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– ¡Señora! ¡Señora!

Clara salió de su letargo ante los gritos de uno de los hombres que la acompañaban.

– ¿Qué sucede, Ali?

– Señora, ha caído la noche y el jefe de la aldea está enfadado. La esperan las mujeres para cenar.

– Ya voy, no tardo ni un segundo en llegar.

Se incorporó mientras se sacudía el polvo amarillo que se le había adherido a la ropa y a la piel. No tenía ganas de hablar con nadie, y menos con el jefe de la aldea y su familia. Quería disfrutar de la soledad del lugar sabiendo que pronto dejaría de estar como ahora.

Fantaseaba sobre Shamas, lo había dotado de rostro y podía escuchar el sonido de su voz, casi podía intuir sus pasos.

Debía de ser un aprendiz de escriba, de ahí los caracteres poco precisos de su escritura, pero también parecía una persona peculiar. Alguien con un don, y sobre todo alguien muy cercano al patriarca Abraham, tanto como para que éste le hubiera contado la Creación.

Pero ¿qué idea tendría Abraham del Génesis? ¿Sería un remedo de las antiguas leyendas mesopotámicas?

Abraham era un nómada, el jefe de una tribu. Todos los clanes nómadas tenían sus propias tradiciones y leyendas, pero en su ir y venir entraban en contacto con otras tribus, con otras gentes de culturas distintas, de las que asimilaban a su vez costumbres, leyendas y dioses.

Era evidente que el Diluvio recogido por los hebreos en la Biblia guardaba relación con el Poema de Gilgamesh.

Cuando llegó a la casa del jefe de la aldea, éste le aguardaba en la puerta con una sonrisa helada a la que Clara hizo caso omiso. Hizo honor a la comida que le sirvieron y luego se retiró a una estancia en la que habían improvisado un lecho junto al de una de las hijas de la casa.

Estaba cansada y durmió de un tirón, como no lo hacía desde que Ahmed había dejado la Casa Amarilla.

La casa de Alfred Tannenberg en El Cairo estaba situada en Heliópolis, la zona residencial donde vivían los jerarcas del régimen.

Por las ventanas del despacho se veía una hilera de árboles, además de unos cuantos hombres que vigilaban el perímetro de la casa.

La edad le había hecho aún más desconfiado de lo que ya era en su juventud. Además, ahora ni siquiera confiaba en sus amigos, en los hombres por los que antes habría dado su vida, convencido de que ellos la habrían dado por él.

¿Por qué se empecinaban en hacerse con la Biblia de Barro ? Les ofrecía cuanto tenía a cambio de esas tablillas, que significaban el futuro de Clara. No se trataba de dinero; su nieta ya tenía el suficiente para vivir desahogadamente el resto de su vida. Lo que él quería para Clara era respetabilidad, porque el mundo en que habían vivido se estaba derrumbando, no se podía engañar por más que se hubiera enfadado con cuantos se lo decían. En realidad, los informes que desde hacía un año le enviaba George no dejaban lugar a dudas. Desde el 11 de septiembre de 2001 el mundo había enloquecido.

Estados Unidos necesitaba definir al adversario para controlar las fuentes energéticas, y los árabes creían que para salir de la miseria y que el mundo les respetara tenían que hacer uso de la fuerza, de manera que los intereses de ambos se complementaban. Querían la guerra y estaban en ella, y a él le pillaban en medio dispuesto a hacer negocios como en tantas otras ocasiones. Sólo que ahora le restaban pocos meses de vida y temía por el futuro de su nieta. Y el futuro no pasaba por Bagdad ni por El Cairo. Ahmed, el marido de Clara, lo sabía, por eso pretendía huir. Pero él no quería que su nieta fuera una refugiada mal vista en todas partes por ser iraquí y ser quien era, porque tarde o temprano se sabría quién era. La única manera de salvarla era dotarla de respetabilidad profesional y eso sólo se lo podía dar la Biblia de Barro . Pero George no quería aceptarlo, y aunque Frankie y Enrique tenían familia, tampoco parecían entenderle.

Estaba solo, solo contra todos y con un inconveniente añadido: el escaso tiempo que le quedaba de vida.

Repasó el informe del médico. Querían operarle de nuevo, extirparle el tumor que invadía su hígado. Debía de tomar una decisión, aunque en realidad la tenía tomada. No volvería a entrar en el quirófano, más aún cuando, según el informe, eso no le garantizaba la vida. Incluso podía morir si su corazón se empeñaba enjugarle una mala pasada. Y últimamente los ataques de taquicardia y la tensión alta eran nuevas agresiones a su salud. Su única preocupación era vivir el tiempo suficiente para que Clara excavara en Safran antes de que los norteamericanos bombardearan.

El sonido de unos nudillos golpeando en la puerta del despacho le hizo levantar la mirada del informe esperando a que entrara quien llamaba.

Un criado le anunció la presencia de Yasir y de otro hombre, Mike Fernández. Les estaba esperando; indicó que les hicieran pasar.

Se levantó y se dirigió a la puerta de la entrada del despacho para saludar a sus visitantes. Yasir le hizo una breve inclinación de cabeza acompañada de una media sonrisa que más parecía una mueca. No le perdonaba la bofetada que le dio en su último encuentro. Alfred no pensaba disculparse, porque después de esa ofensa de nada servirían las disculpas. Yasir le traicionaría en cuanto tuviera la más mínima oportunidad, una vez asegurado el negocio que se traían entre manos. Sólo tenía que estar atento para parar el golpe antes de que levantara la mano.

