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– También puedo entregarla ahora.

– Pues hágalo o acepte mi oferta, pero ya no hay tiempo que perder.

No le dio tiempo a responder. El ruido de la puerta al abrirse le distrajo tanto como a Clara. Gian Maria acababa de salir de la habitación de invitados y les observaba expectante.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó sin entender por qué Clara vestía el ropaje de las shiíes lo mismo que Fátima.

– Es muy fácil de entender: el Coronel quiere la Biblia de Barro y yo no se la quiero dar, así que le estoy proponiendo a Ayed Sahadi que me ayude a escapar.

Gian Maria les miró asombrado, sin terminar de entender el alcance de las palabras de Clara.

Se quedaron en silencio durante unos segundos cruzando las miradas, hasta que Ayed Sahadi esbozó una mueca y con una seña les indicó que se metieran en el cuarto de Gian Maria. Una vez allí paseó nervioso por la habitación mientras meditaba la manera de conseguir el medio millón de dólares que le ofrecía Clara sin jugarse la vida. Llegó a la conclusión de que aquélla era una apuesta de casino: o todo o nada; si ayudaba a Clara podía perder la vida o ganar más dinero del que había soñado nunca.

– Si nos encuentra nos matará -murmuró Ayed Sahadi.

– Sí, lo hará -respondió Clara.

– Usted conoce esta casa mejor que yo, y sabe que hay soldados vigilándola.

– Puedo salir como si fuera Fátima, nadie se fijará en mí.

– Hágalo: vaya a la cocina, coja un cesto y salga por la puerta de atrás como si fuera a comprar. Fátima debe quedarse en su habitación y usted, Gian Maria, en la suya.

– Pero ¿adónde irá Clara? -preguntó Gian Maria aterrado.

– Creo que el único lugar donde puede estar segura, al menos durante unas horas, es en el hotel Palestina -respondió Ayed Sahadi.

– ¡Está loco! El hotel está lleno de periodistas y muchos conocen a Clara -dijo Gian Maria, cada vez más asustado.

– Por eso debe buscar a alguien en quien crea que puede confiar, quizá aquella periodista, la que hizo tan buenas migas con el profesor Picot. Pídale que la oculte hasta que yo pueda ir a buscarla. Pero no salga de su habitación.

– ¿Cree que puedo confiar en ella? -le preguntó Clara.

– Creo que a ella le gusta el profesor Picot y a él no le gustaría saber que a usted le ha pasado algo porque no la han ayudado; eso se interpondría entre los dos. De manera que aunque usted no le caiga demasiado simpática a la periodista, la ayudará.

– ¡Vaya, es usted psicólogo! -respondió con acidez Clara.

– No perdamos el tiempo, váyase. Ocúltese la cara. Fátima le ayudará a colocarse el velo como lo llevan las mujeres shiíes. Y deje esa bolsa tan grande que lleva en la mano. Tendrá que ocultar las tablillas en otra parte. Busque algo más pequeño…

– Es que no caben… -protestó Clara.

– Tenemos un carro de la compra -recordó Fátima-; a lo mejor caben ahí.

– ¡Buena idea! -exclamó Clara.

– Yo te acompañaré -afirmó Gian Maria.

– ¡Ni se le ocurra! ¿Quiere que nos maten a todos? Márchese, Clara. Ustedes, hagan lo que les he dicho. Dentro de un rato esto será un infierno. El Coronel querrá interrogarles, y la peor parte se la va a llevar usted, Fátima…

– ¡Ella viene conmigo! -afirmó Clara.

– No, no puede ir. Sólo tenemos una oportunidad, no la desaproveche. Ahora todo depende de Fátima. El Coronel ordenará que la torturen, seguro de que ella sabrá dónde ha podido usted escapar. Si ella habla estaremos todos muertos…, salvo que…

– ¿Salvo qué? -preguntó Gian Maria.

– Que les hagamos creer que, o bien Clara se ha ido sin decirle nada, o que alguien la ha raptado a ella y se ha llevado también las tablillas… -dijo Ayed Sahadi pensando en voz alta.

– Pero los soldados dirán que han visto salir a una mujer, a la que creerán que es Fátima, de manera que lo del secuestro no se sostiene -comentó Clara desanimada.

– Bien, entonces juguémonos el todo por el todo. Intenten salir las dos, si los soldados no las detienen… diríjanse al hotel Palestina, allí las encontraré. Y usted, Gian Maria, enciérrese en su cuarto, hágase el dormido. ¿Dónde está el croata? -quiso saber Ayed Sahadi.

– En un cuarto que hay en la planta baja, cerca de la puerta que da al garaje -le informó Fátima.

– Mejor así. Esperemos que no se dé cuenta de nada.

Las dos mujeres se deslizaron sigilosamente hacia la cocina. Procuraban no hacer ruido y apenas se atrevían a respirar. Gian Maria, lleno de angustia, se refugió en su habitación, se puso de rodillas y comenzó a rezar pidiéndole a Dios que les ayudara. Sólo Dios podía salvarles, bien lo sabía él.

Clara vació el contenido de la bolsa en el carro de la compra, colocando lo mejor que pudo las tablillas para evitar que sufrieran ningún daño. Después abrazó a Fátima y al hacerlo sintió que la quería como a la madre que apenas había tenido tiempo de conocer.

Abrieron la puerta de la cocina que daba al jardín trasero y salieron con paso decidido y tranquilo hacia la cancela que daba a la puerta exterior. Nadie pareció reparar en ellas. Cuando salieron a la calle, Clara murmuró a Fátima que no apresurara el paso y que continuara tranquila, sin más prisa que la habitual. Caminaron en silencio, dejando atrás la Casa Amarilla.

