Ah, pensaba Onofre Bouvila cuando por mor de la discusión se enfrentaba a semejante eventualidad, si aquí triunfara el bolchevismo como en Rusia, yo sería Lenin. Tenía una confianza sin límites en su capacidad de sobreponerse a cualquier contrariedad y de sacar provecho de cualquier obstáculo. Esto, sin embargo, no se lo podía decir al marqués de Ut ni a sus cofrades, con los que ahora estaba reunido.

– Hay que ser muy bruto para dejar que las cosas lleguen a estos extremos irreversibles -se limitó a decir.

– La situación actual es como la fábula de la cigarra y la hormiga -replicó el marqués levantando mucho la voz-. Las clases bajas piden una cosa y nosotros se la damos; al día siguiente van y piden otra cosa y nosotros también se la damos. Así hasta que el populacho acaba pensando: vaya por Dios. Ese día se levanta en armas, nos pasa a cuchillo, pone nuestras cabezas en la punta de una caña y encima todo huele a sardinas.

Este análisis de la situación fue coreado por murmullos de asentimiento. El encapuchado que se sentaba a la derecha de Efrén Castells agregó que el obrero se había salido de sus casillas y ya no se conformaba con pedir el oro y el moro. Lo que ahora quiere es cortarnos la cabeza, dijo. Cortarnos la cabeza, violar a nuestras hijas, quemar las iglesias y fumarse nuestros puros, especificó. Todos los encapuchados golpearon la mesa con los puños. Este ruido duró un rato; cuando cesó Onofre Bouvila volvió a tomar la palabra.

– Yo sé lo que quieren los obreros -dijo con suavidad-. Lo que quieren es convertirse en burgueses. ¿Y eso qué tiene de malo? Los burgueses siempre han sido nuestros mejores clientes -hubo un murmullo de desaprobación. La suerte de la clase obrera le traía sin cuidado, pero no le gustaba que le contradijesen: decidió presentar batalla aunque sabía que la decisión última estaba tomada irremisiblemente de antemano-.

Mirad -dijo-, vosotros pensáis que el obrero es un tigre sediento de sangre, agazapado en espera del momento de saltaros al cuello; una bestia a la que hay que mantener a distancia por todos los medios. Yo os digo, en cambio, que la realidad no es así: en el fondo son personas como nosotros. Si tuvieran un poco de dinero correrían a comprarse lo que ellos mismos fabrican, la producción aumentaría en espiral tremendamente -uno de los encapuchados le interrumpió en este punto para decir que ya había oído en otra ocasión esta teoría económica. No la entendí, dijo, pero me pareció nefasta; luego supe que venía de Inglaterra, con esto está todo dicho.

Alguien señaló que no era momento de enzarzarse en una discusión académica. Cada uno puede sustentar la teoría económica que más le plazca, dijo, pero lo que hay que hacer es lo que hay que hacer. El marqués de Ut añadió que la situación era similar a la fábula de la cigarra y la hormiga.

O quizás, añadió al cabo de un rato, cuando ya no le escuchaba nadie, como la del burro flautista. Onofre Bouvila intervino de nuevo-. La situación está en nuestras manos enteramente -dijo-; si atendemos las reivindicaciones del obrero dentro de los límites de lo razonable, el obrero nos comerá en la mano; en cambio si nos mostramos inflexibles, ¿qué garantía tenemos de que su reacción no será violenta y desmedida?

– La garantía del Ejército -dijo otro de los encapuchados que hasta ese momento no había intervenido en el debate.

Hablaba con una voz pastosa que a Onofre Bouvila no le resultaba desconocida-. El Ejército está precisamente para intervenir en los momentos más necesarios. Cuando la patria está en peligro, por ejemplo. -Onofre Bouvila dejó caer al suelo el lapicero con que había estado jugueteando y al agacharse a recogerlo aprovechó para mirar por debajo de la mesa. Así vio que el que hablaba llevaba botas de caña alta.

Mal asunto, pensó; ahora ya sé quién es-. Cuando reina el caos es cuando el Ejército ha de imponer el orden y la disciplina, porque el caos es un peligro auténtico para la patria y la misión sacrosanta del Ejército es correr en auxilio de la patria cuando la patria lo necesita -siguió diciendo este encapuchado: había cierto tono de convencimiento en su voz; también había cierta testarudez etílica que hacía sus razones irrecusables-. Sea nuestro lema contra el caos disciplina, contra el desorden orden, contra el desgobierno orden y disciplina -con esta proclama dio por terminada su intervención a la que siguió un silencio respetuoso.

– Supongo -dijo finalmente Onofre Bouvila- que habrá que rascarse el bolsillo.

Desde el estribo del vagón el general se volvió a saludar a los encapuchados que habían ido a despedirle a la estación. Al ver el andén lleno de encapuchados el general se frotó los ojos e hizo un gesto de incredulidad. No puede ser el "delirium tremens", pensó, todavía no. Luego recordó lo que estaba haciendo allí y el motivo de la presencia de los encapuchados. Enderezó la espalda, pitó el tren al mismo tiempo.