Mike Fernández evaluó al anciano mientras se saludaban. Le sorprendió la fuerza con que Alfred le apretaba la mano, pero sobre todo tuvo la sensación de estar ante un hombre malo. No sabía por qué, pero así lo sentía en su fuero interno; él precisamente no era un santo; llevaba mucho tiempo metido en negocios sucios a las ordenes de Dukais y había hecho cosas de las que su madre, si viviera, se habría avergonzado; pero a pesar de lo vivido en los últimos años seguía distinguiendo el bien y el mal y aquel anciano exudaba mal por los cuatro costados.

El criado entró en el despacho llevando una bandeja con agua y refrescos, que colocó encima de la mesa baja alrededor de la que se habían sentado. Cuando el criado salió Alfred no perdió el tiempo en cortesías y se dirigió directamente a Fernández.

– ¿Qué plan trae?

– Me gustaría echar un vistazo a la frontera de Kuwait con Irak, también quiero examinar algunos puntos de la frontera jordana y de la turca. Me gustaría saber con qué infraestructura contaremos en los distintos lugares en que decidamos desplegar a los hombres, y sobre todo las vías de escape. Creo que podemos tener una buena cobertura a través de una compañía que exporta algodón, grandes balas de algodón, desde Egipto a Europa.

– ¿Y qué más? -preguntó con sequedad el anciano.

– Lo que usted me quiera decir y enseñar. Usted dirige la operación, yo estaré sobre el terreno; por eso quiero ver por dónde me tendré que mover.

– Yo le diré los puntos por donde los hombres entrarán y saldrán de Irak. Llevamos años entrando y saliendo del país sin que ni los iraquíes, los turcos, los jordanos o los kuwaitíes se enteren. Conocemos el terreno como la palma de nuestras manos. Usted se encargará de sus hombres, pero al mando de la operación sobre el terreno estarán los míos, y serán ellos los que entren y salgan de Irak.

– No es eso lo previsto.

– Lo previsto es entrar y salir en el menor tiempo posible pasando inadvertidos. Me temo que usted difícilmente se puede fundir con el paisaje, y dudo mucho que los hombres que envíe Paul puedan hacerlo. A usted se le ve a la legua que no es de aquí. Si le detuvieran se cargaría la operación. Nosotros podemos entrar y salir porque somos de aquí, nos fundimos con el paisaje, ustedes serían tan visibles como la estatua de la Libertad. Me parece bien que tenga unos cuantos hombres en algunos lugares estratégicos que ya le indicaré. En cuanto a lo de esa compañía de algodón, la conozco, es mía, pero no es la más adecuada para este negocio. Lo que necesitamos es que nuestros amigos de Washington nos permitan viajar en los aviones militares que tienen en las bases de Kuwait y de Turquía y que hacen escala en Europa; una vez allí, ya nos encargaremos de lo demás. Son sus hombres los que deben viajar en esos aviones con usted, ahí es donde no deben entrar los míos. Cada uno se tiene que mover en su terreno.

– Y usted decide cuál es el terreno de cada uno.

– ¿Sabe? Cuando viajas por el desierto, los beduinos siempre te sorprenden. Estás convencido de que estás solo y, de repente, alzas la mirada y ahí están. Cómo han llegado, desde cuándo te están siguiendo, es algo que nunca sabes. Son parte de la arena del desierto.

»A usted se le vería a kilómetros de distancia, pero usted no les vería a ellos aunque estuvieran a cinco metros.

– ¿Sus hombres son beduinos?

– Mis hombres han nacido aquí, en estas arenas, y son invisibles. Saben lo que tienen que hacer, adónde ir y por dónde. Ninguno llamará la atención en Bagdad, ni en Basora, ni en Mosul, Kairah o Tikrit. Entrarán y saldrán con la misma tranquilidad con que usted entra y sale de su casa. Lo hemos hecho siempre así, éste es mi territorio, así que no acepto cambios en la manera de hacer las cosas. ¿O es que en Washington se han vuelto locos?

– No, no se han vuelto locos, simplemente quieren controlar la operación.

– ¿Controlarla? Soy yo quien controla la operación.

– Usted la dirige, es cierto, pero ellos quieren a unos cuantos de sus hombres aquí.

– Me temo que no habrá operación si no se hace como digo. En Washington saben que ustedes no podrían cruzar ni una sola de las fronteras.

– Hablaré con Dukais.

– Ahí tiene el teléfono.

Mike Fernández ni se levantó. Había forzado la situación simplemente porque no quería ser sólo un comparsa en los planes del anciano. Pero sabía que Dukais se enfadaría si le llamaba, puesto que las órdenes habían sido tajantes: tenía que hacer lo que dijera Alfred.

– Hablaré con él más tarde -dijo Mike Fernández, sorprendido por la dureza del anciano.

– Haga lo que quiera, pero sepa que no me gustan los pulsos, y si alguien me echa un pulso lo pierde. Así ha sido hasta ahora y así será hasta el día en que me muera.

Fernández guardó silencio. Habían medido fuerzas y quedaba claro que Alfred no estaba dispuesto ni siquiera a compartir el bastón de mando.

Pensó que lo más inteligente sería aceptar la situación. A fin de cuentas, Tannenberg tenía razón: aquél no era su territorio y estaban en vísperas de una guerra. La operación se iría al traste si les detenían a él o alguno de los suyos. De manera que por él no había ningún inconveniente en que fueran otros los que corrieran con los riesgos.