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Hans Hausser entró con paso decidido en el inmenso vestíbulo del moderno edificio en el corazón de Londres. Un panel señalaba las docenas de empresas que tenían su sede en aquel monstruo de cristal y acero. Buscó con la mirada el nombre de Global Group, aunque sabía que se encontraba en la planta séptima. Se dirigió al ascensor sintiendo una punzada de inquietud en la boca del estómago.

Un ilustre profesor de Física cuántica iba a contratar a un ejecutor para que asesinara a un hombre y a su familia, no importaba quiénes ni cuántos fueran. No sentía piedad en su corazón, pero sí la preocupación de no saber si sabría tratar con un hombre como el que se iba a encontrar.

Las oficinas de Global Group parecían las de cualquier multinacional: paredes de color gris claro, techos blancos, mobiliario moderno, buenos cuadros abstractos de pintores de nombre imposible de recordar, secretarias discretamente elegantes y amables.

Tom Martin no le hizo esperar. Le estrechó la mano en la puerta del despacho, una pieza espaciosa guarnecida por una esplendida librería de color claro que cubría las cuatro paredes, un enorme ventanal sobre el que se alcanzaba a ver el viejo Londres con el paso sereno del Támesis, sillones de cuero y ningún objeto personal. Ni fotografías ni trofeos; la inmensa mesa de cristal y acero no tenía ni un papel; sólo un sofisticado teléfono y un ordenador personal.

Una vez acomodados en los sillones con un café delante, Tom Martin se dispuso a escuchar con cierta curiosidad al anciano con aire de despistado que tenía delante.

– Bien, usted dirá en qué le puedo ayudar…

– No le haré perder el tiempo. Sé que su negocio es enviar hombres a zonas de conflicto. Usted tiene un pequeño ejército de hombres que van y vienen en grandes o reducidos grupos o en solitario. Sé que su negocio es ofrecer seguridad, pero si hacemos caso omiso a los eufemismos, en su negocio se mata. Sus hombres matan a otros hombres para proteger a las personas que les contratan o defender intereses materiales, sean edificios, yacimientos petrolíferos, lo que sea.

Tom Martin escuchaba al anciano con una mezcla de perplejidad y diversión; ¿adónde quería llegar aquel hombre?

– Señor Martin, necesito contratar a uno de sus hombres para que mate a un hombre. Bueno, en realidad tendrá que matar a más de una persona, en este momento no sé exactamente a cuántos, puede que a dos, o tres, o cinco, no lo sé.

El dueño de Global Group no pudo ocultar la sorpresa que le provocaba la petición de aquel hombre. Un anciano de aspecto distinguido que hacía semanas le había pedido una cita haciéndose llamar señor Burton, y que se sentaba tranquilamente ante él pidiéndole asesinos. Así de simple.

– Perdone, señor Burton, ¿era Burton su nombre?

– Llámeme así -dijo el profesor Hausser.

– O sea, que no se llama Burton… En fin, yo necesito saber quiénes son mis clientes…

– Usted necesita saber que le pagarán y le pagarán bien. Y yo le pagaré generosamente.

– Si le he entendido bien, usted quiere matar a alguien. ¿Por qué?

– Ése no es asunto suyo. Digamos que hay una persona cuyos intereses han colisionado con los míos y los de unos amigos y no ha tenido inconveniente en utilizar métodos expeditivos contra nosotros. De manera que queremos eliminarle.

– ¿Y esas otras personas a las que también quiere eliminar?

– Sus familiares directos. Los que encuentre.

Tom Martin se quedó en silencio, impresionado por la tranquilidad con que aquel hombre de aspecto apacible le estaba pidiendo que cometiera unos cuantos asesinatos. Se lo había pedido con la misma voz que pediría un café en un bar o saludaría al portero por las mañanas: con afabilidad, sin darle importancia.

– ¿Puede precisarme qué ha hecho ese hombre y por qué debe de extender la sanción a su familia?

– No. Dígame si acepta el trabajo y cuánto me costará.

– Verá, yo no tengo una agencia de asesinos, así que…

– ¡Vamos, señor Martin, sé quién es usted! La gente de su negocio le considera el mejor y alaban su discreción. Me han recomendado que le plantee las cosas directamente, y eso es lo que estoy haciendo.

– Me gustaría saber quién le ha hablado de mi empresa.

– Un conocido común. Un hombre que le conoce y ha hecho negocios con usted a su entera satisfacción.

– ¿Y esa persona le ha dicho que la mía es una empresa de asesinos?

– Señor Martin, usted no me conoce y por eso desconfía de mí. Lo entiendo. Pero ¿cómo llama usted a lo que hacen sus hombres en las minas de diamantes cuando ametrallan a un pobre negro por acercarse demasiado a la valla de seguridad? ¿Qué me dice de esos equipos de protección de hombres de negocios que no dudan en apretar el gatillo a indicación de su jefe de turno?

– Necesito saber quién es usted, una referencia…

– No la tendrá, lo siento. Si teme que sea una trampa, esté tranquilo. Soy un anciano, no debe de quedarme mucho tiempo de vida, y lo que me queda quiero dedicarlo a saldar una vieja deuda. Por eso necesito que sus hombres maten a un hombre.

Tom Martin se quedó en silencio examinando a aquel anciano que con tanto aplomo y sin circunloquios le pedía que matara a un hombre. No, no era policía, de eso estaba seguro. Su curiosidad le pudo y, saltándose sus propias reglas de seguridad, decidió arriesgarse.

– ¿Quién es el hombre al que quiere matar?

