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El viaje a Bagdad resultó agotador por el calor. La ciudad evidenciaba las señales del asedio que sufría. Se veía pobreza, como si de la noche a la mañana la próspera clase media iraquí hubiera desaparecido.

Marta se mareó en el helicóptero y no pudo reprimir vomitar, a pesar de los cuidados solícitos de Fabián.

Cuando llegaron a Safran estaba pálida y se sentía agotada, pero sabía que debía hacer un esfuerzo porque aún pasarían muchas horas antes de que pudiera descansar.

Le sorprendió Clara Tannenberg: morena, de estatura media, piel de color canela y ojos azul acero. Era guapa. Sencillamente guapa.

Clara también evaluó a Marta con una mirada. Pensó que debía de haber pasado los cuarenta, más cerca de los cuarenta y cinco; se le notaba esa seguridad de las mujeres occidentales que todo se lo deben a sí mismas y a su esfuerzo y por tanto no están dispuestas a que nadie les diga qué pueden hacer o dejar de hacer. Clara tampoco pasó por alto que Marta era una mujer atractiva. Cabello negro, alta y ojos castaño oscuros; llevaba una media melena lisa y las uñas cuidadas.

Siempre se fijaba en las manos de las mujeres. Su abuela le había enseñado a que lo hiciera; le decía que reconocería con qué clase de mujer trataba por sus manos. No le había fallado el consejo. Las manos reflejaban el alma de las mujeres y su condición social. Las de Marta eran unas manos delgadas y huesudas, con la manicura recién hecha, y las uñas cubiertas por un ligero barniz transparente que sólo les daba brillo.

Después de los saludos de rigor, les informó de que los camiones ya habían llegado a Safran, aunque aún no les había dado tiempo a descargar los contenedores.

– Pueden dormir en alguna de las casas de los campesinos o, si lo prefieren, en las tiendas que hemos instalado. Hemos comenzado a construir unas cuantas casas de adobe, muy simples, como las que se construían hace siglos en Mesopotamia y siguen construyendo los campesinos hoy. Algunas ya están listas, pero falta que lleguen de Bagdad colchones y otros enseres; en un par de días estarán aquí. Servirán para alojar no sé si a todos, pero sí a buena parte de la expedición. No dispondremos de lujos, pero espero que se encuentren cómodos.

– ¿Podemos echar un vistazo por los alrededores? -preguntó Fabián…

– ¿Quiere conocer el lugar donde hemos encontrado el edificio? -le respondió Clara.

– Exactamente, estoy deseando verlo -contestó Fabián con la mejor de sus sonrisas.

– Bien, diré que lleven su equipaje a los alojamientos y nosotros iremos caminando hasta el palacio. No está lejos de aquí, y hoy no hace demasiado calor -fue la respuesta de Clara.

– Si no le importa -terció Marta-, preferiría ir en coche. Me he mareado durante el viaje y no me encuentro demasiado bien.

– ¿Necesita algo? ¿Prefiere quedarse? -le dijo Clara.

– No, sólo querría beber agua y poder refrescarme, y si es posible no ir a pie -pidió Marta.

Clara dio unas cuantas órdenes y en un segundo el ligero equipaje de Marta estaba instalado en casa del jefe de la aldea, mientras que el de Fabián era llevado a la casa de una familia que vivía al lado.

Marta dispuso de los minutos que había pedido para beber agua y recuperar fuerzas. Luego se dirigieron en un jeep hasta el lugar donde pasarían los próximos meses.

Fabián saltó del coche antes de que el soldado que lo conducía terminara de parar. Con paso presuroso empezó a recorrer el lugar, deteniéndose para observar el perímetro que había quedado al descubierto tras la explosión de una bomba que había dejado su cosecha de destrozos.

– Veo que han estado despejando la zona -afirmó Fabián.

– Sí; creemos que estamos sobre el tejado de un edificio y que lo que vemos por ese boquete es una estancia donde seguramente estaban apiladas tablillas; de ahí la cantidad de trozos que hemos encontrado. Por lo que, sin duda, este lugar era un templo-palacio -respondió Clara.

– No hay constancia de que hubiera un templo tan cerca de Ur -dijo Fabián.

– No, no la hay, pero le recuerdo, profesor, que el valor de cualquier descubrimiento es ése: encontrar algo de lo que en muchas ocasiones no hay ningún indicio de que existiera. Si excaváramos a lo largo y ancho de Irak encontraríamos varias decenas de templos-palacios, puesto que eran los centros administrativos de amplias zonas -explicó Clara.

Marta, mientras tanto, se había alejado de ellos buscando un lugar desde el que tener cierta perspectiva del lugar. Fabián y Clara la dejaron, sin interrumpir el ir y venir de Marta.

– ¿Es su esposa? -le preguntó Clara.

– ¿Marta? No, no lo es. Es profesora de Arqueología en mi misma Universidad, la Complutense de Madrid. Y tiene una larga experiencia en trabajos de campo. Por cierto, hace años estuvo cerca dejaran, donde su abuelo encontró esas tablillas misteriosas.

Clara asintió en silencio. Su abuelo le había prohibido con rotundidad que diera información sobre él. No debía decir ni una palabra de más, aunque le insistieran para conocer detalles de cuándo y por qué estuvo en Jaran, de manera que decidió llevar la conversación hacia otros derroteros.

– Han sido muy valientes viniendo a Irak en las actuales circunstancias.

– Esperemos que todo vaya bien. No va a ser fácil trabajar con tanta premura de tiempo.

– Sí, los iraquíes confiamos en que Bush esté echando un pulso a Sadam.

