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20

Robert Brown discutía con Paul Dukais. Estaban solos en el despacho del primero.

– Pero ¿cómo que sólo tienes un hombre? -gritó Brown.

– Ya te lo he explicado. Picot rechazó al bosnio, aunque aceptó al croata. Por tanto, ahora mismo tenemos a un hombre en la expedición, pero si dejas de gritar te enterarás de lo que te estoy diciendo.

– ¡Un hombre para enfrentarse a Alfred! Debes de estar loco.

– No tengo la más mínima intención de enfrentarme con un solo hombre a Alfred, aunque a lo mejor sería lo más inteligente. Un solo hombre no llama la atención; varios es como poner un anuncio en un periódico.

– ¿El croata sabe lo que tiene que hacer? -preguntó Brown bajando la voz.

– Sí. Se le han dado instrucciones precisas. Por lo pronto tiene que hacer un seguimiento detallado de Clara, conocer la rutina del trabajo del equipo, y cuando tenga una idea clara, proponerme un plan de acción. Pero si me escuchas te diré que creo poder enviar a otro par de hombres con la cobertura de hombres de negocios dispuestos a burlar el bloqueo. Son un par de tipos listos y capaces.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué van a hacer dos hombres de negocios en una aldea perdida en el sur de Irak?

– Robert, no me tomes por tonto. Llevo muchos años en este negocio y te aseguro que soy capaz de dar coberturas adecuadas a mis hombres. De manera que te ahorraré los detalles.

– No, no me los ahorres; a mí me van a preguntar y quiero saber qué debo responder.

– De acuerdo, te lo explicaré, pero ten presente que en mi opinión con el croata tendremos bastante y que los otros sólo deberían intervenir si es necesario.

– Será necesario.

– No, no lo será. El croata es un asesino que disfruta con su trabajo. Ha matado a más gente de lo que puede recordar. No sólo es un tirador extraordinario, también maneja el cuchillo con una precisión de cirujano. Eso es todo lo que necesitará para que Clara le entregue las tablillas, si es que las encuentran.

– ¿Y cómo saldrá de allí? ¿Silbando?

– Saldrá, y puede que lo haga silbando.

Discutieron un rato más. Dukais no logró tranquilizar a Brown, pero en realidad sabía que éste no estaría tranquilo hasta el día en que él entrara en el despacho y le entregara las malditas tablillas.

Cuando Robert Brown se quedó solo llamó a su Mentor: Éste le invitó a cenar esa noche. En su casa hablarían tranquilamente y sin testigos.

Enrique Gómez esperaba a su hijo José. Hacía unos minutos que George le había llamado desde Washington. La operación estaba en marcha. Tenían a un hombre pegado a Clara Tannenberg, dispuesto a lo que fuera necesario.

Le había vuelto a insistir a George que no hicieran daño a Alfred, aunque sabía que si hacían el más mínimo rasguño a su nieta a éste le dolería más que si le mataran a él. Pero, dada la situación, había que ser posibilista e intentar salvar lo que se pudiera salvar, y él apostaba por Alfred. Estaban unidos para siempre jamás, por más que George estuviera enfadado. Pero también sabía que el hombre que habían situado junto a Clara tendría que tomar decisiones sobre la marcha y no correría ningún riesgo por evitar una muerte. Sus instrucciones eran claras: hacerse con la Biblia de Barro por las buenas o por las malas y salir de inmediato de Irak a través del contacto que le habían dado. Eso es lo que haría ese croata, cuyo historial avalaba lo que era capaz de hacer.

José entró en el despacho de su padre y se acercó a besarle.

– ¿Cómo estás?

– Bien, hijo, bien. ¿Y tú?

– ¡Harto de trabajo! No he parado en todo el día.

– Pero todo va bien, ¿no?

– Sí, pero no terminamos de rematar la fusión de esas dos empresas. Cuando parece que están a punto de llegar a un acuerdo, alguno de los abogados de uno o de otro sale poniendo algún inconveniente.

– Bueno, pero ya estás acostumbrado, al final firmarán.

– Sí, supongo. Nos llamaron en junio para que arbitráramos la operación y no hay manera de ponerles de acuerdo.

– No desesperes.

La conversación se vio interrumpida por el timbre del teléfono, que Enrique descolgó con rapidez.

– Al habla.

– ¿Enrique? Soy Frankie…

– ¿Cómo estás? Acabo de hablar con George.

– ¿Te ha dicho que tenemos un hombre en la expedición? Un croata…

– Sí, lo sé.

– Alfred me acaba de llamar, está nervioso. Nos ha amenazado.

– ¿Con qué?

– No lo ha precisado, simplemente ha dicho que si tiene que morir matando lo hará. Nos conoce y sabe que intentaremos arrebatarle la Biblia de Barro .

– Si es que la encuentra…

– Es parte de nosotros, por lo que no tiene que esforzarse mucho en imaginar cómo actuaremos en esta ocasión. Me ha dicho que está seguro de que tendremos hombres infiltrados que los descubrirá y los matará, y también quiere que sepamos que si no permitimos que Clara se quede con las tablillas hará públicos todos los entresijos del negocio. Dice que ha dispuesto a través de personas de su confianza que si muere en los próximos meses se le haga la autopsia para saber si la causa ha sido natural o inducida, y que si nos lo cargamos se hará público un memorando que está en poder de alguien que ni imaginamos. Al parecer, en ese memorando lo cuenta todo.

