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Los cuatro amigos se habían reunido en Berlín. Hans Hausser les había pedido que se desplazaran hasta su ciudad porque en los últimos días no se sentía bien. A Mercedes le preocupó que Hans hubiera adelgazado tanto y la palidez enfermiza de su rostro.

– Fui a Londres, como quedamos, a ver a Tom Martin, el presidente de Global Group. Le dije que no le pagaríamos lo que faltaba hasta que el encargo no estuviera acabado. Ya se lo había adelantado por teléfono, pero así ya no le caben dudas de que hablamos en serio.

– ¿Y qué te dijo? -preguntó Mercedes.

– Que el precio había subido porque su hombre llevaba más tiempo de lo previsto dedicado a cumplir la misión, dadas las enormes dificultades de ésta. Pero le dije que no, que no le daríamos ni un euro más si no cumplían con su parte del contrato, al que pusimos un precio cerrado. Discutimos, pero llegamos a un acuerdo. Si su hombre resuelve el problema en los próximos días, le daremos una prima; de lo contrario, cobrara lo que estaba estipulado.

– ¿Dónde está Clara Tannenberg? -quiso saber Bruno Müller.

– Hasta hace unos días en París, pero ahora está en Madrid organizando una exposición con los objetos de un templo en el que al parecer llevaba meses excavando con un grupo de arqueólogos de media Europa. No sé cómo lo harían, habida cuenta de la situación en Irak -respondió Hans Hausser.

Carlo Cipriani parecía triste y ausente, apenas hablaba y dejaba vagar la mirada sin detenerla en sus amigos.

– ¿Qué te preocupa, Carlo? -le preguntó Hans.

– Nada… En realidad, pienso que quizá deberíamos dejarlo ya. Alfred Tannenberg está muerto, hemos cumplido nuestro juramento.

– ¡No! -gritó Mercedes-. ¡No vamos a echarnos atrás! Juramos que le mataríamos a él y a sus descendientes. Clara Tannenberg es su única nieta, la última Tannenberg, y tiene que morir.

Bruno Müller y Hans Hausser bajaron la cabeza, sabiendo que nada ni nadie convencería a Mercedes de lo contrario.

– Lo haremos, lo haremos, pero yo entiendo lo que dice Carlo, esa chica es inocente…

– ¿Inocente? Inocente era mi madre, y la vuestra, y nuestros hermanos. Inocentes éramos todos los que estábamos en Mauthausen. No, ella no es inocente, ella es parte de la semilla del monstruo. Si os vais a echar atrás… decídmelo… yo continúo adelante, no me importa que me dejéis sola -respondió Mercedes con ira.

– ¡Por favor, Mercedes, no discutamos! Haremos lo que hemos dicho que haríamos, pero la reflexión de Carlo merece tenerse en cuenta -la cortó Bruno.

– Clara Tannenberg morirá, queráis o no, os lo aseguro -afirmó Mercedes.

Ellos comprendieron que nada ni nadie evitaría la muerte de la joven.

* * *

Ante Plaskic sacaba de las cajas los libros y los colocaba con cuidado en los estantes vacíos, bajo la atenta mirada de uno de los guardias de seguridad del Museo Arqueológico.

Pensó que Yves Picot era en realidad un sentimental, puesto que pese a las reticencias de Clara en aceptarle para colaborar en la organización de la exposición, el profesor había argumentado que no sería justo excluirle ni a él ni a ninguno de los que habían trabajado en Safran. La profesora Gómez había apoyado la decisión de Picot.

De manera que llevaba dos semanas en Madrid haciendo de todo; realmente Picot le había puesto a las órdenes de Marta Gómez, y ésta había aceptado lo mismo que el profesor su versión de que se sentía orgulloso de poder participar en la puesta en marcha del acontecimiento fruto de los meses pasados en Irak.

Fabián y Marta habían logrado en un tiempo igualmente récord la edición de un catálogo: un libro de doscientas páginas sobre el templo de Safran. Picot estaba seguro de que las ventas del catálogo serían importantes.

Observó de reojo a Lion Doyle. No le había sorprendido encontrarle participando en la puesta en marcha de la exposición. Lion, a diferencia de él, concitaba simpatía en todos los que creían ver en él a un fotógrafo de fortuna. Pero Ante se decía que Lion no era lo que parecía, lo mismo que Ayed Sahadi tampoco era un simple capataz.

Por retazos de conversaciones escuchadas al azar, se había enterado de que Sahadi había logrado sacar a Clara sana y salva de Irak junto a su marido, Ahmed Huseini, y los había trasladado hasta El Cairo, donde al parecer había decidido quedarse hasta que la situación se aclarara en Bagdad. El Cairo parecía haber sido también la ciudad donde Clara había roto con su marido, puesto que Ahmed Huseini no estaba en Madrid, aunque había oído decir que acudiría a la inauguración de la exposición.

Mientras alineaba los libros se dijo que no podía volver a fracasar.

El hombre de Planet Security, la compañía que le había contratado para hacerse con la Biblia de Barro , se lo había dejado bien claro: debía hacerse con las tablillas de inmediato; para ello contaría con la ayuda de un grupo de expertos en robos que esperarían su señal para intervenir cuando estimara llegado el momento oportuno.

En las dos últimas semanas apenas había salido del Museo Arqueológico, de manera que lo había llegado a conocer bien, y lo más importante, los trabajadores y guardianes del museo se habían acostumbrado a su ir y venir por el edificio.

