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– ¿Por qué no confía en mí? -preguntó el croata.

– ¿Qué le hace pensar que no confío en usted?

– Nadie confía en mí. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que en Safran yo estaba de más; procuraban esquivarme cuanto podían.

– Si hubiese sido así, el profesor Picot no le habría aceptado en el equipo y Clara no habría consentido que se quedara.

– Pero yo soy tan insignificante que a pesar del malestar que les provocaba no me tenían en cuenta. Si desaparecía de su vista dejaban de pensar en mí; en realidad me pasaba los días encerrado en el almacén.

– Veo que se autocompadece.

– Se equivoca, describo la realidad. Ni yo le gustaba a ellos, ni ellos me importaban a mí.

– ¿Y entonces por qué aceptó el trabajo?

– Porque era eso, trabajo, y todos necesitamos trabajar.

Por fin llegó la criada con su primo, que les ayudó a meterse en el coche. No tardaron más de un cuarto de hora en llegar al hotel Palestina. Aún había gente rezagada entre el vestíbulo y el bar. El recepcionista les juró que no tenía ninguna habitación libre; sólo después de mucho insistir, y aceptar unos cuantos billetes de dólar que le entregaron discretamente, accedió a enseñarles dos habitaciones, que les anunció estaban en malas condiciones porque debían ser restauradas, pero las circunstancias lo habían impedido.

Tenía razón el hombre de la recepción. Las habitaciones a las que les llevó necesitaban no sólo una mano de pintura; también la moqueta había conocido tiempos mejores y los cuartos de baño no estaban muy limpios.

– Tendrán que arreglarse con esto. Ahora les traeré unas mantas.

Gian Maria quiso saber si Miranda y el resto de los periodistas que habían estado en Safran seguían en el hotel. El recepcionista les aseguró que sí.

– Bueno, a lo mejor mañana a alguno de ellos no les importa compartir sus habitaciones con nosotros… -dijo el sacerdote con un deje de esperanza.

Miranda dormía profundamente cuando la insistencia de unos golpes secos en la puerta la devolvieron a la realidad.

Se levantó de un salto y al ir hacia la puerta tropezó con Clara, que dormía profundamente al igual que Fátima.

– ¿Quién es? -preguntó en voz baja y la respuesta la sor-prendió.

– Gian Maria; por favor, ábrame, deprisa.

El sacerdote entró en la habitación mirando hacia atrás; preocupado por si alguien le seguía.

– ¿Están aquí? ¡Gracias a Dios! -dijo al comprobar los dos bultos acurrucados en el suelo.

– Espero que usted sea capaz de darme una explicación sobre lo que está pasando -le requirió la periodista.

– Si la encuentran pueden matarla -fue la respuesta de Gian Maria señalando a Clara, que en ese momento parecía salir del sueño profundo en que había estado sumida.

– ¿Por qué? -insistió Miranda.

– Porque ha encontrado la Biblia de Barro y se la quieren quitar -respondió Gian Maria.

– Esas tablillas no son suyas, pertenecen a los iraquíes, de manera que en esto no les sigo -replicó Miranda.

– ¿No nos va a ayudar? -preguntó Clara, ya totalmente despierta.

– Usted quiere llevarse algo que no le pertenece, de manera que eso es un robo. No puedo justificar que nadie robe, aunque estemos en vísperas de una guerra.

– ¡La Biblia es mía! -respondió Clara con la voz cargada de angustia.

– La Biblia de Barro es de Irak por más que la haya encontrado usted. Pero además, no me está diciendo la verdad. Su abuelo y usted son dos personas de confianza del régimen de Sadam, tanto es así que a su marido no le costó nada conseguir los permisos y todas las bendiciones del régimen para que el profesor Picot pudiera sacar de Irak buena parte de las piezas que encontraron en Safran; entonces, ¿por qué no le van a dar permiso para sacar estas tablillas? Ya, ya sé que son un descubrimiento extraordinario, pero eso no significa que no pueda conseguir la autorización para presentarlas al mundo entero en esa exposición que prepara Picot. Tampoco entiendo por qué la persiguen y mucho menos por qué una chica del régimen dice que su vida corre peligro. Salvo, claro está, que usted se quiera quedar con lo que no es suyo, y eso la convierte en una ladrona, aquí y en cualquier parte del mundo. De manera que me gustaría que mañana encuentre otro lugar donde esconderse. No quiero tener nada que ver con un robo, y dudo que el profesor Picot apruebe su actitud.

Las palabras de Miranda cayeron sobre Clara como un jarro de agua fría. Fátima, que se había despertado y observaba la escena sentada en el suelo, se tapó la cara con las manos.

– Y usted, Gian Maria…, me extraña su actitud. Es un sacerdote y resulta que no se inmuta ante un robo; no sólo eso, sino que quiere ayudar al ladrón, en este caso a la ladrona. Sinceramente, no le entiendo -continuó diciendo Miranda.

Las palabras de la periodista conmocionaron al sacerdote que en ningún momento había cuestionado que aquellas tablillas no fueran de Clara. Después de unos segundos de perplejidad, respondió a Miranda:

– Tiene razón, o al menos parte de razón. Pero… bueno, creo que las cosas no son sólo como parecen, como usted las está describiendo. Mire mi cara, encienda la luz.

Miranda encendió la luz de la lámpara situada en la mesilla de noche y alcanzó a ver el rostro golpeado del sacerdote, así como una mano amoratada.

– ¿Qué le ha sucedido? -preguntó alarmada.

