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El hombre dormitaba con los ojos cerrados en la quietud de su despacho. Acababa de terminar una larga reunión y había decidido descansar unos minutos, de manera que había dicho a su secretario que no le pasara llamadas ni le molestaran hasta que él no le avisara.

El pitido del intercomunicador le sacó de su ensimismamiento. Abrió los ojos irritado. Despediría a todo el personal de su secretaría por haber osado molestarle. No soportaba que no se cumplieran a rajatabla sus órdenes. De nuevo se oyó el pitido y la voz temerosa de su secretario quebró el silencio.

– Señor Wagner, es urgente…

Se levantó del sofá y se sentó detrás de su mesa. Apretó el botón que le comunicaba con su secretaría.

Rugió más que preguntó que por qué le molestaban.

– Es el señor Brown, señor, el presidente de la fundación Mundo Antiguo; dice que es muy urgente, que tiene que decirle algo que no puede esperar.

George Wagner descolgó el teléfono dispuesto a mandar al infierno al hombre al que había manejado como una marioneta durante los últimos cuarenta años.

– Habla -le dijo a Robert Brown.

– ¡No sabes lo que ha pasado! ¡La han encontrado! ¡Existe! -gritó Brown.

– Pero ¿qué dices? ¡Habla y no balbucees sandeces!

Robert Brown tragó saliva intentando tranquilizarse; mientras Ralph Barry, a su lado, se bebió un vaso de whisky de un solo trago.

– La Biblia de Barro … existe… la han encontrado. Ocho tablillas con el Génesis, firmadas por Shamas… -acertó a decir Robert Brown.

George Wagner apretó los brazos del sillón; procurando no dejar traslucir ninguna emoción.

– ¿De qué hablas? -insistió.

– Acabo de recibir una comunicación anunciando que ayer en Safran, en Irak, dejaron al descubierto otra estancia del templo. Al parecer se trataba de una habitación pequeña, como si fuera la de un escriba. Encontraron unas cuantas docenas de tablillas y no se percataron hasta hace unas horas de que entre ellas estaba la Biblia de Barro . Son ocho tablillas, tres de ellas en muy mal estado, habrá que reconstruirlas, pero no hay duda de que son parte de la Biblia de Barro -concluyó Robert Brown.

George Wagner se sintió conmocionado. Unos días antes Alfred Tannenberg había muerto asesinado, y ahora aparecía la Biblia de Barro … El destino se había querido burlar de su amigo negándole lo que más ansiaba en el mundo, en realidad lo que había sido la razón de su existencia.

– ¿Dónde están las tablillas? -preguntó.

– En Safran; bueno, puede que a esta hora ya estén en Bagdad. Iban a trasladar a Clara a Bagdad. Nuestro hombre está con ella, y en cuanto pueda se hará con las tablillas, aunque la situación es muy delicada.

– Quiero que se haga ya con las tablillas, en cuanto las tenga le sacaremos de allí. Llama a Paul Dukais, dile que es una prioridad, que debe de anteponer el conseguir las tablillas a cualquier otra cosa, incluido el resto de la operación.

– Pero… aún no he logrado hablar con nuestro hombre, han sido nuestros amigos los que me han enviado el mensaje -comentó Robert Brown.

– ¿No se habrán equivocado? -preguntó desconfiado George Wagner.

– No, no hay ninguna equivocación, te lo aseguro. La Biblia de Barro existe.

– ¿Qué sabemos de Ahmed Huseini?

– Tiene las mismas instrucciones que nuestro hombre, hacerse con las tablillas. No te preocupes, las conseguiremos -respondió Brown.

– Sí, sí me preocupo, aunque naturalmente que las conseguiremos o mandaré que os corten la cabeza.

Robert Brown se quedó unos segundos en silencio. Sabía que George Wagner no amenazaba en vano.

– Ahora mismo llamaré a Paul Dukais… -aseguró.

– Hazlo.

– ¿Y si ella…? Bueno, ¿y si Clara se resiste…?

– Clara es una mota de arena en nuestras vidas -fue la respuesta del Mentor.

El Coronel acababa de llegar a la Casa Amarilla y sentía la presencia de Alfred Tannenberg en aquel despacho que fuera de su amigo y en el que ahora se encontraba hablando con Clara.

Ahmed Huseini asistía nervioso a la entrevista, temiendo la reacción de su mujer.

– Mi querida niña, lo mejor es que me entregues las tablillas; yo las sacaré de Irak y haré que las depositen en un lugar seguro.

– Pero si me acabas de decir que mañana mismo debo estar fuera de Irak… ¿Por qué no las puedo llevar conmigo?

El militar estaba demasiado preocupado por la situación como, para en esa ocasión, hacer alarde de sus dotes diplomáticas.

– Clara, tu abuelo tenía unos socios, y ya sabes lo que va a pasar en cuanto empiece la guerra… De manera que no seas tozuda y facilítanos nuestro trabajo.

– Estas tablillas no tienen nada que ver con los negocios de mi abuelo. Son mías, de nadie más.

– Los socios de tu abuelo no piensan lo mismo. Entrégalas y recibirás tu parte cuando llegue el momento.

– No, no están en venta, no lo estarán jamás -respondió Clara con un tono de voz lleno de desafío.

– ¡Por favor, no hagas las cosas difíciles! -le suplicó Ahmed.

– No, no las hago difíciles, simplemente me niego a que me robéis. Mi abuelo me explicó detalladamente en qué consistían sus negocios, y me aseguró que estas tablillas, la Biblia de Barro , eran mías, de manera que no son parte del negocio.

