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Robert Brown entró en la mansión de estilo neoclásico escondida en un parque lleno de robles y hayas.

Lloviznaba; cuando bajó del coche, un mayordomo le aguardaba con el paraguas abierto. No era el primero en llegar: el murmullo de las conversaciones mezclado con alguna carcajada y el tintinear de las copas llegaba hasta la escalera por la que se ascendía a la casa.

Su Mentor se encontraba en la entrada recibiendo a los invitados.

Alto, delgado, con ojos azules fríos como el hielo y el cabello blanco que un día fue del color del oro, aparecía imponente. Nadie dudaba que aquel hombre tenía mucho poder en las manos a pesar de sus muchos años. ¿Cuántos tendría?, se preguntó Brown, aunque calculaba que hacía tiempo que habría traspasado los ochenta.

Varios secretarios de Estado, casi todo el staff de la Casa Blanca, senadores, congresistas, fiscales y jueces, junto a banqueros y presidentes de multinacionales, petroleros y brokers, hablaban animadamente en los salones exquisitamente decorados, en cuyas paredes colgaban cuadros de grandes maestros.

El favorito de Brown era un Picasso de la época rosa, un arlequín trágico y burlón que colgaba encima de la chimenea del salón principal, donde además se podía admirar un Monet y un Gauguin.

En otro salón colgaban tres cuadros del quatrocento, junto a un Caravaggio.

La mansión era un pequeño museo. Cuadros de grandes maestros del impresionismo, mezclados con El Greco, Rafael o Giotto. Pequeñas figuras de marfil, junto a tablillas del imperio babilónico, dos imponentes bajorrelieves egipcios del Imperio Nuevo, un león alado asirio…

Por donde quiera que se posara la vista se encontraba una obra de arte que evidenciaba los gustos del dueño de la casa.

Paul Dukais se acercó a Robert Brown con una copa de champán en la mano.

– ¡Vaya, estamos todos!

– Hola, Paul.

– ¡Menuda fiesta! Hacía tiempo que nadie lograba reunir a tanta gente poderosa. Esta noche están aquí casi todos los que mueven los hilos del mundo. Sólo falta el presidente.

– Ni se nota.

– ¿Podemos hablar?

– Éste es el mejor lugar para hablar. Nadie se fijará en nosotros, todo el mundo habla y hace negocios. Con tal de que encuentres una copa para tener en la mano…

Llamaron a un camarero y Robert pidió un whisky con soda; luego buscaron un rincón donde charlar a la vista de todos, como dos buenos conocidos.

– Alfred nos creará problemas -aseguró Dukais.

– Cuéntame otra novedad.

– He hecho lo que me has pedido. Uno de mis mejores hombres, un coronel retirado ex boina verde, Mike Fernández, se irá con Yasir a El Cairo para reunirse con Alfred. Confío en Mike, es un tipo con cabeza.

– Hispano…

– En el ejército ya no hay norteamericanos de origen anglosajón. Son los negros y los hispanos los que luchan por nosotros. Y hay gente capaz entre ellos, han tenido que luchar duro para llegar, de manera que no les desprecies a todos.

– No los desprecio, es que no sé si un hispano se va a poder entender con Alfred. Él es como es.

– Tendrá que entenderse. Estoy seguro de que Mike le caerá bien.

– ¿Ese Mike es dominicano, puertorriqueño, mexicano…?

– Es norteamericano de tercera generación, nació aquí y sus padres también. Fueron sus abuelos los que cruzaron el Río Grande. No tienes nada que temer.

– No me terminan de gustar los hispanos.

– A ti no te gusta nadie que no sea blanco como la leche.

– ¡No digas tonterías! Tengo buenos amigos árabes.

– Sí, pero para ti los árabes son otra cosa, no sé por qué pero lo son, a pesar de que ahora no es políticamente correcto tener amigos entre ellos.

– Mis amigos no venden baratijas en ningún bazar.

– Bueno, no perdamos el tiempo en tonterías. Dime hasta dónde puede llegar Mike con Alfred.

– ¿A qué te refieres?

– Si Alfred no colabora, si no juega limpio, ¿qué hemos de hacer?

– Por lo pronto, que se conozcan, que pongan la operación en marcha y ya veremos lo que nos va contando tu hombre, pero sobre todo quiero saber qué dice Yasir.

– ¿Y con la nieta?

– Si encuentra la Biblia de Barro se la quitáis procurando que las tablillas no sufran ningún daño. Esas tablillas no le pertenecen ni a Alfred ni a su nieta. La misión es cogerlas y traerlas: aquí intactas.

– ¿Y si la chica no colabora?

– Paul, si Clara no colabora, peor para ella. Tus hombres tienen que hacer lo que te he dicho: por las buenas o por las malas.

– Si encuentran las tablillas antes de que pongamos en marcha la otra operación, acabaremos enfrentándonos a Alfred.

– Por eso debemos evitar utilizar métodos extremos con Clara, salvo que sea imposible hacernos de otra manera con las tablillas. Si eso sucediera, tienes que tener preparado un plan para llevar adelante lo que tenemos que hacer sin contar con Alfred. Yasir te dirá cómo y con quién.

El Mentor se acercó sigilosamente a los dos hombres, tanto que se sobresaltaron al advertirlo a su lado, esbozando una sonrisa que más parecía una mueca.

– ¿Ultimando negocios?

– Cerrando los pequeños detalles de la operación. Paul quiere saber hasta dónde tiene que llegar con Alfred y su nieta.

