Изменить стиль страницы

Ella le había insistido para que le explicara por qué, pero su marido se había cerrado en banda.

Con su abuelo no había tenido más suerte.

– Llámame en cuanto llegues, quiero saber que estás bien -le dijo Ahmed.

– Estaré bien, no te preocupes; sólo serán unos días.

– Sí, pero los británicos tienen especial querencia por bombardear esa zona.

– Por favor, no te preocupes. No pasará nada.

Subió al helicóptero y se colocó los cascos para protegerse del ruido de los rotores. A mediodía estaría en Safran, y pensaba disfrutar de la soledad del lugar.

Ahmed vio cómo el helicóptero se deslizaba por el cielo, y también tuvo un sentimiento de liberación. Durante unos días no se sentiría culpable, porque así era como se sentía cuando estaba con Clara. Era consciente del enorme esfuerzo que hacía para no perder el control de sus emociones, para no dejar escapar el más mínimo reproche. Se lo había puesto fácil, muy fácil, y no le había dado opción a dar marcha atrás.

Pero tenía que tomar una decisión difícil: o aceptaba el chantaje al que le sometía el abuelo de Clara y participaba en la última operación ya en marcha o intentaba irse, escapar de Irak.

Sentía sobre la nuca el aliento del Coronel. Sabía que Alfred le había alertado para que le vigilaran, por lo que huir de Irak iba a resultarle complicado. Si se quedaba sería rico; Alfred le había asegurado que le pagaría con generosidad su participación en esta última operación y, además, le ayudaría a salir del país.

Sólo el abuelo de Clara podría garantizarle la huida, pero ¿podía fiarse de él? ¿No le utilizaría para, en el último momento, ordenar que le mataran? No podía saberlo; con Alfred no se podía estar seguro de nada.

Había hablado con su hermana, la única que vivía en Bagdad, y que, como él, soñaba con marcharse; había regresado apenas hacía un año cuando a su marido, un diplomático italiano, le destinaron a Bagdad, y confiaba en que en cuanto empezaran a sonar los tambores de la guerra serían evacuados.

Por lo pronto le habían acogido en su casa, un piso amplio situado en una zona residencial donde vivían muchos diplomáticos occidentales.

Ahmed ocupaba la habitación del más pequeño de sus sobrinos, quien había pasado a compartir el cuarto con su hermano mayor.

Su hermana le decía que pidiera asilo político, pero él sabía en la difícil situación en que pondría a su cuñado si se presentaba en la embajada de Italia solicitando asilo. Provocaría un incidente diplomático, y posiblemente Sadam impediría que se marchara por mucha cobertura diplomática que le dieran los italianos.

No, ésa no era la solución. Tenía que huir por sus propios medios, sin comprometer a nadie, y, mucho menos, a su familia.

Cuando el helicóptero se posó en una base cerca de Tell Mughayir, Clara tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar. Le dolían las sienes porque el ruido de los rotores había traspasado los cascos protectores.

Buena parte del material de guerra de Irak era chatarra, como aquel helicóptero que le había trasladado hasta allí. El Coronel le había advertido que era el único de que podía disponer.

Ya en el todoterreno, escoltada por un par de soldados y seguida en otro coche por los cuatro hombres de su abuelo, empezó a sentirse mejor.

Hacía calor, un calor seco que aumentaba cuando se cruzaban con algún coche que levantaba una nube de polvo amarillo que terminaba masticando sin saber cómo.

El jefe de la aldea la recibió en la puerta de su casa y le invito a tomar un té. Intercambiaron las formalidades de rigor hasta que, pasado el tiempo que exige la cortesía, Clara le dijo por qué estaba allí y lo que quería.

El hombre la escuchó atento, con una sonrisa, y le aseguró que, siguiendo las instrucciones telefónicas de Ahmed, ya lo tenía todo organizado. Habían comenzado a levantar unas cuantas casas con arcilla, un material que abundaba en la región: igual que tres mil años atrás, una vez limpia de impurezas, la amasaban con agua y añadían paja picada, arena, grava o ceniza. La técnica de construcción era sencilla: iban levantando muros por fases y cuando una parte se secaba añadían el siguiente. Para impermeabilizarlas las recubrían con paja y ramas de palmera.

Tenían terminadas media docena y, al ritmo que iban, otras seis estarían listas antes de que finalizara la semana.

Por dentro eran muy sencillas y no demasiado grandes; eso sí, Ahmed se había preocupado de instalar duchas y servicios sanitarios elementales.

Orgulloso del trabajo que había realizado en tan escaso tiempo, el jefe de la aldea también le aseguró que él mismo había elegido los hombres que necesitaban para la excavación.

Clara le dio las gracias y, dando un rodeo para no ofenderle, le explicó que quería reunirse con todos los hombres de la aldea porque los obreros que necesitaba debían de tener algunas características determinadas. Estaba segura, le dijo, de que él había elegido bien, pero le pedía que le permitiera a ella ver a todos los hombres que estuvieran dispuestos a trabajar en la misión arqueológica.

Después de un largo tira y afloja, Clara decidió nombrar de pasada al Coronel para acabar con la interminable negociación, puesto que el jefe de la aldea insistía en que los hombres sólo los podía elegir él.

Cuando escuchó el nombre del Coronel, el jefe de la aldea accedió a la petición de Clara. Al día siguiente, le dijo, podría reunirse con quien quisiera. Había también mujeres dispuestas a trabajar lavando y limpiando las tiendas de los extranjeros cuando éstos estuvieran excavando.

Caía la tarde cuando Clara le dijo que aceptaba la invitación para alojarse en su casa, junto a su esposa e hijas, hasta que llegara el resto de la expedición. Pero antes, le dijo, quería caminar hasta las ruinas y estar allí un rato, pensando en el trabajo que tenían por delante. El hombre asintió. Sabía que Clara haría lo que le viniera en gana y, además, sobre él no recaería ninguna responsabilidad, ya que su invitada venía escoltada desde Bagdad.

Clara pensó en que sin duda la aldea debía el nombre al color amarillo de la tierra, al polvo amarillo que lo envolvía todo, al color pajizo de las piedras. Le gustaba ese color, que parecía empeñado en uniformizar aquel lugar perdido, tan cercano a la antigua Ur.

Pidió a los escoltas que se mantuvieran a distancia. Quería estar sola, sin sentir su presencia alerta a cada paso que daba. Se negaron porque las órdenes de Alfred habían sido tajantes al respecto: no podían perderla de vista y si alguien intentaba hacerle daño debían matarlo, aunque antes, si era posible, le harían confesar quién era y para quién trabajaba. Ningún hombre podía intentar hacer daño a Clara sin pagar con su vida por, ello.

De nada sirvieron sus protestas; lo más que consiguió fue que se mantuvieran a una distancia prudente, pero siempre teniéndola a la vista.

Anduvo por todo el perímetro despejado acariciando los restos de la piedra con que había sido levantado aquel edificio misterioso. Lo observó desde todos los ángulos, quitando tierra adherida a la piedra y recogiendo pequeños trozos de tablillas que guardaba cuidadosamente en una bolsa de lona. Luego se sentó en el suelo y, apoyándose en la piedra, dejó vagar su imaginación por aquel lugar en busca de Shamas.