– ¡Está loco!

– No, simplemente se está defendiendo por adelantado.

– ¿Qué propone?

– Nada diferente a lo que había propuesto: que dejemos a Clara la Biblia de Barro , y él culmina con éxito la operación que tenemos en marcha.

– Pero no se fía de que cumplamos ese compromiso…

– No, no se fía.

– Se quiere quedar con lo que no es suyo. George tiene razón…

– Creo que estamos a punto de suicidarnos.

– Pero ¿qué dices?

– Que tengo un nudo en el estómago, y la sensación de que no podemos evitar despeñarnos.

– No seas irracional.

– No lo soy, te lo aseguro. Hablaré con él.

– ¿No es un poco arriesgado que le llames desde España?

– Supongo que sí, pero si no hay más remedio lo haré.

Tengo que hacer un viaje de negocios; veré lo que puedo hacer desde donde esté.

– Llámame.

Colgó el teléfono y apretó los puños. Su hijo le observaba en silencio. Le preocupaba la angustia y la ira que a partes iguales se reflejaban en el rostro de su padre.

– ¿Qué pasa, papá?

– Nada que te concierna.

– ¡Vaya respuesta!

– Siento ser grosero, pero no me gusta que me preguntes por mis asuntos, no es una novedad para ti.

– No, no lo es. Desde que tengo uso de razón sé que no debo preguntarte ni mucho menos entrometerme en tus asuntos. No sé qué asuntos, pero sé que tienes asuntos que son un estadio cerrado en el que no nos permites mirar.

– Exactamente; así ha sido y así será. Y ahora me gustaría que me dejaras solo, tengo que hacer unas llamadas.

– Has dicho que te vas, ¿adónde?

– Me voy un par de días.

– Sí, pero ¿adónde y a hacer qué?

Enrique se levantó dando un puñetazo sobre la mesa. Era un anciano que frisaba los noventa años, pero era tal la ira que reflejaba en el rostro que José retrocedió.

– ¡No te metas en mis asuntos y no me trates como a un viejo! ¡Aún no estoy gagá! ¡Vete! ¡Déjame!

José se dio la media vuelta y salió del despacho de su padre lleno de pesar. Le costaba reconocer a su padre en ese ser colérico que parecía dispuesto a pegarle si se acercaba demasiado.

Enrique volvió a sentarse. Abrió un cajón y buscó un frasco del que sacó dos píldoras. Sentía que la cabeza le iba a estallar.

El médico le había advertido en más de una ocasión que debía evitar disgustarse. Años atrás había sufrido un infarto del que no le habían quedado secuelas, pero tenía la edad que tenía.

Maldijo a Alfred y se maldijo a sí mismo por interceder por él ante George. ¿Por qué Alfred no podía cumplir su papel como todos? ¿Por qué tenía que salirse del guión?

Tocó un timbre situado debajo del tablero de la mesa y unos segundos después escuchó unos suaves golpes en la puerta.

– ¡Pase!

Una criada vestida de negro con un delantal blanquísimo y cofia aguardó en el umbral las órdenes de Enrique.

– Tráigame un vaso de agua fresca y diga a doña Rocío que quiero verla.

– Sí, señor.

Rocío entró en el despacho de su marido con el vaso de agua en la mano y cuando le miró se asustó. Vio lo que había visto en otras ocasiones, a un ser extraño con una mirada de hielo que reflejaba un carácter capaz de todo.

– Enrique, ¿qué pasa? ¿Te sientes mal?

– Entra, tenemos que hablar.

La mujer asintió, depositó el vaso sobre la mesa del despacho y se sentó en un sillón situado al otro lado. Sabía que no debía decir palabra antes que él. Se estiró la falda cubriéndose aún más las rodillas, como si de ese modo se estuviera protegiendo de la tormenta que sabía podía estallar entre las penumbras del despacho.

– En este cajón de aquí -y señaló el primer cajón de la mesa- guardo una llave, que es la de la caja fuerte del banco. Nunca he guardado papeles comprometedores, pero sí algunos referentes a mis negocios. El día en que me muera quiero que vayas al banco y los destruyas. José no debe verlos nunca. Tampoco quiero que le hables del pasado.

– ¡Nunca lo haría!

Miró fijamente a su mujer intentando escudriñar con la mirada los más recónditos lugares de su alma.

– No lo sé, Rocío, no lo sé. Hasta ahora no lo has hecho, pero yo estaba aquí para impedirlo. El día en que no esté…

– Nunca te he dado motivo de queja ni de desconfianza…

– Tienes razón. Pero ahora júrame que cumplirás lo que te digo. No te lo pido por mí, te lo pido por José. Déjale que siga así. Ten en cuenta que si esos papeles salieran… mis amigos se enterarían y tarde o temprano pasaría algo.

– ¿Qué nos harían? -preguntó la mujer asustada.

– No puedes ni imaginarlo. Tenemos reglas, códigos, y estamos obligados a cumplirlos.

– ¿Por qué no destruyes tú mismo esos papeles? ¿Por qué no haces desaparecer lo que no debamos encontrar?

– Harás lo que te he dicho. Hay cosas de las que no puedo desprenderme mientras esté vivo, pero que a nadie conciernen cuando esté muerto.

– ¡Ay, ojalá yo me muera antes que tú!

– No tengo inconveniente en que así sea, pero por si acaso júrame sobre la Biblia que harás lo que pido.