El Coronel se puso en pie y se acercó a Clara. Ésta leyó en los ojos del hombre que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por hacerse con las tablillas. El miedo le recorrió la espina dorsal. Miró a Ahmed, pero en los ojos de su marido sólo había angustia y resignación. ¿Dónde estaba el hombre del que se había enamorado? Supo que tenía que ganar tiempo, o de lo contrario podía perderlo todo, incluso la vida.

– Si se las doy, ¿me promete que no harán nada hasta que yo pueda hablar con los socios de mi abuelo? -preguntó cambiando el registro de voz.

– Desde luego, desde luego… Los socios de tu abuelo son caballeros razonables. No quieren perjudicarte. Es una buena idea que discutas esto con ellos. Pero ahora no me hagas perder más tiempo. Sabes que sólo faltan dos días para que nos ataquen, y debemos salir de aquí, tanto tú como nosotros. A mí me es más difícil escapar, aunque lo haré. De manera que no me retrases.

– Bueno, le daré las tablillas mañana…

– No, mañana no, ahora; las quiero ahora, Clara.

Clara comprendió que no podía hacer otra cosa que entregárselas, puesto que el Coronel no se iría sin ellas.

– De acuerdo -respondió con tono cansino-, espéreme aquí.

Salió del despacho y subió de dos en dos las escaleras hacia su habitación. Fátima aún estaba deshaciendo el equipaje.

– ¡Ve a tu cuarto y súbeme ropa tuya, nos vamos! -le ordenó a su vieja criada.

– Pero ¿adónde? ¿Qué pasa? -preguntó la mujer alarmada.

– Quieren quitarme la Biblia de Barro . Debemos huir ahora mismo. No puedo pedirte que me acompañes, porque si me cogen nos matarán… pero al menos date prisa y tráeme tu ropa.

– ¿Y Gian Maria y el otro hombre, Ante Plaskic? Les he llevado a las habitaciones de invitados… Ellos te pueden ayudar…, les avisaré…

– ¡No! ¡Haz lo que te he dicho! ¡Rápido!

Clara sacó una bolsa y la llenó de ropa cogida al azar; también metió el saquito en el que guardaba las tablillas. Temía que terminaran hechas pedazos, pero correría el riesgo; todo menos entregárselas al Coronel. Si lo hacía, no las volvería a ver jamás.

Fátima llegó presurosa con las prendas que Clara le había pedido. En un minuto Clara se colocó encima de la ropa que llevaba una túnica negra, además de cubrirse la cabeza con un velo negro que casi le arrastraba hasta los pies.

– ¿Vienes? -le preguntó a Fátima.

– Sí, no te dejaré -respondió la atemorizada mujer.

Ayed Sahadi estaba en el descansillo de las escaleras, a la espera de ver aparecer a las dos mujeres. El Coronel le había ordenado que vigilara la escalera y él se había apostado en el descansillo, desde donde podía ver la puerta del cuarto de Clara.

Fátima reprimió un grito de miedo al ver al hombre del Coronel recostado en la pared y fumando uno de sus inconfundibles cigarros egipcios.

Clara clavó los ojos en los de Ayed Sahadi midiéndole, sopesando su posible reacción.

– ¿Qué hace aquí? -le preguntó con un destello de ira.

– El Coronel me ha enviado -respondió él encogiéndose de hombros.

– El Coronel desconfía de mí -afirmó Clara.

– ¿Cree que tiene motivos? -le preguntó con tono de burla el hombre que durante los últimos meses había sido su sombra.

– Quiere la Biblia de Barro -respondió Clara.

– La quieren los socios de su abuelo, es parte del negocio -respondió Ayed Sahadi.

– No, no lo es. Tú sabes mejor que nadie lo que hemos trabajado por conseguirlas; estas tablillas no son sólo un tesoro arqueológico, son el sueño de mi abuelo.

– No se meta en problemas: si no las entrega se las quitarán, de manera que actúe con inteligencia.

– ¿Cuánto quieres por ayudarme?

La propuesta de Clara le sorprendió. No esperaba que ella intentara sobornarle, puesto que sabía que traicionar al Coronel era tanto como firmar su sentencia de muerte.

– Mi vida no tiene precio-respondió muy serio.

– Hasta tu vida tiene un precio. Dime cuánto quieres por ayudarme a salir de aquí.

– ¿De esta casa?

– De Irak.

– Usted dispone de un pasaporte egipcio, puede irse cuando quiera; además, tiene el permiso del Coronel.

– De nada me sirve ese permiso si no le entrego las tablillas. ¿Doscientos cincuenta mil dólares son suficientes?

La codicia se reflejó en la sonrisa nerviosa de Ayed Sahadi. El hombre sentía correr por su sangre la tentación del dinero, aun sabiendo que aceptar era un acto de traición.

– De cualquier manera yo voy a ganar dinero, hace mucho tiempo que trabajo para el Coronel, y me sé las reglas del negocio.

– Entonces conoce las leyes de la oferta y la demanda. Yo necesito salir de Irak y usted puede ayudarme a salir. ¿Cuánto quiere? Fije la cantidad, se la pagaré.

– ¿Puede pagarme medio millón de dólares?

– Puedo pagarle medio millón de dólares en Egipto o en Suiza, en cualquier lugar fuera de Irak, aquí no tengo ese dinero.

– ¿Y cómo sé que me pagará?

– Porque si no lo hago usted me podría matar, o entregarme al Coronel, lo que vendría a ser lo mismo.