahmed Huseini. Yves Picot le podía abrir esa puerta, pero no estaba seguro de que fuera adecuado llegar a Ahmed a través del arqueólogo.

Estaba agotado. El día había sido intenso, no hacía veinticuatro horas desde que llegó a Bagdad y le parecía que habían transcurrido meses. Se quedó dormido sin darse tiempo para rezar.