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Clara hablaba con dureza, dejando ver que sentía conmiseración por Miranda, que parecía no entender la realidad que la rodeaba.

– ¿Sabe?, usted y yo siempre estaremos en frentes diferentes. Son las personas como usted las que provocan la desgracia a sus congéneres -respondió la periodista sin ocultar el desprecio que sentía por Clara.

– ¡Por favor! ¡Por favor! -intentó terciar Gian Maria-. Esta pelea es absurda, estamos todos nerviosos…

– ¿Nerviosos? ¿Usted ha escuchado lo que dice Clara? A esta mujer no le importa nada ni nadie, sólo realizar sus deseos y por supuesto ella misma. A mí me parece… a mí me parece un monstruo.

La afirmación de Miranda fue como una sacudida que les dejó a todos en silencio. Aún faltaban unas horas para que amaneciera, y la tensión en la habitación empezaba a resultarles a todos igualmente insoportable.

Clara hizo caso omiso de Miranda y se acercó a Gian Maria.

– ¿Te irás como te he pedido?

– Pero ¿y tú? Quiero ayudarte…

– ¿Crees que puedo huir a través de Irak con un sacerdote? ¿Cuánto tiempo crees que tardaría el Coronel en encontrarnos? Sólo tengo una oportunidad, y no puedo jugármela por ti.

– Yo no quiero que te pase nada por mi culpa, quiero ayudarte -protestó Gian Maria.

Unos golpes secos en la puerta les sobresaltaron sumiéndoles en el silencio. Miranda les hizo un gesto para que entraran en el cuarto de baño. Luego abrió la puerta.

Ayed Sahadi parecía nervioso y entró empujándola sin decir ni una palabra hasta que la puerta estuvo cerrada.

– ¿Dónde están? -preguntó.

– ¿Dónde están quiénes?

– ¡No tengo tiempo que perder! ¿Dónde está Clara?

Empujó la puerta del baño y sonrió. Gian Maria, Clara y Fátima estaban pegados a la pared. En el rostro de Fátima se reflejaba el miedo, en el de Gian Maria preocupación, en el de Clara desafío.

– Salgan, nos vamos -ordenó a Clara y a Fátima.

– Quiero ir con ustedes -pidió Gian Maria.

– Sería un estorbo -dijo Clara.

– ¿Por qué no le ayuda a irse de aquí? -preguntó Ayed a Miranda.

– ¿Y cómo? Dígame cómo le saco de aquí. Según me acaban de contar mañana empieza la guerra, así que intentar llegar a la frontera sería un suicidio.

Ayed Sahadi miró a Clara con un mudo reproche. ¿Por qué había tenido que contar a la periodista que la guerra estaba a punto de comenzar?

– Pues que se quede aquí, los norteamericanos saben que éste es el hotel de los periodistas, de manera que no les bombardearán.

– Quiero acompañarles -insistió Gian Maria.

– No creo que nos sea útil… -dijo Ayed pensando en voz alta.

– Gian Maria, no vendrás. Es mi vida la que está en peligro, de manera que no vendrás.

La afirmación de Clara parecía no dejar lugar a ninguna duda, pero Ayed Sahadi seguía meditando sobre la conveniencia o no de sacar provecho de la presencia del sacerdote.

– ¿Dónde las va a llevar? -preguntó Gian Maria.

– No se lo diré, si el Coronel decide volver a interrogarle puede que no sea tan benevolente como la última vez -respondió Ayed.

– Pero si le torturan puede decir que Clara se fue con usted -dijo Miranda.

– Pero no sabe adónde, de manera que nos vamos. Tápense la cara y sigan todos mis instrucciones. Hay hombres del servicio secreto por todas partes -explicó Ayed Sahadi.

– ¿Y cómo vamos a salir? -quiso saber Clara.

– En una alfombra, en realidad, en dos alfombras. Hay un camión en la puerta de servicio, que está esperando para cargar algunas alfombras; así saldrán del hotel. Se reunirán conmigo más tarde. Ahora vamos al ascensor de servicio.

Salieron de la habitación dejando allí a Miranda y a Gian Maria. La periodista parecía aliviada, mientras que el sacerdote tenía un aire de desolación.

– ¿Quiere una copa? -le ofreció Miranda a Gian Maria.

– No bebo -respondió éste con apenas un susurro.

– Yo tampoco; tengo algunas botellas porque ayudan a comprar voluntades. Pero esta noche creo que sí voy a tomar un trago.

Buscó en el cuarto de baño un vaso y abrió una botella de bourbon que guardaba en el armario. Se sirvió dos dedos y se llevó el vaso a los labios, sintiendo cómo el líquido le quemaba la garganta y segundos después le calentaba las entrañas.

– ¿Qué significa Clara para usted? -preguntó de sopetón al sacerdote.

Gian Maria la miró sin saber qué responder. No podía decirle la verdad.

– Nada, nada de lo que usted pueda imaginar. Tengo una obligación moral para con ella, eso es todo.

– ¿Una obligación moral? ¿Por qué?

– Porque soy sacerdote, por eso, Miranda, por eso. A veces Dios nos coloca en circunstancias que nunca habíamos sospechado. Siento no poder darle otra respuesta.

