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Shamas escuchaba en silencio la conversación entre su padre y Abraham y las recomendaciones que se hacían el uno al otro.

El invierno estaba vencido, y la primavera afloraba tiñendo de verde el color de la tierra y coloreando de azul intenso el cielo. Era la época propicia para viajar.

Abraham y Yadin acordaron despedirse sacrificando un cordero, con la esperanza de que fuera propicio al Señor.

– Padre, ¿cuándo nos iremos? -preguntó el niño no bien Abraham salió de la casa.

– Ya lo has oído, dentro de una luna no estaremos aquí. No iremos solos, otros miembros del clan regresarán a Ur con nosotros. ¿No te arrepentirás por no acompañar a Abraham?

– No, padre, deseo regresar a casa.

– Ésta es tu casa.

– Siento que mi casa es en la que crecí en Ur. Me acordaré de Abraham, pero él me ha dicho que todos debemos seguir nuestro camino. Él debe hacer lo que Dios le ha mandado, y yo siento que lo que espera de mí es que regrese a la tierra de nuestros antepasados. Allí explicaré a los nuestros cuanto sé sobre la historia del mundo, y guardaré con cuidado las tablillas con lo que Abraham me ha contado.

– Has elegido tu destino.

– No, padre, creo que Dios ha elegido por mí. Abraham me preguntó qué sentía dentro de mí y lo que siento es que debo regresar.

– Yo también lo siento así, hijo, y tu madre también. Ella tiene el corazón repleto de añoranza y volverá a reír el día en que nos acercamos a Ur. Desea morir donde nacieron y murieron los suyos. Ésta es nuestra casa, pero aquí se siente extranjera. Sí, debemos partir.

Shamas asintió feliz. La expectativa del viaje le provocaba un cosquilleo interno. Para él era una necesidad vital romper con la monotonía. Caminarían durante el día, acamparían al atardecer y las mujeres cocerían pan junto a la comida.

Saboreó de antemano las zambullidas en el Éufrates y las conversaciones alrededor del fuego.

Pensó en Abraham con una punzada de pesar. Le echaría de menos. Sabía que su pariente era un hombre especial, elegido por Dios para convertirse en padre de muchas tribus. No sabía cómo llegaría a suceder eso, puesto que Sara no le había dado hijos, pero si Dios se lo había prometido, así sería, se dijo Shamas.

Había escrito la historia del mundo. La Creación de la Tierra según sabía Abraham. No tenía duda de que habría sido así.

Su relación con Dios era difícil. A veces creía que estaba a punto de entender el misterio de la vida, pero cuando estaba a punto de alcanzarlo, la mente se le ponía borrosa y era incapaz de pensar.

En otras ocasiones no entendía las acciones de Dios, su ira y la dureza con la que castigaba a los hombres. No terminaba de entender por qué la desobediencia le resultaba tan insoportable al Señor.

Pero no entender a Dios y reprocharle en su fuero interno alguna de sus decisiones para con los hombres no le llevaba a creer menos en Él.

Su fe era como una roca asentada en la tierra para el resto de la eternidad.

Su padre le había instado a que fuera prudente cuando llegaran a Ur. No podía poner en cuestión a Enlil, padre de todos los dioses, ni a Marduk, ni a Tiamat, ni a tantas otras divinidades.

Shamas sabía de la dificultad de hablar de un Dios que no tiene rostro, al que no se puede ver, sólo sentir en el corazón. De manera que sería cuidadoso a la hora de hablar de Él, y no intentaría imponerlo a los otros dioses. Tendría que sembrar en el corazón de quienes le escucharan y esperar a que de la siembra emergiera Él.

Llegó el día de la despedida. A punto de amanecer, con el frescor del alba Abraham y su tribu y Yadin junto a los suyos se preparaban para partir. Las mujeres cargaban los asnos y los niños corrían a su alrededor con los ojos legañosos, interrumpiendo el quehacer de sus madres.

