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– Tienes razón, Ayed, tienes razón… Bien, dejad a esos dos. Quiero que los hombres vigilen la casa -ordenó-; nos vamos al cuartel general, a comenzar la caza. La pequeña Tannenberg pagará caro el haberme desafiado.

– Coronel, faltan sólo dos días, ¿no deberíamos olvidarnos por ahora de Clara? -dijo Ahmed Huseini, haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo ante el militar.

– ¿Quieres salvarla? Pues quítatelo de la cabeza. ¡No voy a dejar que nadie se burle de mí!

– Dentro de dos días los norteamericanos y los ingleses comenzarán a bombardear Irak; se supone que tenemos un trabajo que hacer. Mike Fernández me ha llamado esta mañana. Está preocupado, y mucho; teme que la desaparición de Tannenberg dificulte la operación -añadió Ahmed Huseini.

– Ese boina verde siempre está preocupado. Nosotros haremos nuestro trabajo, que él haga el suyo -respondió el Coronel.

– Señor, insisto en que Clara no debería de ser una prioridad. Lo importante es la operación. Lo que tenemos que hacer es difícil, nuestros hombres tienen que empezar a actuar en el momento en que empiecen a bombardearnos; no deberíamos distraernos con Clara. No puede ir muy lejos…

– Escucha, Ahmed, yo puedo ocuparme de Clara y de la operación, eres tú quien parece no ser capaz de controlar a una mujer. Nuestros amigos de Washington quieren la Biblia de Barro , es la parte más importante del negocio, de manera que la tendrán. Quiero verte en media hora en mi despacho; llama a mi sobrino para que venga también.

Cuando el Coronel se marchó, Ahmed Huseini intentó ayudar a Gian Maria a sentarse en un sillón. Luego pidió a una de las criadas que fuera al botiquín y buscara con qué curar las heridas del sacerdote.

Ante Plaskic estaba aún en el suelo, sin moverse, de manera que Huseini también intentó ayudarle a ponerse en pie, pero el croata se encontraba en peor estado que Gian Maria y apenas podía moverse, así que le dejó en el suelo.

Los dos soldados que se habían quedado en la habitación miraban impávidos sin hacer nada por ayudarle. Eran los mismos que acababan de interrogar al sacerdote y al croata y tanto les daba que éstos vivieran o murieran, ellos sólo hacían su trabajo, que era obedecer al Coronel.

Ayed Sahadi se hizo cargo de la situación y ordenó a los dos hombres que volvieran a registrar la casa y se aseguraran de que todas las puertas al exterior estaban vigiladas, tal y como había ordenado el Coronel.

– Gian Maria, ¿dónde está Clara? -preguntó Ahmed.

– No lo sé… -respondió el sacerdote en un murmullo.

– Ella confía en usted -insistió Ahmed.

– Sí, pero no sé dónde está, no la he visto desde que llegamos a la casa. Yo… yo también quisiera encontrarla. Estoy preocupado por lo que le pueda pasar. El Coronel… es un hombre terrible.

Ahmed Huseini se encogió de hombros en un gesto de cansancio. Tenía una sensación de náusea que le oprimía la boca del estomago.

– No quiero que le suceda nada a Clara; si usted sabe dónde está dígamelo para intentar ayudarla. Es mi esposa…

– No sé dónde está, temo por ella-respondió el sacerdote, buscando la mirada de Ayed Sahadi que acababa de levantar a Ante Plaskic, tumbándole en el sofá.

– Tengo que irme, el Coronel me espera en su despacho, y a usted también, Ayed; de manera que no podemos quedarnos aquí más tiempo. Las criadas les ayudarán. Márchense, márchense cuanto antes; si pueden, salgan hoy mismo dé Irak. Llamaré a mi oficina para que vengan a entregarles un pase que les permita sortear los controles, si es que deciden salir de aquí por carretera. Pero si yo fuera ustedes, procuraría ponerme en camino cuanto antes.

Gian Maria asintió a las palabras de Ahmed Huseini. Apenas podía moverse, pero sabía que debía hacerlo.

– Iré al hotel Palestina -alcanzó a decir.

– ¿Al Palestina? ¿Por qué? -quiso saber Ahmed.

– Porque allí están la mayoría de los extranjeros y quiero saber cómo salir de aquí: si puedo ir con alguien, si me pueden ayudar…

– Puedo intentar facilitarles un coche hasta la frontera con Jordania, aunque no estoy seguro de poder lograrlo dadas las circunstancias -afirmó Ahmed.

– Si no hay más remedio le pediré ayuda, pero si fuera posible me gustaría no tener que recurrir a usted. No creo que debamos de tentar al Coronel -respondió Gian Maria.

– Vayan al Palestina, allí estarán mejor que aquí, y sigan el consejo del señor Huseini: salgan de Irak cuanto antes -sentenció Ayed Sahadi, intercambiando una mirada intencionada con Gian Maria que no se le escapó a Ante Plaskic.

Antes de irse Sahadi se acercó al sacerdote y le advirtió en voz baja:

– No le diga a ese hombre dónde está Clara. No me fío de él, no es lo que parece.

Gian Maria ni siquiera respondió. Luego, cuando Ahmed Huseini y Ayed Sahadi se marcharon, se hizo el silencio en la casa; sólo del jardín llegaba el eco de algunas palabras intercambiadas por los soldados.

Tardaron más de media hora en poder moverse, mientras las dos criadas intentaban ayudarles; aunque, nerviosas por la situación, no sabían bien qué debían hacer.