Miranda aceptó la explicación de Gian Maria. Sabía que el sacerdote no la engañaba y notaba la convulsión interna que parecía hacerle sufrir.

– ¿Es verdad que mañana comienza la guerra? -le preguntó.

– Eso dijeron el Coronel y Ahmed.

– Hoy es diecinueve…

– Pues mañana comenzarán a bombardear.

– ¿Cómo lo sabían?

– No lo sé, hablaron de unos hombres de Washington, pero lo cierto es que no lo sé. Acababan de darme la paliza más horrible que pueda imaginar.

– Sí, ya lo veo, ¿y dónde está Ante Plaskic?

– En su habitación. Con él se ensañaron más, nos ha costado ponernos en pie y llegar hasta aquí.

– ¿Quién les trajo?

– El primo de una de las criadas de Clara.

– ¿Y ahora qué quiere hacer?

– ¿Yo? No lo sé. Siento que… siento que estoy a punto de fracasar. No soy capaz de irme de Irak sin saber que Clara está bien.

– Pero ella se tiene que ocultar, no se pondrá en contacto con usted.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación. Miranda y Gian Maria se quedaron quietos, como si quisieran asegurarse de que aquella llamada había sido un error. De nuevo escucharon los golpes y una voz conminando a abrir la puerta.

Clara estaba pálida, Fátima temblaba y Ayed Sahadi parecía furioso.

– ¡Es imposible salir de aquí! El Coronel no se fía de nadie, tiene el hotel rodeado. Han registrado el camión y los soldados lo están vigilando. No nos han descubierto porque el chófer no sabe nada, sólo que tenía que transportar una carga. Se tienen que quedar aquí.

– ¿Aquí? No, le aseguro que aquí no van a quedarse. Busque otro lugar, pero no se quedarán en mi habitación -replicó Miranda.

– Salga y dígale a los soldados que las detengan -la retó Ayed-; o se quedan aquí hasta que las pueda sacar o las detendrán.

– ¡No pueden quedarse en mi habitación! -afirmó la periodista.

– Que vengan a la mía -les ofreció Gian Maria.

– ¿Consiguió un cuarto? ¿En qué planta? -preguntó Ayed Sahadi.

– En la cuarta. Es una habitación horrible, con una sola cama, y la ducha no funciona muy bien, pero nos podemos arreglar.

– ¿Y Ante Plaskic? -quiso saber Clara.

– Está en la primera planta.

– Pero puede querer verle, no sería extraño que se acercara a su habitación -dijo Ayed.

– Puede ser, pero si lo hace, no le dejaré entrar.

– ¿Y el servicio de limpieza del hotel? ¿Qué dirán cuando vean en una habitación a dos mujeres shiíes que no están registradas en el hotel? -preguntó Miranda.

– Escuchen, la situación es la que es, de manera que tenemos que improvisar. Si usted no las deja estar aquí, irán a la habitación de Gian Maria. Ojalá el Coronel no haga registrar el hotel. Ahora díganos cómo se va a su cuarto.

Volvieron a salir seguidos de Gian Maria. Miranda se sirvió otros dos dedos de bourbon, se los bebió de golpe y se acostó. Estaba agotada, necesitaba dormir, aunque le iba a ser difícil. No podía dejar de darle vueltas al anuncio de que en unas horas comenzaría la guerra. ¿Cómo lo sabían Clara y Ayed?

La despertó el sonido del teléfono. Sus compañeros la esperaban para desayunar y salir a grabar por las calles de Bagdad. Quince minutos más tarde y con el pelo mojado de la ducha, estaba en el vestíbulo.

Pasó el resto del día nerviosa, sin saber qué hacer: ¿debía de compartir con sus colegas lo que sabía, que la guerra comenzaría unas horas después, o debía de permanecer en silencio?

Llamó a su jefe en Londres y éste le aseguró que había fuertes rumores de que la guerra sería inminente. Cuando le preguntó si ese mismo día, él rió.

– Si lo supiera, ¡menuda exclusiva! Estamos a 19, hace dos días que el presidente Bush le lanzó el ultimátum a Sadam; ya sabes que todas las embajadas están siendo evacuadas y recomendando a sus compatriotas que salgan, de manera que en cualquier momento puede empezar la traca, pero no sabemos cuándo. Te llamaré, aunque imagino que me llamarás tú antes, en cuanto os empiecen a bombardear.

Miranda no hizo nada por tener noticias de Clara ni de Gian Maria. Les sabía en el hotel, un piso más abajo de donde estaba su habitación, y le preocupaba lo que les pudiera suceder, pero al mismo tiempo se decía que no quería ser cómplice de un robo, y eso es lo que Clara quería perpetrar, el robo de la Biblia de Barro .

Aquella noche alargó la conversación con el resto de sus colegas, segura de que el ruido de las bombas no tardaría en hacerse presente. Cuando de repente el cielo empezó a iluminarse con ráfagas de fuego y un ruido ensordecedor lo inundó todo sintió miedo. Era 20 de marzo, la guerra había comenzado.

Horas más tarde, y a través de sus redacciones, los periodistas destacados en Bagdad supieron que las fuerzas de la coalición habían entrado en Irak. La suerte estaba echada.