– ¿Acepta el trabajo?

– Dígame de quién se trata y dónde está.

– ¿Cuánto costará?

– En principio tendremos que hacer una prospección de campo, y luego decidir cómo y cuándo; y eso es mucho dinero.

– ¿Un millón de euros por el hombre y otro por su familia?

El presidente de Global Group se quedó impresionado. O el anciano le tentaba con el dinero o no tenía ni idea de los precios del mercado.

– ¿Tiene usted esa cantidad?

– Ahora mismo tengo trescientos mil euros encima. Si cerramos el trato se los daré. El resto, según vaya cumpliendo.

– ¿A quién quiere matar, a Sadam Husein?

– No.

– ¿Quién es el hombre? ¿Tiene fotos recientes?

– No, no tengo fotos de él. Será un anciano, un hombre mayor que yo, rondará los noventa años. Vive en Irak.

– ¿En Irak? -la sorpresa de Martin iba en aumento.

– Sí, creo que en Irak; al menos allí un familiar suyo tiene una casa. Vea estas fotos de la casa. No sé si él vive allí o no, pero la persona que vive es un familiar de él, una mujer que también debe morir, pero no antes de que les conduzca a nuestro objetivo.

Tom Martin cogió las fotos de la Casa Amarilla que habían hecho los hombres del equipo enviado por Luca Marini. Las observó con cuidado. La casa era una mansión colonial, bien protegida a juzgar por lo que las cámaras habían captado.

En algunas fotografías aparecía una mujer atractiva, vestida a la manera occidental, y acompañada de otra mujer mayor cubierta de la cabeza a los pies.

– ¿Esto es Bagdad? -preguntó.

– Sí, es Bagdad.

– Y ésta es la mujer… -afirmó más que preguntó Martin al mirar otra foto.

– Sí, creo que es familia del hombre que debe morir. Tienen el mismo apellido. Ella les puede conducir hasta él.

– ¿Cuál es el apellido?

– Tannenberg.

El presidente de Global Group se quedó unos segundos en silencio. No era la primera vez que oía ese apellido. No hacía mucho que su amigo Paul Dukais le había pedido hombres para infiltrarse en una expedición arqueológica organizada por esa mujer, esa Tannenberg que al parecer quería quedarse con algo que no era suyo, o al menos no era sólo suyo.

Por lo que veía, los Tannenberg tenían enemigos en todas partes dispuestos a quitarles de en medio sin contemplaciones. ¿Querría este hombre que tenía ante él lo mismo que Dukais o la suya sería una causa diferente?

– ¿Acepta el trabajo?

– Sí.

– Bien, firmemos un contrato.

– Señor… señor Burton, no se firman contratos así.

– Yo no le voy a entregar ni un euro si no es con un contrato.

– Haremos un contrato general, de investigación de determinado individuo en determinado lugar…

– Sí, pero sin que conste el nombre del individuo. Quiero discreción.

– Usted exige mucho…

– También pago mucho. Sé que lo que le voy a pagar es más de lo que usted cobra por este tipo de encargos. De manera que por dos millones de euros usted hará las cosas como le pido.

– Desde luego que las haré.

– Y otra cosa, señor Martin, yo sé que es usted el mejor, o al menos eso dicen. Si le pago tan generosamente es porque no quiero fallos ni traiciones. Si usted me traiciona, mis amigos y yo disponemos de dinero suficiente para buscarle debajo de las piedras si fuera necesario. Siempre habrá alguien que quiera hacer el trabajo, incluso alguien de aquí dentro.

– No le tolero que me amenace. No se equivoque conmigo o daré esta conversación por concluida -respondió muy serio Tom Martin.

– No, no es una amenaza. Simplemente quiero que queden las cosas claras desde el principio. A mi edad el dinero que tengo no me lo puedo ni gastar ni llevar a la tumba. Así que lo invierto en cumplir mis últimas voluntades, pero en vida, que es lo que estoy haciendo.

– Señor Burton o como quiera que se llame, en mi negocio no nos dedicamos a traicionar a los clientes. El que lo hace tiene que echar el cierre.

Hans Hausser le dio toda la información de que disponía. No era mucha, pues Tannenberg había detectado al equipo de Marini y a éstos no les había dado tiempo a enviar más detalles sobre quién vivía en esa casa de color amarillo además de la mujer y su marido, junto a unos cuantos criados.

Dos horas después el profesor salía de Global Group. Se sentía satisfecho porque intuía que por fin estaban cerca de la hora de la venganza.

Paseó sin rumbo, seguro de que Martin le habría hecho seguir. Se metió en el hotel Claridge y se dirigió al restaurante, donde almorzó sin demasiado apetito. Luego salió al vestíbulo y busco un ascensor. Quienes le siguieran pensarían que se alojaba en el hotel, así que apretó el botón de la cuarta planta. Allí se bajó y buscó las escaleras para descender hasta la segunda. Una vez allí, llamó de nuevo al ascensor y apretó el botón del garaje.

Un sorprendido portero le preguntó dónde estaba su coche, a lo que él ni siquiera respondió, poniendo una sonrisa de no entender nada. A su edad parecía inofensivo. Recorrió el garaje y al cabo de un rato salió por la rampa de los coches. Torció en la primera esquina y se alejó del hotel buscando un taxi que no tardó en encontrar y pidió que le llevara al aeropuerto. Su vuelo salía horas más tarde rumbo a Hamburgo. De allí cogería otro avión a Berlín y de allí a su casa, a Bonn. No sabía si habría logrado despistar a Tom Martin, pero al menos se lo había puesto difícil.