– El Coronel quería saber dónde estaba Clara -respondió el sacerdote.

– ¿El Coronel?

– No sé si usted llegó a conocerle en Safran. Es un hombre muy poderoso, y quiere las tablillas, pero no para Irak, las quiere para hacer algún negocio. Supongo que Clara nos lo podrá explicar, pero lo que escuché en la Casa Amarilla fue algo de unos amigos de Washington y de que la guerra empezaba mañana, y cosas por el estilo.

– ¿La guerra comienza mañana? ¿Y ese Coronel cómo lo sabe? No entiendo nada-dijo Miranda.

– Es muy complicado de explicar. Quiere la Biblia de Barro para venderla, por eso me persigue, para quitármela. Yo no la voy a robar, sólo quiero darla a conocer al mundo y dejarla en un lugar seguro hasta que termine la guerra y pueda volver a Irak -explicó Clara, que sobre la marcha había elaborado esa excusa para aplacar la desconfianza de Miranda.

– O sea, que tenemos un coronel corrupto que quiere estas tablillas… bueno, pues denúnciele y entrégueselas a las autoridades. Por ejemplo a su marido, que yo sepa es el director del departamento arqueológico o algo así, ¿no?

– No puedo -protestó Clara.

– ¿Su marido también es un corrupto? ¡Vamos, Clara!

– Piense lo que quiera. Entiendo que no me quiera ayudar, así que Fátima y yo nos iremos, pero permítanos quedarnos hasta que se haga de día. Si salimos ahora a la calle nos detendrán. Ayed Sahadi nos prometió sacarnos de aquí, fue él quien nos sugirió que nos refugiáramos en este hotel. Pero no se preocupe, en cuanto se haga de día nos iremos, se lo prometo.

Miranda se quedó mirando a Clara sin saber qué hacer. No se fiaba de ella, en realidad no le gustaba Clara. Su instinto le decía que aquella mujer no era sincera, que detrás de aquellas palabras desesperadas había una impostura.

– En cuanto amanezca, se marchan -sentenció Miranda.

– Por favor, ayude a Gian Maria -pidió Clara con voz suplicante.

– No, no necesito ayuda, no se preocupe -respondió Gian Maria.

– Sí, sí la necesita. Debe salir de Irak mañana mismo, antes de que comiencen los bombardeos. No sabemos cuánto va a durar la guerra. Márchese, si se queda aquí le matarán. ¿El Coronel le ha permitido venir aquí? -quiso saber Clara.

– Nos dejó tirados a Ante Plaskic y a mí después de haber ordenado a sus hombres que nos interrogaran. Ayed Sahadi le persuadió de que usted le conoce bien y que por tanto no nos habría dicho jamás dónde pensaba huir. Eso pareció convencerle, y nos dejó allí en la Casa Amarilla. Su marido daba la impresión de sentirse desesperado; aunque está con el Coronel creo que quiere ayudarla.

– No, no quiere ayudarme, quiere la Biblia de Barro . -Ahmed no es un mal hombre, Clara -le respondió Gian Maria.

– Hágame un favor y márchese. Yo no puedo salir de aquí fácilmente, puede que tarde días, o incluso meses, pero usted tiene que irse; si se queda sólo aumentará mi angustia -afirmó Clara.

– ¡Muy conmovedor! -les interrumpió Miranda-. Pero son ustedes… No lo entiendo, Gian Maria, no entiendo lo que está haciendo.

– No puedo explicárselo, no sé explicárselo, pero le aseguro que actúo de acuerdo a mi conciencia, y estoy convencido de no estar haciendo nada malo. Yo… yo creo que Clara no se quedará con esas tablillas, que algún día las devolverá, ella sabe que no son suyas, pero en estas circunstancias… Miranda, a veces es tan difícil dar respuestas…

– Hasta ahora, ni usted ni Clara me han dado ninguna respuesta, de manera que no quiero tener nada que ver con este robo. En cuanto a lo de que mañana empieza la guerra, ¿están seguros?

– En realidad comenzará el día 20, es decir, mañana todavía hay tiempo para que Gian Maria salga de Irak -afirmó Clara.

– ¿Cómo puede estar segura de que la guerra comenzará el día 20? -insistió la periodista.

– Lo ha dicho el Coronel…

– Pero que yo sepa ese Coronel lo es del ejército de Sadam, no de Estados Unidos, de manera que dudo que conozca la fecha en que Bush va a ordenar atacar, a no ser…

– ¿En qué mundo vive, Miranda? -le preguntó Clara con amargura.

– ¿Y usted?

– En uno en el que los hombres deciden sobre la vida y la muerte de los demás por negocios, por hacer buenos y rentables negocios. Con esta guerra muchos ganarán dinero a espuertas -fue la respuesta airada de Clara.

– Yo lo único que sé es que si hay guerra la gente morirá, morirá por nada -dijo Miranda con furia.

– ¿Por nada? No, no se equivoque, se lo acabo de decir: morirán porque algunos hombres van a ganar dinero, mucho dinero, y además aumentarán su poder, el que ya tienen ahora y el que tendrán en el futuro. Por eso se va a hacer esta guerra, por eso se han hecho todas las guerras. Ni usted ni yo podemos pararlas, además, si no fuera ésta, sería otra; es la historia, Miranda, la historia de la humanidad. Si algo aprendes con la arqueología es que la mayoría de las ciudades que rescatamos del fondo de la tierra han sido destruidas en una guerra, o abandonadas después de una guerra. Hay cosas que no se pueden cambiar.