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– Soy yo.

Carlo Cipriani reconoció la voz de su amigo. Sabía que le llamaría, puesto que había recibido un e-mail cifrado y él había respondido enviándole otro con el número del móvil al que le debía llamar y que una vez utilizado terminaría en una papelera. La tarjeta pensaba tirarla al Tíber.

– Todo ha ido bien. Ha aceptado y se pondrá en marcha de inmediato.

– ¿No te ha puesto inconvenientes?

– Estaba sorprendido, pero el señor Burton ha sido bastante persuasivo -rió entre dientes Hans Hausser.

– ¿Cuándo te dirá algo?

– En un par de semanas. Tiene que formar un equipo, enviarlo… esto lleva tiempo.

– ¡Ojalá hayamos acertado! -respondió Carlo.

– Hacemos lo que tenemos que hacer y en algún tramo nos equivocaremos, pero lo importante es seguir adelante, no detenernos.

A través del teléfono se colaba una voz impersonal llamando a los pasajeros del vuelo de Berlín.

– Te llamaré en cuanto sepa algo. Ponte en contacto con los otros.

– Lo haré -le aseguró Cipriani.

Hans Hausser colgó el teléfono público desde el que estaba llamando en el aeropuerto de Hamburgo.

Acababan de anunciar su vuelo a Berlín. Desde allí llamaría a Berta. Su hija estaba preocupada por sus idas y venidas y le había empezado a conminar para que le contara lo que pasaba. Él le mentía diciendo que iba de viaje a reunirse con viejos profesores retirados como él, pero Berta no le creía. Desde luego nunca podría imaginar a su padre contratando asesinos para matar a un hombre. Ella juraría que su padre era un hombre pacífico, en la universidad siempre había encabezado las protestas contra cualquier guerra o expresión de violencia fueran donde fuesen. Además, era un paladín de la defensa de los derechos humanos, y sus alumnos le adoraban, tanto que aún acudía a la universidad como profesor emérito. Nadie quería que Hans Hausser se retirara completamente.

Mercedes Barreda salió corriendo hacia el dormitorio. Había dejado sobre la cama el bolso donde llevaba el móvil con el número por el que alguno de sus amigos la podía llamar.

Abrió el bolso deprisa temiendo que en cualquier momento se apagara el pitido de la llamada.

– No te agites -escuchó decir a Carlo, antes de tener tiempo de pronunciar una palabra.

– Venía corriendo.

– Tranquila, todo está en marcha.

– ¿Le ha ido bien?

– Sin problemas. En un par de semanas sabremos algo más.

– ¿Tanto tiempo?

– No seas impaciente.

– Lo soy, lo he sido siempre.

– No es fácil lo que queremos…

– Lo sé, pero a veces tengo miedo de morirme y no haber logrado… ya lo sabes.

– Sí, yo también tengo esa pesadilla, pero estamos en la recta final.

Cuando terminaron la conversación, Mercedes se dejó caer en el sofá. Estaba cansada. Había estado visitando un par de obras de las que su empresa constructora tenía en marcha, y además había mantenido una reunión con varios de los arquitectos y aparejadores que trabajaban para su empresa.

Pensó que todo el dinero que había ido acumulando iba a tener el mejor fin, puesto que lo estaba invirtiendo en sicarios para matar a Tannenberg.

El dinero nunca le había interesado. Lo ganaba trabajando, sí, pero sin una finalidad. Tenía hecho testamento: cuando muriera lo que tenía iría a parar a varias ONG, una organización de ayuda a los animales, y las acciones de su empresa serían repartidas a partes iguales entre los empleados que llevaban varios años trabajando con ella. No se lo había dicho a nadie, porque se reservaba la posibilidad de cambiar de opinión, pero de momento así lo había dispuesto.

La asistenta le había dejado preparado encima de la mesa de la cocina una ensalada y un filete de pollo empanado. Lo colocó en una bandeja y se sentó ante la televisión. Así eran sus noches desde que murió su abuela, y de eso hacía muchos años.

Su casa era su refugio, jamás había invitado a nadie que no fueran sus únicos amigos: Hans, Carlo y Bruno.

Bruno estaba terminando de cenar cuando el pitido del móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta le sobresaltó. Su mujer, Deborah, se puso alerta. Sabía que de un tiempo a esta parte, desde que llegó de Roma, su marido compraba y destruía móviles y tarjetas sin explicarle por qué. Aunque no hacía falta que lo hiciera. Ella sabía que el pasado seguía presente en la vida de Bruno. Ni sus hijos ni sus nietos habían logrado borrarlo. Para Bruno Müller no había nada más importante que lo vivido sesenta años atrás.

Deborah se mordió el labio para no dejar escapar ningún reproche, precisamente esa noche en que Sara y Daniel cenaban en casa. No era habitual que sus dos hijos coincidieran, ya que Daniel viajaba continuamente de un lugar a otro del mundo acompañando a las mejores orquestas sinfónicas con su violín.