– Pues no se equivoquen. Les ha declarado la guerra y en cuanto tenga sus efectivos dispuestos atacará. No creo que tarden en hacerlo más de seis o siete meses.

– ¿Por qué apoya España a Bush contra Irak?

– No confunda a España con nuestro actual Gobierno. Los españoles mayoritariamente estamos en contra de la guerra, no compartimos las razones de Bush para hacer la guerra.

– Entonces, ¿por qué no se rebelan?

Fabián soltó una carcajada.

– Tiene gracia que usted me pregunte por qué no nos rebelamos cuando ustedes viven bajo la bota de Sadam. Mire, yo no estoy de acuerdo con mi Gobierno en lo que se refiere a apoyar a Estados Unidos contra Irak ni en tantas otras muchas cosas, pero el mío es un Gobierno democrático. Quiero decir que le podemos echar en las urnas.

– Los iraquíes quieren a Sadam -afirmó Clara.

– No, no le quieren, y el día en que caiga, que caerá, sólo unos cuantos favorecidos por su régimen le defenderán. A los dictadores se les sufre, pero nadie les quiere, ni siquiera quienes han vivido bajo su régimen sin decir palabra. De Sadam lo único que quedará será el recuerdo de sus tropelías. Mire, dejemos las cosas claras, el que estemos en contra de la guerra no significa que apoyemos a Sadam. Sadam representa todo lo que abomina cualquier demócrata: es un dictador sanguinario, que tiene las manos manchadas con la sangre de los iraquíes que se han atrevido a oponérsele y con la de los kurdos a los que ha asesinado masivamente.

»No nos importa Sadam ni la suerte que pueda correr. Estamos en contra de la guerra porque no creemos que nadie debe morir para que desaparezca un solo hombre, y sobre todo porque es una guerra por intereses bastardos: quedarse con el petróleo de Irak. ¡Norteamérica quiere el control de las fuentes energéticas porque siente el aliento del coloso chino! Pero insisto: no se equivoque, quienes estamos en contra de la guerra aborrecemos a Sadam.

– No me ha preguntado si soy partidaria de Sadam -le reprochó Clara.

– No me importa que lo sea. ¿Qué hará? ¿Denunciarme a esos soldados para que me detengan? Imagino que si usted vive en Irak sin que le falte de nada, es porque es afecta al régimen de Sadam. No podríamos excavar aquí en estas circunstancias si su abuelo no fuera un hombre poderoso en Irak, de manera que no caben engaños. Pero eso sí, tampoco se engañe usted creyendo que quienes venimos aquí estamos dispuestos a inclinarnos ante Sadam o a cantar las excelencias de su régimen. Es un dictador y nos repugna profundamente.

– Pero, aun así, vienen a excavar.

– Si logramos evitar el encontronazo político excavaremos. Venimos a excavar en una circunstancia difícil para nosotros, y no crea que ha sido fácil tomar la decisión. Venir aquí puede ser manipulado por algunos para presentarnos como gente que avala a Sadam, de manera que esto no es una bicoca. Creemos que estamos ante la oportunidad de desvelar si lo que usted afirmó en el congreso de Roma tiene alguna base. Trabajaremos a destajo y contrarreloj, y si no conseguimos el objetivo, al menos lo habremos intentado. Como arqueólogos no podíamos dejar pasar la ocasión.

– ¿Usted es amigo de Yves Picot?

– Sí, somos amigos desde hace tiempo. Es un hetedoroxo, pero uno de los mejores, y desde luego sólo alguien como él sería capaz de convencernos para venir a jugarnos el pellejo a este lugar -afirmó Fabián dejando vagar la mirada en busca de Marta.

– ¿Cuántos arqueólogos participarán en la misión?

– Desgraciadamente, menos de los que necesitamos. El equipo no es suficiente para el trabajo que debemos abordar. Vendrán dos expertos en prospección magnética, un profesor de arqueozoología, otro de anatolística, siete arqueólogos especialistas en Mesopotamia, además de Marta, Yves y yo mismo, y unos cuantos estudiantes de los últimos cursos de arqueología. En total, seremos unos treinta y cinco.

Clara no pudo ocultar una mueca de decepción. Esperaba que Picot hubiera sido capaz de encontrar a más especialistas para la expedición. Fabián se dio cuenta y sintió un cierto fastidio.

– Dese con un canto en los dientes, como decimos en España ante situaciones como ésta. Que vengan treinta y cinco personas a trabajar aquí es un milagro, y lo hemos hecho por Yves. A su país le van a machacar, y no está para aventuras arqueológicas; aun así Yves nos ha convencido y hemos dejado nuestros trabajos, y no crea que es sencillo decir al decano de tu facultad que te vas en pleno mes de septiembre, con el curso a punto de empezar. De manera que todos los que venimos hemos hecho un sacrificio personal, sabiendo lo difícil que será encontrar algo que de verdad valga la pena y justifique la inversión de nuestro tiempo y prestigio profesional.

– ¡No lo plantee como si me estuvieran haciendo un favor! -respondió Clara exasperada-. ¡Si vienen será porque creen que pueden conseguir algo, de lo contrario no estarían aquí!

Marta se había acercado hasta ellos y escuchó la última parte de la conversación.

– ¿Qué os pasa? -preguntó.

– Intercambio de pareceres -respondió Fabián.

Clara no dijo nada, bajó la mirada al suelo y tomó aire para calmarse. No podía dejar aflorar su genio, y menos en vísperas de comenzar el trabajo. Echaba de menos a Ahmed; él tenía mano izquierda, sabía cómo tratar a todo el mundo y decir lo que pensaba sin ofender, pero manteniéndose firme en sus ideas.