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Escuchaba la radio, la BBC y otras emisoras que lograba conectar a través de la onda corta, pero era Gian Maria el que les proporcionaba la mejor información, la que a los corresponsales en Bagdad les transmitían desde sus redacciones.

El 2 de abril Gian Maria entró en el cuarto anunciando que las tropas estadounidenses estaban a las afueras de Bagdad y al día siguiente aseguró que los norteamericanos se habían hecho con el control del aeropuerto internacional de Sadam, al sur de la ciudad.

– ¿Dónde está Ayed Sahadi? ¿Por qué no ha regresado? -se preguntaba Clara.

Gian Maria no tenía respuesta. Había telefoneado varias veces a los números de teléfono de Ayed, y al principio respondía un hombre de voz crispada, pero en los últimos días el timbre sonaba sin que nadie respondiera.

– ¿Me habrá traicionado?

– Si lo hubiera hecho nos habrían detenido -argumentó Gian Maria.

– Entonces, ¿por qué no ha venido o me ha mandado un aviso?

– No habrá podido, puede que el Coronel le tenga vigilado.

Una tarde Gian Maria llegó a la habitación acompañado de Miranda.

– Su amigo el croata hace muchas preguntas sobre usted -le dijo a Clara.

– Lo sé, pero Ayed Sahadi me advirtió sobre él, dijo que no se fiaba.

– Ya sabe que está usted aquí, era imposible mantener el secreto -afirmó la periodista.

– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó Clara.

– En realidad el hotel está lleno de iraquíes. Muchos de mis compañeros han acogido a sus intérpretes, otros a amigos, incluso los propios empleados del hotel han dado cobijo a familiares, sabiendo que aquí hay una posibilidad de sobrevivir. Los norteamericanos y los británicos saben que los periodistas estamos aquí. Por eso el servicio del hotel no se ha sorprendido de su presencia. No hacía falta que Gian Maria fuera generoso dando propinas para que hicieran la vista gorda sobre Fátima y usted. Pero tarde o temprano era inevitable que su amigo Ante Plaskic se enterara. Me acaba de abordar para preguntarme por usted, y cuando le he dicho que no sabía nada, me ha soltado que sabía que estaba aquí, refugiada en el cuarto de Gian Maria. Le he mentido, le he dicho que Gian Maria había cobijado a unas personas que conocía, pero supongo que no me ha creído, yo tampoco lo habría hecho. Sólo quería avisarles para que tengan cuidado.

– ¿Qué podemos hacer? -le preguntó Gian Maria a Miranda.

– No lo sé, sólo he querido avisarles. No entiendo por qué no se fían de Plaskic; en todo caso él insiste en encontrarles, de manera que se presentará aquí en cualquier momento para comprobar si le he mentido, si efectivamente en este cuarto hay personas desconocidas para él o está Clara.

– Entonces tengo que irme de aquí -afirmó Clara.

– ¡Pero no puedes irte! ¡Te cogerán! -exclamó asustado Gian Maria.

– ¡Estoy harta! -gritó Clara.

– ¡Cálmese! -le ordenó Miranda-. Poniéndose histérica no va a conseguir nada.

– Déjela esconderse en su habitación -le imploró Gian Maria a Miranda.

– No, lo siento, ya les dije que no comparto lo que están haciendo.

– No hemos hecho nada malo -se defendió Gian Maria.

– Robar -fue la respuesta contundente de Miranda.

– ¡Yo no he robado! La excavación la pagaron el profesor Picot y mi abuelo, aunque la mayor parte de los medios y de la inversión los puso mi abuelo. Ya le he dicho que devolveré estas piezas el día en que éste vuelva a ser un país. ¿Adónde quiere que vaya? Gian Maria me ha dicho que ustedes, los periodistas que están aquí, aseguran que ha sido asaltado el Museo Nacional, de manera que ¿a quién le entrego las tablillas, a Sadam?

Miranda se quedó en silencio, sopesando la angustia manifestada por Clara.

– De acuerdo, vayan a mi habitación, pero el tiempo justo para que su amigo el croata se convenza de que no está aquí. Tenga la llave y suba, yo me voy, me están esperando mis colegas; por si no lo sabe ya hay unidades de norteamericanos en algunos barrios periféricos de Bagdad. En cualquier momento llegarán al centro de la ciudad.

– Tenga cuidado -le pidió Gian Maria.

Miranda le sonrió agradecida y salió de la habitación sin despedirse.

Cuando la periodista regresó horas después, encontró a Clara y a Fátima sentadas sobre la cama de su cuarto.

– Han comenzado a derribar las estatuas de su amigo Sadam -les dijo a modo de saludo.

– ¿Quiénes? -quiso saber Clara.

– Iraquíes.

– Les habrán pagado -meditó en voz alta Clara, mientras Fátima se ponía de nuevo a llorar.

– La escena ha sido filmada por las televisiones de medio mundo. ¡Ah!, y los norteamericanos ya se han hecho con prácticamente el control de la ciudad. Este 9 de abril pasará a la historia -les dijo con tono cáustico Miranda.

– No sé qué hacer… -dijo Clara en voz baja.

– Pregúntese qué puede hacer -le respondió Miranda.

– ¿Dónde está Sadam? -preguntó de repente Fátima sorprendiendo alas dos mujeres.

– Nadie lo sabe, supongo que escondido. Oficialmente la guerra ya la han ganado las tropas de la coalición, pero hay gente por ahí pegando tiros y todavía quedan algunas unidades del ejército iraquí que no se han rendido -respondió Miranda.