– Perdonadme un momento… -dijo Bruno mientras salía del comedor camino de su despacho.

– Qué misterioso está papá -dijo Sara.

– ¿No puedes respetar la intimidad de los demás? -le reprochó Daniel.

– Vamos, no nos enfademos, es sólo una llamada -intercedió su madre, buscando una conversación que les entretuviera hasta que Bruno regresara.

– Todo va bien -dijo Carlo.

– ¡Ah!, me quitas un peso de encima -respondió Bruno-; estaba preocupado.

– Ya está camino de casa y dentro de dos semanas nos dirá algo.

– Pero ¿han aceptado el trabajo?

– Sí, ya sabes que llevaba una oferta muy generosa a la que era difícil que dijeran que no.

– ¿Vamos a vernos?

– Quizá cuando sepamos algo concreto. Ahora no lo veo necesario.

– Tienes razón. ¿Has hablado con ella?

– Ahora mismo. Está bien, tan impaciente como nosotros,

– Hemos esperado tanto…

– Estamos llegando al final.

– Tienes razón.

Cuando Bruno colgó, sacó la tarjeta del móvil y la cortó en pedazos; luego fue al cuarto de baño y la tiró por el inodoro tal y como venía haciendo cada vez que hablaba con sus amigos desde que regresó de Roma.

Luca Marini aguardaba a que avisaran a Carlo Cipriani. Llevaba toda la mañana haciéndose pruebas del chequeo anual al que se sometía en la clínica de su amigo.

Hasta un par de días después, Antonino, el hijo de Carlo, no le daría los resultados, eso sí, previamente examinados por su padre. Ahora se iría a almorzar con Carlo tal y como habían quedado.

Carlo entró en la consulta de su hijo y dio un abrazo a su amigo.

– Me dicen que estás estupendo, ¿verdad, Antonino?

– Eso parece -respondió éste-; por lo que vamos viendo, no hay nada por lo que preocuparse.

– ¿Y la fatiga? -preguntó preocupado Marini.

– ¿No se te ha ocurrido que puede ser la edad? -bromeó Carlo-. Es lo que me dice Antonino cuando me quejo.

Ya en el restaurante, Carlo Cipriani preguntó directamente a su amigo qué le preocupaba.

– ¿Has vuelto a tener noticias de tus antiguos colegas de la policía?

– Hace un par de días cené con unos cuantos de ellos con motivo de la jubilación de un amigo. Les pregunté de pasada y me dijeron que no habían archivado el caso, pero que lo habían dejado de lado. Después de los primeros días les han dejado de presionar para que sigan investigando, y el amigo que lo lleva ha decidido meterlo en un cajón. Si le presionan, dirá que está en ello.

– ¿Eso es todo?

– Eso es mucho, Carlo, es lo más que les puedo pedir. Me están haciendo un favor. Si les presionan, me avisarán; pero en todo caso son conscientes de que salvo que yo les diga la verdad, no les será fácil encontrar por dónde tirar.

– Podrían querer hablar con Mercedes, puesto que diste su nombre como la persona que quería un informe sobre la situación en Irak.

– Sí, pero el querer saber qué pasa en Irak no es un delito. Sin duda es un anzuelo difícil de tragar: una empresaria catalana que contrata a una agencia de detectives italianos para que le hagan un informe sobre la situación de Irak para saber si tiene posibilidades de hacer negocios una vez que acabe la guerra que aún no ha comenzado, y todo por recomendación de un amigo.

– Es tan rebuscado… -murmuró Carlo.

– Que eso es lo que hace creíble la historia -respondió Marini-; además, soy un actor consumado -bromeó.

– Tienes buenos amigos, eso es lo que nos está ayudando.

– Claro que tengo buenos amigos, tú eres uno de ellos. Ahora quiero decirte que Mercedes Barreda me pareció una mujer terrible.

– No lo es, de verdad, es una persona extraordinaria y con mucho valor, con un valor que no puedes ni imaginar. Es la persona más valiente que conozco.

– La aprecias de verdad.

– La quiero muchísimo.

– ¿Y por qué no te casas con ella?

– Es una amiga muy querida, nada más.

– A la que además admiras. Cuando estáis juntos se nota una complicidad especial entre los dos.

– No, no veas lo que no hay, de verdad. Para mí Mercedes es más que si fuera de mi familia. La llevo siempre en el corazón, pero también a Bruno y a Hans.

– Son tus amigos del alma ¿desde cuándo os conocéis?

– Desde hace tanto que si me acuerdo me doy cuenta de lo viejo que soy.

Carlo cambió sutilmente los derroteros de la conversación. Jamás decía una palabra de más sobre sus amigos, y mucho menos sobre el pasado común que les unía por encima del bien y del mal.