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– Estas tablillas tienen un valor religioso de primera magnitud, por no hablar del valor histórico y arqueológico. Usted no lo comprende, pero no son unas tablillas más, es la Biblia, la primera Biblia escrita por el hombre, inspirada por Dios al patriarca Abraham. ¿Cree que el régimen va a permitir que salgan de Irak? Son una pieza fundamental, incluso pueden significar una moneda de cambio si las cosas se ponen mal para Sadam… ¡Por favor, Miranda, ayúdeme!

– ¿Me está pidiendo que saque estas tablillas de Irak?

– Sí…, y también a mí… no sé…

– ¿Y Gian Maria?

– En la Casa Amarilla, se ha quedado allí con Ante Plaskic.

– ¿Por qué? ¿Por qué no están ellos aquí?

– Porque he tenido que escaparme. Me ha ayudado Ayed Sahadi, pero si alguien se entera le matarán, lo mismo que a nosotras. Gian Maria se reunirá conmigo si le es posible.

– ¿Y el croata?

– Él no sabe nada, no le he dicho nada.

– ¿Por qué?

– No lo sé, yo… yo sólo confío en Gian Maria.

– ¿Y el capataz?

– Me va a ayudar por dinero, por mucho dinero, aunque también podría entregarme si alguien le ofrece más.

– ¿Y su marido?

– Mi marido no sabe que estoy aquí, no creo que me denunciara, pero tampoco quiero correr riesgos, ni hacérselos correr a él. Nos vamos a separar, hace meses que cada uno ha elegido su propio camino.

– Pero yo no puedo hacer nada -protestó Miranda.

– Puede dejar que me quede aquí con Fátima. Nadie nos buscará en su habitación. No la molestaremos, dormiremos en el suelo. Ayed Sahadi ha prometido venir a buscarnos, y si no viene… bueno, ya se nos ocurrirá algo.

– La buscarán aquí.

– No, nadie creerá que me he quedado en Bagdad, pensarán que estoy huyendo hacia alguna de las fronteras: como voy con Fátima, nos buscarán en la zona fronteriza con Irán, ya que en el otro lado Fátima tiene familia.

Miranda encendió un cigarro y se acercó a la ventana. Necesitaba pensar. Sabía que Clara no le estaba diciendo toda la verdad, aunque sí notaba que estaba asustada y mucho más Fátima. Había una pieza que no encajaba y su instinto le decía que por ayudar a aquella mujer se podía meter en un lío. Además, no estaba de acuerdo con que sacara la Biblia de Barro de Irak. Aquellas tablillas eran patrimonio de los iraquíes y sólo con permiso del pueblo iraquí debían salir del país. Era cierto que Irak estaba al borde de la guerra, que todas las noticias apuntaban a que el presidente Bush ordenaría en cualquier momento que comenzaran los bombardeos, pero aún quedaban esperanzas, aún se libraba una batalla en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde países tan poderosos como Rusia, Francia y Alemania se oponían a cualquier acción bélica.

Clara fue consciente de las dudas de la periodista y se adelantó dándole una solución.

– Al menos permítanos estar aquí hasta que llegue Ayed Sahadi. Luego nos iremos, no la pondremos en ningún compromiso. De noche y con el toque de queda, nos detendrán.

– Me gustaría saber qué ha hecho usted para que su amigo Sadam la quiera detener -preguntó Miranda.

– No he hecho nada, de verdad. Si logro salir de Irak, podrá comprobar que no la he engañado, puesto que presentaré junto al profesor Picot este descubrimiento al mundo entero.

– Quédense esta noche, no hay mucho espacio, pero supongo que podremos arreglarnos. Ya hablaremos mañana, ahora tengo que salir, mis colegas me estarán esperando.

Cuando Miranda cerró la puerta de la habitación Clara sintió una oleada de alivio. Había logrado vencer la resistencia de la periodista, aunque era consciente de que ésta aún no había decidido hasta cuándo seguiría ayudándola. De lo que estaba segura es de que no la denunciaría, y eso en sí mismo era todo lo que necesitaba hasta que Ayed Sahadi se pusiera en contacto con ella o fuera a buscarla.

En el despacho del Coronel, en el cuartel general de los Servicios Secretos la actividad era más intensa de lo habitual. El militar gritaba a alguien que le escuchaba a través de la línea telefónica, mientras un soldado entraba y salía constantemente depositando sobre la mesa del Coronel papeles y documentos, que otro soldado cogía de inmediato y guardaba en carpetas clasificadoras que a continuación introducía en unas bolsas negras de nailon.

Ahmed Huseini apuraba el vaso de whisky y Ayed Sahadi fumaba uno de sus cigarros aromáticos, ambos a la espera de que el Coronel acabara la conversación telefónica.

Cuando por fin lo hizo los dos hombres aguardaron expectantes.

– No quieren dejarme ir, en Palacio prefieren que me quede aquí, en Bagdad. Le he dicho al ayudante del presidente que soy un soldado y quiero incorporarme a mi unidad, que está en Basora, y de paso evaluar personalmente la situación en la frontera con Kuwait. No sé si me permitirán hacerlo -les explicó sin ocultar su contrariedad.

– Debería de estar en la frontera pasado mañana; Mike Fernández le espera en el punto convenido para sacarle de Irak y trasladarle hasta Egipto. En El Cairo tiene que establecer contacto con Haydar Annasir, ya sabe que es uno de los cerebros de la organización de Tannenberg. Es él quien le dará la documentación y el dinero necesario para que viva plácidamente el resto de su vida con la nueva identidad -le explicó con tono cansino Ahmed Huseini.