Ante Plaskic les pidió que trajeran algún analgésico mientras terminaba de quitarse los restos de sangre de la cara. Aún tardaron un buen rato antes de ser capaces de levantarse y hasta de articular palabra.

Clara y Fátima entraron en el hotel Palestina con paso rápido antes de que nadie les preguntara dónde iban. Afortunadamente había cierta confusión en la entrada, donde un grupo de periodistas descargaban los equipos de televisión de un jeep, mientras otros acudían presurosos a echarles una mano.

En recepción les dijeron que Miranda estaba en su habitación, la 501, y que la avisarían de inmediato. Clara esperó a que el recepcionista tuviera a Miranda al otro lado del teléfono y pidió hablar con ella directamente, a pesar de que el hombre le insistía en que le dijera su nombre para transmitírselo a su cliente.

– Hola, Miranda, soy amiga del profesor Picot, nos conocimos en Safran, ¿puedo subir a verla?

Miranda reconoció la voz de Clara. Se extrañó de que la mujer no le dijera abiertamente quién era y que utilizara el artificio de nombrar a Picot, pero la invitó a subir.

Dos minutos más tarde, cuando abrió la puerta de su habitación se encontró con dos mujeres shiíes cubiertas de negro de la cabeza a los pies. Las invitó a entrar y cuando cerró la puerta aguardó expectante.

– Gracias, nos está salvando la vida -le dijo Clara al tiempo que se apartaba el velo de la cara e indicaba a Fátima con un gesto que se sentara en la única silla que parecía haber en la habitación.

– Sabía que era usted, le he reconocido la voz, pero ¿qué sucede?

– Tengo que salir de Irak, he encontrado la Biblia de Barro y me la quieren quitar

– ¡La Biblia de Barro ! Entonces, ¿existe? ¡Dios mío, Yves no se lo va a creer!

A Clara no le pasó inadvertido que Miranda se refería a Picot por su nombre de pila. Ayed Sahadi había sido capaz de ver que entre la periodista y Picot había algo más que una corriente de simpatía, de manera que ésta la ayudaría para hacerle un favor a Picot.

– ¿Me ayudará?

– Pero ¿en qué?

– Ya se lo he dicho, tengo que salir de aquí.

– Primero, cuénteme qué ha sucedido y quién le quiere quitar la Biblia de Barro . ¿La tiene aquí? ¿Me la enseñará?

Clara metió la mano en el carro de la compra y sacó cuidadosamente un paquete envuelto en varias telas. Lo colocó encima de la cama de Miranda y empezó a desenvolver su contenido hasta dejar al descubierto ocho tablillas de barro. En otro paquete más pequeño llevaba las dos tablillas que su abuelo encontró en Jaran.

Miranda se quedó extasiada ante aquellos trozos de barro grabados con signos ininteligibles para ella. Aquellas tablillas eran como aquellas ante las que se había extasiado tantas veces en el Louvre, donde su padre la llevaba de pequeña y le explicaba que los hombres habían aprendido a escribir en el barro.

Con voz pausada Clara fue leyendo el contenido de las tablillas y Miranda no pudo dejar de sentirse emocionada.

– ¿Cómo las encontraron? -preguntó.

– Fue Gian Maria… Bueno, en realidad encontramos otra estancia en el templo y unas cuantas docenas de tablillas, algunas rotas. Gian Maria se puso a clasificarlas y descubrió que entre las tablillas estaban éstas.

– ¿Quién se las quiere quitar? -quiso saber la periodista.

– Todos, mi marido, la gente de Sadam, el Coronel… creen que pertenecen a Irak -respondió a modo de excusa.

– Y es verdad, pertenecen a Irak -fue la respuesta seria de Miranda.

– ¿Cree que en esta situación mi país está en condiciones de conservar estas tablillas? ¿Cree que a Sadam le importan algo? Usted sabe como yo que va a haber guerra, de manera que la última preocupación de nuestros gobernantes es la arqueología.

Miranda no parecía muy convencida de la explicación de Clara, intuía que había algo más que no le contaba.

– Llame a Picot… -le sugirió.

– Todas las comunicaciones están intervenidas. Si le llamo y le digo lo que he encontrado, me localizarán y nos quedaremos sin la Biblia de Barro .

– Pero usted, ¿qué es lo que quiere…?

– Sacarlas de Irak y mostrarlas al mundo -mintió Clara-, que sean parte de la exposición que el profesor Picot va a poner en marcha. Usted sabe que mi marido consiguió un permiso para que sacaran de Irak algunas de las piezas encontradas en Safran. Yo quiero que en esa exposición esté la Biblia de Barro , quiero que el mundo conozca el mayor descubrimiento arqueológico de los últimos cincuenta años. La Biblia de Barro va a hacer revisar muchas teorías históricas y arqueológicas. Asimismo, va a significar una gran conmoción entre los cristianos, pues es la prueba evidente de la existencia del patriarca Abraham, y que lo que sabemos del Génesis tal y como apareció en la Biblia que se encontró en el Templo de Jerusalén en tiempos del rey Josías, se lo debemos a él.

Las dos mujeres se miraron en silencio. Desconfiaban la una de la otra, quizá porque entre ellas había una rivalidad de la que ni siquiera eran conscientes a cuenta de Yves Picot. Aunque Clara también sabía que para la periodista ella era una protegida del régimen de Sadam, y por tanto no era una persona de fiar, por más que Miranda estuviera en contra de la guerra.

– No entiendo por qué no le permiten sacar estas tablillas, al fin y al cabo su marido obtuvo los permisos para sacar más de veinte piezas de las que encontraron en el templo, además de no sé cuántas tablillas.