Shamas aguardaba expectante a que Abraham se dirigiera a él, y se sintió feliz cuando éste le hizo una seña para hacer un aparte.

– Ven, aún tenemos tiempo de hablar mientras los nuestros terminan de preparar el viaje -le dijo Abraham.

– Ahora que te vas ya siento lo mucho que me acordaré de ti -le dijo Shamas.

– Sí, los dos nos acordaremos el uno del otro. Pero quiero hacerte un encargo, de hecho ya te lo pedí días atrás: que no se pierda la historia de la Creación. Como te la conté, así hizo Dios todas las cosas.

»Los hombres nos olvidamos de que somos una mota de su aliento y tendemos a creernos que no lo necesitamos, pero otras veces le reprocharemos que no esté para ayudarnos cuando lo necesitamos.

– Sí, yo también me pregunto el porqué.

– ¿Cómo vamos a entender a Dios? Hemos sido hechos de barro, como esos dioses que construíamos Téraj y yo. Andamos, hablamos, sentimos porque Él nos insufló vida, y cuando quiere nos la quita de la misma manera que yo destruía los toros alados que los demás veneraban como dioses. Eran dioses creados por mí que dejaban de serlo por la fuerza de mi mano.

»No, no podemos entenderle a Él, ni siquiera intentarlo, y menos juzgar sus actos. Yo no puedo responder tus preguntas porque no tengo respuestas. Sólo sé que hay un Dios principio y fin, creador de cuanto existe, que así nos hizo, y nos condenó a morir porque nos permitió elegir.

– Dios te acompañará dondequiera que vayas, Abraham.

– Y a ti también, y a todos nosotros. Él todo lo ve y todo lo siente.

– ¿Con quién hablaré de Dios?

– Con tu padre, Yadin, que lo lleva en el corazón. Con el anciano Joab, con Zabulón, con tantos de tus parientes con los que inicias viaje, como con muchos de los que se quedaron en Ur.

– ¿Y quién me guiará?

– Hay un momento en la vida en que debemos buscar dentro de nosotros para decidir. Tú tienes a tu padre, puedes confiar en su cariño y sabiduría. Hazlo, sabrá ayudarte y encontrará respuestas que sacien tu corazón.

Escucharon la voz de Yadin llamándoles para despedirse. Shamas sentía un nudo en la garganta y hacía esfuerzos para no llorar. Pensaba que si lo hacía se reirían de él, puesto que ya estaba cerca de ser un hombre.

Abraham y Yadin se fundieron en un abrazo sentido. Sabían que nunca más se volverían a ver. Ambos intercambiaron las últimas recomendaciones, deseándose lo mejor para el futuro.

Abraham abrazó a Shamas, y el niño no pudo evitar que se le escapara una lágrima que inmediatamente enjugó con el puño.

– No te avergüences de sentir el dolor de la separación de quienes quieres y te quieren. Yo también tengo lágrimas en los ojos aunque no las deje fluir. Te recordaré siempre, Shamas, y debes de saber que así como yo seré el padre de hombres, como lo fue Adán, gracias a ti los hombres conocerán la historia del mundo y se la irán contando a sus hijos y éstos a los suyos y así hasta el fin de los tiempos.

Abraham dio la señal de partida y su tribu comenzó a caminar. Al mismo tiempo Yadin había levantado la mano indicando a los suyos que era la hora de partir. Cada familia iba en dirección opuesta a la otra; algunos volvían la vista y levantaban la mano en un último saludo. Shamas miraba en dirección a Abraham esperando que éste volviera los ojos hacia él, pero caminaba erguido, sin volver la vista atrás. Sólo cuando llegó a la altura del palmeral donde tantas tardes pasó con Shamas se paró durante unos segundos recorriendo con los ojos el lugar. Sintió a lo lejos la mirada de Shamas y se volvió sabiendo que el niño esperaba ese último adiós. No alcanzaron a verse, pero ambos sabían que se estaban mirando.

El sol estaba en lo alto y comenzaba la cuenta atrás de un día más de la eternidad.