– Lo sé, lo sé… ¿me vas a explicar lo que debo hacer? Si no salimos de aquí antes del día 20, puede que no podamos hacerlo nunca-se quejó el Coronel.

– Yo me tengo que quedar -replicó Ahmed.

– ¡Es tu obligación! Debes coordinar la operación, pero a ti los yanquis no te harán nada, los amigos de Tannenberg lo aseguraron -replicó el Coronel.

– Quién sabe lo que pasará -se quejó Ahmed.

– ¡Nada! ¡No pasará nada! A ti te sacarán de aquí, y también a Ayed. Se quedará contigo, los dos os encargaréis de que la operación sea un éxito.

»Los hombres de Tannenberg están preparados, no puedes flaquear; si te ven débil, todo se vendrá abajo. Tannenberg ya no está, de manera que necesitan confiar en alguien, ¡tú eres el marido de su nieta, eres el jefe de familia, actúa como tal! -El tono del Coronel era de enfado.

– ¿Dónde estará Clara? -se preguntó en voz alta Ahmed Huseini.

– La estamos buscando. He ordenado una alerta especial en todos los pasos fronterizos. Pero hemos de ser prudentes para no alertar a Palacio -dijo Ayed Sahadi.

– Tu esposa es muy lista, pero no tanto para que no seamos capaces de encontrarla -apostilló el Coronel.

– Si le parece, Coronel, podemos repasar de nuevo los detalles de la operación. He de verme con algunos de los hombres por si hay que darles nuevas instrucciones… -terció Ayed Sahadi.

– Pongámonos a ello -respondió el Coronel.

Miranda estuvo distraída durante la cena. No podía dejar de pensar en Clara. Tuvo la tentación de llamar a Picot a París, o a aquella arqueóloga, Marta Gómez, para preguntarles qué debía hacer, pero si los teléfonos estaban pinchados lo único que conseguiría es que detuvieran a Clara y también a ella por haberla ocultado.

– ¿Te encuentras mal?

– No, no, es que estoy cansada.

El cámara de la televisión francesa se encogió de hombros ante la respuesta de Miranda. Era evidente que la mujer no había prestado atención a la conversación durante la cena y que su entrecejo fruncido era un signo evidente de que algo le preocupaba.

– Bueno, te diré lo que Lauren Bacall a Humphey Bogart: si me necesitas, silba…

– Gracias, Jean, pero estoy bien. Esto es agotador, llevamos demasiado tiempo aquí esperando a que los norteamericanos decidan comenzar la guerra; ya estoy harta.

– Pues más vale que te armes de paciencia, a no ser que quieras marcharte -respondió el francés.

– No, no quiero marcharme, pero casi quiero que pase algo de una vez, aunque sea la guerra.

– Como siempre, eres políticamente incorrecta -dijo una periodista inglesa con la que había coincidido en otros conflictos bélicos.

– Lo sé, Margaret, lo sé, pero estáis todos tan hartos como yo, y me apuesto lo que queráis a que estáis deseando que pase algo.

La discusión duró hasta la medianoche, de manera que enlazaron la cena con unas copas servidas generosamente en un local discreto situado cerca de la calle Baladiya.

Cuando regresó al hotel Miranda rechazó tomar una última copa y se dirigió a su habitación, ansiosa por saber si Clara aún se encontraba allí.

Abrió la puerta con cuidado y encontró a las dos mujeres en el suelo acurrucadas junto a la pared, cubriéndose con la colcha. Tanto Clara como Fátima dormían profundamente, y vio reflejado en sus rostros una mezcla de cansancio y desesperanza.

Se desvistió con cuidado y dudó si decirles que compartieran la cama con ella. Luego pensó que de nada serviría despertarlas, puesto que la cama era pequeña y no cabrían las tres.

– ¿Dónde está Clara?

Gian Maria esperaba que Ante Plaskic le hiciera la pregunta y estaba preparado para mentir.

– No lo sé, ojalá supiera dónde poder encontrarla. Temo por ella.

– Ella no se habría ido sin despedirse de usted -insistió el croata.

– ¿Cree que si supiera dónde está no se lo diría? Se lo habría dicho a esos hombres que nos han pegado… yo… yo no estoy acostumbrado a la violencia, y si lo hubiese sabido…

– No lo habría dicho, estoy seguro -le cortó Ante Plaskic.

– ¡Vaya, sabe usted mucho!

– Sí, sé de lo que es capaz un hombre.

– Soy un sacerdote.

– También sé de lo que es capaz un sacerdote. En la guerra, el sacerdote de mi pueblo ayudaba a la gente. Un día llegó una patrulla de paramilitares buscando a un hombre, a un jefe de nuestras milicias. Le había escondido en la iglesia, pero no lo dijo; le torturaron delante de todo el pueblo arrancándole la piel a tiras, pero no lo dijo. Su sacrificio no sirvió de nada: encontraron al hombre y lo mataron después de arrasar el pueblo.

Gian Maria no pudo ocultar la impresión que le había provocado el relato del croata y haciendo un esfuerzo se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

– No busco compasión -le respondió Ante Plaskic.

– Todos necesitamos piedad y compasión -respondió el sacerdote.

– Yo no.

Ya había caído la noche y ambos parecían haberse recuperado lo suficiente como para intentar abandonar la Casa Amarilla. Las dos criadas les habían ayudado a ordenar el exiguo equipaje que llevaban. Una de ellas les dijo que tenía un primo que vivía cerca y que, si le pagaban bien, podría llevarles con el coche hasta el hotel Palestina. Aceptaron y en esos momentos aguardaban a que la mujer regresara con su primo.