Ayed Sahadi estaba encendiendo otro cigarrillo cuando Ahmed Huseini apareció al pie de la escalera preguntándole nervioso por Clara.

– No me he movido de aquí, de manera que estará en su cuarto -respondió Sahadi aspirando el humo del tabaco.

Ahmed Huseini subió la escalera con paso rápido, se acercó a la puerta del cuarto que también había sido suyo y llamó con los nudillos haciéndose anunciar. No hubo respuesta.

– ¡Clara, ábreme!

Se volvió hacia donde estaba apoyado Ayed Sahadi y de nuevo le preguntó por Clara.

– Ya le he dicho que no me he movido de aquí desde que el Coronel me envió. Desde luego no la he visto salir, de manera que tiene que estar ahí.

Ahmed Huseini abrió la puerta y entró en la habitación. Fátima había puesto flores en un jarrón colocado sobre la cómoda; el olor de las flores junto con el del perfume de Clara impregnaban la estancia, provocándole una oleada de nostalgia.

– Clara… -susurró esperando que apareciera su mujer de entre las sombras que empezaban a apagar la tarde, aunque era evidente que no estaba allí.

Salió del cuarto y con gesto contrito volvió a preguntar a Ayed Sahadi.

– Pero ¿dónde está mi mujer?

– ¿No está en la habitación? -Ayed Sahadi procuró imprimir un tono de alarma a su voz.

– No, no está, ha tenido que verla salir…

– No, no, no ha salido, se lo aseguro, aquí no se ha movido ni el aire desde que el Coronel me envió a vigilar. Tiene que estar ahí…

– ¡No! ¡No está! -gritó Ahmed.

Ayed Sahadi se dirigió a la habitación y abrió la puerta. Entró como si realmente creyera que iba a encontrar a Clara.

– ¡Tenemos que avisar al Coronel! -dijo Ahmed Huseini.

– Espere…, puede estar en algún otro lugar de la casa-respondió Ayed Sahadi.

Cada uno buscó por una parte de la casa, sin dar con ella ni con Fátima. Dos de las criadas dijeron que creían haber visto salir a Fátima con alguien, pensaron que con alguna de sus primas, puesto que iba vestida con la misma vestimenta que llevan las shiíes.

Cuando entraron en la sala de estar el Coronel hablaba por el teléfono móvil y por el tono no era difícil saber que discutía con alguien.

Al ver a los dos hombres solos, al Coronel no le costó imaginar que Clara había desaparecido.

– ¿Dónde está? -les preguntó con un tono de voz frío como el hielo.

– No está en su cuarto -respondió Ahmed.

El Coronel preguntó directamente a Ayed Sahadi, y esta vez en su tono afloraba la desconfianza.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. Me situé en el descansillo de la escalera, y allí he estado hasta que ha venido Ahmed. Por tanto, se ha tenido que ir antes de que usted me enviara. Yo no me he movido de allí.

– La hemos buscado por toda la casa -dijo Ahmed, temiendo la reacción del Coronel.

– ¡Hemos sido unos estúpidos! -gritó el Coronel-. ¡Es igual de astuta que su abuelo y nos ha burlado!

Salió de la sala gritando órdenes a los soldados que custodiaban la casa. Un minuto después las dos criadas eran interrogadas. Uno de los hombres del Coronel sacó de su cuarto a Gian Maria y casi a empujones le llevó hasta la sala, donde ya estaba Ante Plaskic respondiendo a las preguntas del Coronel.

– ¡Usted la ha ayudado a huir! -bramó el militar.

– Le aseguro que no lo he hecho -aseguró sin demostrar miedo el croata.

– ¡Sí, sí lo ha hecho y confesará! Y usted lo mismo -gritó el Coronel dirigiéndose a Gian Maria.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Gian Maria pidiendo a Dios que le perdonara por mentir.

– ¿Dónde está Clara Tannenberg? ¡Usted lo sabe! ¡Ella no daba un paso sin usted! ¡Dígame dónde está!

– Pero… pero… yo… yo no sé… Clara… Clara… -Gian Maria se sentía sobrecogido por la situación.

Uno de los soldados se acercó al Coronel y le susurró algo en voz baja. Las dos criadas no sabían nada. Habían visto salir a Fátima con otra mujer. Creyeron que se trataba de una de sus parientes. Llevaban el carro de la compra y no sospecharon nada.

– De manera que se ha vestido como las mujeres shiíes… Hay que buscar en las casas de los parientes de Fátima -ordenó el Coronel.

Gian Maria recibió unos cuantos golpes de uno de los hombres del militar. El sacerdote pensó que no soportaría el interrogatorio y una vez más se encomendó a Dios, pidiéndole que le diera fuerzas para no traicionar a Clara. No lo hizo, aunque perdió dos dientes y el oído le sangraba cuando el soldado terminó con él.

Ante Plaskic tampoco estaba en mejor estado después de pasar por las manos de su interrogador. La suerte, pensó el croata, estaba con él, porque lo normal hubiese sido que el hombre le hubiera destrozado, y se había conformado sólo con golpearle.

– No saben nada -afirmó Ayed Sahadi.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -le preguntó el Coronel.

– Porque si ha huido como parece, no se lo habrá dicho a nadie. Ella nos conoce, sabe que tenemos métodos para hacer hablar a cualquier hombre, por tanto no podía correr el riesgo de confiarse a nadie.

El Coronel pensó en las palabras de Ayed Sahadi y las hizo suyas. Su hombre de confianza tenía razón. Clara sabía que él interrogaría a todos los de la casa y que de ser preciso les mandaría matar, de manera que no podía permitirse el lujo de confiar sus planes a nadie.