Había puesto especial empeño en trabar conversación con los guardias que se encargaban de la sala donde estaba el sistema de alarma y los monitores desde los que controlaban todos los rincones del museo.

Había pedido a los hombres que formarían el comando que se familiarizaran con el edificio, pero sin llamar la atención, de modo que casi todos ellos habían ido a visitarlo como simples turistas. No dispondrían de mucho tiempo para hacerse con las tablillas y huir sería lo más complicado. Su plan consistía en robar las tablillas antes de que abrieran la sala donde iban a ser exhibidas; llevárselas después sería casi imposible, porque no sabía si las dejarían mucho tiempo. Picot había mandado hacer unas réplicas exactas, y eso podía significar que después de la inauguración de la exposición, pensaban dejar en el museo las réplicas y volver a guardar las originales, de manera que no podía correr ese riesgo.

Le preocupaba no haber logrado que le dijeran cuándo iban a trasladar al Museo Arqueológico la Biblia de Barro , ahora en la caja fuerte de un banco madrileño. Marta le contó que guardaban como un gran secreto la existencia de las tablillas y que hasta el día de la inauguración no harían público el descubrimiento ante la prensa de todo el mundo.

Clara ni siquiera había permitido que las tablillas fueran a Roma para ser analizadas por los científicos del Vaticano. Gian Maria había insistido en que el mejor aval de las tablillas sería que la Santa Sede las reconociera como auténticas, pero al parecer Clara Tannenberg había respondido que el Vaticano no tendría más remedio que rendirse ante la evidencia.

Faltaban dos días para la inauguración, y los responsables del museo habían habilitado una sala dotándola con medidas de seguridad extraordinarias que impedirían que las tablillas corrieran ningún peligro.

Clara y Picot, junto a Fabián y Marta, se habían encargado personalmente de organizar la sala, desde las luces a los paneles, pasando por la vitrina donde expondrían las tablillas, aunque éstas no serían depositadas en el lugar hasta una hora antes de que se abrieran las puertas del museo para la inauguración de la exposición.

– ¿Nerviosa? -preguntó Yves Picot a Clara.

– Sí, un poco, nos ha costado tanto llegar hasta aquí… ¿Sabes?, echo de menos a mi abuelo; no merecía morir así ni que le arrebataran este momento.

– ¿Aún no sabes nada sobre quién pudo asesinarle? Clara negó con la cabeza mientras procuraba contener las lágrimas.

– ¡Vamos! Hablemos de otra cosa -la consoló Picot pasándole la mano por el hombro.

– ¿Interrumpo algo?

Yves Picot soltó a Clara y se quedó mirando a Miranda sin saber qué hacer. La periodista se las había ingeniado para que la dejaran entrar en el museo aun cuando faltaban unas cuantas horas para la inauguración.

Clara se acercó a Miranda y le dio un beso en la mejilla, al tiempo que le aseguraba que se alegraba de verla. Luego salió de la sala, dejándola sola con Picot.

– Parece que no te alegras de verme… -le dijo la periodista al atónito profesor.

– Te he buscado sin éxito, supongo que te lo habrán dicho en tu empresa -respondió éste a modo de protesta.

– Lo sé, pero tuve que quedarme más tiempo del previsto en Irak, ya sabes cómo está la situación allí.

– ¿Cómo te has enterado de esto?

– ¡Vamos, profesor, que soy periodista y leo los periódicos! En Londres aseguran que vais a mostrar un descubrimiento extraordinario.

– Sí, la Biblia de Barro

– Lo sé, Clara y yo tuvimos serias diferencias a cuenta de esas tablillas.

– ¿Por qué?

– Porque a mi juicio las ha robado, quiero decir que son de Irak y que no debió sacarlas sin permiso.

– Dime quién podía haberle dado ese permiso; te recuerdo que había comenzado la guerra.

– Su propio marido, Ahmed Huseini se llama, ¿no? Al fin y al cabo, era el jefe del departamento de Antigüedades.

– ¡Por favor, Miranda, no seas ingenua! En todo caso no nos vamos a quedar con las tablillas. Cuando la situación en Irak se aclare esas tablillas volverán allí. Mientras tanto se quedarán en depósito en el Louvre, que es el museo más importante de arte mesopotámico.

Fabián les interrumpió nervioso.

– Yves, acaban de llamar del banco; ha salido el camión blindado hacia aquí.

– Vamos a la puerta; acompáñanos, Miranda.

Una vez depositadas las tablillas Clara cerró con llave la vitrina y apretó emocionada el brazo de Gian Maria; luego se volvió hacia donde estaban Picot, Fabián y Marta, y les sonrió.

El jefe de seguridad del museo les volvió a explicar las medidas extraordinarias que habían adoptado para con aquella sala y Clara pareció satisfecha de lo que oía.

– Estás muy guapa -le piropeó Fabián.

Ella, agradecida, le dio un beso en la frente. El traje de chaqueta de color rojo fuego iluminaba su rostro bronceado, en el que destacaba su mirada azul acero.

Diez minutos más tarde se abrían las puertas del museo ante la llegada de los miembros del Gobierno español, la Vicepresidenta y dos ministros, además de autoridades académicas llegadas de todas partes del mundo para asistir a la inauguración de una exposición que prometía ser extraordinaria.