– Pero ¿quién manda en Irak? -insistió Fátima.

– Ahora mismo, nadie. Bagdad es una ciudad en guerra en la que los ganadores aún no se han hecho con el control y los perdedores aún no se han rendido del todo, aunque muchos iraquíes han salido a la calle para saludar a los soldados norteamericanos. En situaciones como ésta es difícil saber lo que está pasando, sobre todo hay confusión -explicó la periodista.

– ¿Las fronteras están abiertas? -preguntó Clara.

– No lo sé, supongo que no, aunque imagino que habrá muchos iraquíes intentando huir a los países vecinos.

– ¿Y usted hasta cuándo se quedará en Irak? -quiso saber Clara.

– Hasta que me lo permita mi jefe. Cuando esto deje de ser noticia me marcharé, no sé si será dentro de una semana o de un mes.

Gian Maria sabía que no había logrado convencer a Ante Plaskic de que no sabía nada de Clara. Había mantenido una larga conversación con el croata en la que sólo le había dicho mentira tras mentira.

– Pero ¡cómo puedes pensar que Clara está en mi cuarto! -le reprochó-. He dado cobijo a dos personas que conocí cuando estuve aquí trabajando para una ONG. Me pidieron ayuda porque este hotel ha sido el único lugar seguro en Bagdad.

Luego le invitó a echar un vistazo a la habitación, pensando que Ante Plaskic se daría por satisfecho, aunque no era difícil ver que no era así.

– ¿No crees que ha llegado el momento de irnos, Gian Maria?

– Veo difícil el salir ahora de Irak. Primero tendrán que restablecer las comunicaciones, y meternos en un coche para llegar a la frontera… no sé, me parece peligroso.

– Preguntemos a Miranda, he oído comentar a algunos periodistas que en cuanto los norteamericanos den la guerra por ganada ellos se irán -insistió el croata.

– Bueno, pues podemos intentar irnos con ellos, aunque yo a lo mejor me quedo a echar una mano, aquí la gente va a necesitar que la ayuden, los efectos de la guerra son terribles. Hay familias enteras destrozadas, niños que han perdido a sus padres, hombres y mujeres mutilados… soy sacerdote, Ante, y aquí me necesitan -se justificaba Gian Maria.

El 15 de abril las fuerzas de la coalición dieron la guerra por terminada y ganada. Bagdad era un caos y los iraquíes se lamentaban del expolio sufrido. El Museo Nacional había sido arrasado, así como también otros museos de Irak, y muchos iraquíes sentían ultrajado su orgullo nacional.

Ahmed Huseini se sentía culpable de la felonía que él mismo había protagonizado. Ayed Sahadi le había explicado que las piezas robadas estaban fuera de Irak, en lugares seguros, y que muy pronto ambos serían inmensamente ricos. Sólo tenían que esperar a que llegara su hombre de contacto. Paul Dukais lo tenía todo perfectamente planeado: uno de sus hombres les iría a recoger con los permisos pertinentes para sacarles del país sin que nadie hiciera preguntas comprometidas.

Ayed Sahadi tampoco estaba dispuesto a renunciar al dinero prometido por Clara. No había ido a buscarla al hotel, sabiendo que allí estaría más segura que en cualquier otro lugar donde él la pudiera llevar, habida cuenta de que el Coronel tenía ojos y oídos en todas partes. Había corrido un riesgo innecesario la noche que había ido a buscarla, de manera que decidió dejarla a su suerte hasta que la situación se aclarara. Ahora el Coronel estaba a salvo, había cruzado la frontera con Kuwait; donde, con un pasaporte falso, se había convertido en alguien distinto, un ciudadano que en esos momentos descansaba en un lujoso hotel cerca de El Cairo.

Cuando Ayed Sahadi entró en el vestíbulo del hotel Palestina reconoció a Miranda entre un grupo de periodistas que discutían acaloradamente con unos oficiales norteamericanos. Aguardó a que la periodista se alejara del grupo para acercarse a ella.

– Señorita Miranda…

– ¡Ayed! Vaya, creía que había desaparecido para siempre. Sus amigos le han echado de menos…

– Lo supongo, pero si hubiese venido habría puesto en peligro su vida; además, sabía que con usted y Gian Maria estaban en buenas manos.

– ¡Estupendo! Usted es de los que cargan los muertos a los demás -protestó Miranda, lo que provocó una risotada de Ayed.

– Bueno, dígame dónde están.

– De nuevo en mi habitación. El croata anda desesperado preguntando por Clara, y ni Gian Maria ni Clara quieren que lo sepa, de manera que he tenido que volver a darle cobijo.

– No se preocupe, vengo a llevármela.

– ¿Y adónde van, si puede decírmelo?

– Primero a Jordania, después a Egipto. La señorita Clara tiene una hermosa casa en El Cairo, y allí la aguarda la fortuna de su abuelo, ¿no se lo ha dicho?

– ¿Y cómo van a ir hasta Jordania?

– Unos amigos nos trasladarán.

– ¿Y Gian Maria?

Ayed Sahadi se encogió de hombros. No tenía ninguna intención de cargar con el sacerdote. No entraba en el trato que había hecho con Clara, de modo que por él el sacerdote podía irse al infierno.

Miranda le acompañó a su habitación, deseosa de perder de vista a Clara cuanto antes.

Clara escuchó en silencio las explicaciones que le daba Ayed Sahadi.

– Yo me encargaré de que no le ocurra nada -le aseguró.

– De lo contrario no cobrará ni un dólar -le amenazó Clara.