– Es difícil encontrar el equilibrio -dijo el Mentor mirando hacia ninguna parte.

– Sí, por eso quiero instrucciones precisas, no me gustan los reproches -afirmó Dukais-, ni tampoco los malos entendidos. De manera que me alegro de que estés aquí para decirme cuál es el límite.

El anciano le miró de arriba abajo. Sus ojos reflejaban el desprecio que sentía por Dukais.

– En la guerra no hay límites, amigo mío, sólo cuenta la victoria.

Se dio la media vuelta, yendo a perderse en las conversaciones de otro grupo de invitados.

– Siempre he tenido la impresión de no gustarle -dijo Dukais sin lamentarse.

– Nadie le gusta, pero sabe muy bien a quién necesita y a quién no.

– Y a nosotros nos necesita.

– Efectivamente. Y ya lo has oído: en la guerra no hay límites.

Frank Dos Santos y George Wagner se estrecharon la mano sin más aspavientos. La fiesta estaba en su momento de más animación, con una orquesta de cuerda punteando las conversaciones de los invitados.

– Sólo falta Enrique -dijo George.

– También falta Alfred. Vamos, no seas tan duro con él.

– Nos ha traicionado.

– Alfred no lo ve así.

– ¿Y cómo lo ve? ¿Has hablado con él?

– Sí. Hace tres días me llamó a Río.

– ¡Qué imprudente!

– Estoy seguro de que cumplió con todas las normas de seguridad. Yo estaba en el hotel y me sorprendió la llamada.

– ¿Qué te dijo?

– Quiere que sepamos que su intención no es traicionarnos ni provocar una guerra entre nosotros. Reitera su oferta: dirigir y cuidar del éxito de la operación que hemos puesto en marcha renunciando a su parte a cambio de la Biblia de Barro . La oferta es generosa.

– ¿Y a eso le llamas ser generoso? ¿Sabes lo que valdrán esas tablillas si las encuentra? ¿Sabes que son un elemento de poder para el que las tenga? Vamos, Frankie, espero que no te dejes engañar. Me preocupa que Enrique y tú tendáis a disculpar lo que hace Alfred. Nos ha traicionado.

– No exactamente. Antes de que su nieta fuera a Roma intentó convencernos de que le cediéramos la Biblia de Barro si la encontraba a cambio de todos los beneficios del otro negocio.

– Le dijimos que no y decidió actuar por su cuenta.

– Sí, se equivocó. Pero ahora está furioso creyendo que fuimos nosotros los que mandamos seguir a su nieta.

– ¡No fuimos nosotros!

– Pues deberíamos saber quién y por qué. No me quedo tranquilo si no lo averiguamos.

– ¿Y qué quieres? ¿Que secuestremos al presidente de la compañía de seguridad italiana para que nos cuente quién le contrató? Sería una locura, no podemos cometer ese error.

– No te entiendo, no entiendo cómo no le das importancia a ese suceso. Alguien seguía a Clara y eso no es normal.

– Clara está casada con un funcionario de Sadam, ¿no se te ocurre que alguien pueda pensar que Ahmed Huseini es un espía? Sadam no deja salir a nadie de Irak y resulta que Huseini entra y sale cuando le da la gana. Habrá mucha gente interesada en saber por qué. Vete a saber si no han sido los propios servicios secretos italianos, o de la OTAN, quién sabe. Cualquiera podía querer seguir a Huseini.

– Es que no seguían a Huseini, seguían a Clara.

– Eso no lo sabemos.

– Sí, lo sabemos, no te empeñes en lo contrario.

– Estaremos con los ojos abiertos aquí y allí, no tenemos por qué preocuparnos.

– No te entiendo, George…

– ¿No podéis confiar en mí como siempre?

– Lo estamos haciendo, pero Enrique y yo tenemos un presentimiento y Alfred está enfadado.

– ¡Soy yo el que está enfadado! ¡Nos ha traicionado! ¡No puede quedarse con esas tablillas, no le pertenecen! ¿Es que no os dais cuenta de qué significa lo que ha hecho Alfred? Ninguno de nosotros podemos decidir en función de nuestra conveniencia o interés, ninguno. Los cuatro lo dejamos claro. Y Alfred nos quiere robar.

– ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?

– ¿Yo o nosotros?

– Nosotros, George, hasta dónde llegaremos.

– No hay perdón para la traición.

– ¿Vas a mandar que le maten?

– No consentiré que nos robe lo que es de todos nosotros.

* * *

Clara llevaba una bolsa en la mano. Echó una última mirada a su cuarto diciéndose que olvidaba algo, pero desistió de intentar acordarse. Ahmed la esperaba en la puerta para conducirla a la base militar desde donde un helicóptero la trasladaría hasta Ten Mughayir; de allí viajaría hasta Safran en un todoterreno.

Había rechazado el ofrecimiento de Ahmed para acompañarla y se había negado a que en esta ocasión la escoltara Fátima. Tenía suficiente con los cuatro hombres a los que su abuelo había ordenado que no la perdieran de vista.

Ahmed ya no vivía en la Casa Amarilla. Llevaba varios días instalado en casa de su hermana.

Sabía que su marido había mantenido una larga conversación con su abuelo antes de que éste se marchara a El Cairo. Ninguno de los dos le había querido contar de qué habían hablado. Sólo Ahmed le dijo que a lo mejor retrasaba su salida de Irak hasta que estallara la guerra. Pero no se lo aseguró.