– Caballeros, harán albóndigas conmigo o mañana mandaré en España -dijo con voz solemne. Debajo de sus capirotes los encapuchados sonreían: habían telegrafiado a sus bancos y dudaban de que el golpe de Estado pudiera fracasar. En el andén no había viajeros ni maleteros: la estación había sido acordonada por fuerzas de infantería; tropas de a caballo patrullaban la ciudad. En los barrios obreros y los centros neurálgicos habían sido emplazadas las ametralladoras y las piezas de artillería ligera. Ahora reinaba el silencio en Barcelona. Al salir de la estación le pidió a Efrén Castells que le llevara a su casa, porque no disponía de automóvil. El gigante de Calella vaciló antes de responder.

– Por supuesto -dijo al final-, no faltaría más: sube.

Onofre Bouvila suspiró aliviado: no le habría gustado que lo mataran en las escaleras de la estación a tiro limpio. Ya en el automóvil se sintió relativamente seguro. Por un instante pensé que me ibas a dejar en tierra, le confesó a Efrén Castells. Somos amigos, le respondió el gigante. Se quitaron los capirotes y se miraron a la cara. Sintió una punzada de pena en el pecho: recordaba al oso barbado que había conocido en la Exposición Universal y veía ahora las facciones descolgadas del financiero calvo, envejecido prematuramente. Habrá que ver la pinta que tengo yo, pensó alisándose las guedejas con los dedos. Efrén Castells, ajeno a estas remembranzas, le indicó la conveniencia de que se escondiese durante unos días. ¿Tú también crees que corro peligro?, le preguntó. Efrén ƒ Castells ƒ movió la cabeza afirmativamente. Él no era muy listo, dijo, pero a su modo de ver no había que excluir aquella posibilidad.

– Primo no es sanguinario -añadió-; por su gusto no habrá derramamiento de sangre. Lo más probable es que todo salga bien y que ni siquiera se note el cambio. Pero puede suceder -dijo el gigante con el rostro ensombrecido no tanto por la preocupación como por el esfuerzo que le costaba dar una explicación tan larga-, puede suceder muy bien que al llegar a Madrid encuentre resistencia; no por parte de los civiles, sino de otros militares que aspiren como él al poder. Hasta una guerra civil es posible. Tú eres muy poderoso y Primo sabe que no puede contar con tu lealtad sin reservas. Esta noche te has mostrado poco prudente -le reconvino-; no sé por qué tenías que decir aquellas tonterías.

– Porque las pienso -dijo Onofre Bouvila mirando a su amigo con ternura- y porque ya estoy viejo para seguir disimulando.

Pero sea como sea, tú tienes razón esta vez: me iré a Francia.

Acabo de conocer París: me ha parecido un sitio horroroso, pero me adaptaré si hace falta.

– No te dejarán cruzar la frontera -dijo Efrén Castells.

– El avión en que he venido no partirá hasta la madrugada -dijo él-. Si después de pasar por mi casa me llevas a Sabadell y no dices nada a nadie de eso me habrás hecho un favor inmenso.

– Está bien -dijo el gigante-, pero te llevaré a Sabadell directamente: no conviene perder tiempo. A estas horas Primo u otro pueden estarte buscando ya.

– Quizá -replicó-, pero primero pasaremos por mi despacho:

hemos de ultimar unos asuntos tú y yo -como Efrén Castells le dijera que aquél no era el momento oportuno, replicó nuevamente-: No hay otro -en la puerta de su casa se apeó y retuvo con la mano al gigante para impedir que bajara del automóvil-. Ve a buscar a mi suegro; sácalo de la cama y tráelo a rastras si es preciso -le dijo-. Está que no se aguanta, pero necesitamos un abogado.

Entró en la casa con sumo cuidado: no quería despertar a su mujer ni a sus hijas; la perspectiva de una despedida lacrimosa le crispaba los nervios por anticipado. Peor sería que se empeñaran en seguirme al destierro, pensó mientras buscaba a tientas el cordón. Tirando de él hizo comparecer al mayordomo en camisa y gorro de dormir. No hace falta que te vistas, le dijo. Enciende la chimenea del despacho. El mayordomo se rascó la nuca. ¿La chimenea, señor? ¡Pero si estamos a primeros de septiembre! Mientras el mayordomo colocaba unas teas en la chimenea y les aplicaba una cerilla se quitó la americana, se arremangó la camisa, sacó un revólver del cajón y comprobó que estaba cargado. Luego lo dejó sobre la mesa y despidió al mayordomo. Prepárame un café, pero procura que no se despierte nadie: no quiero interrupciones. Ah, dijo reteniéndolo cuando el mayordomo ya se iba, dentro de un ratito llegarán don Efrén Castells y don Humbert Figa i Morera. Hazlos pasar directamente a mi despacho. Una vez a solas fue abriendo sistemáticamente cajones y archivadores. Sacaba papeles, los hojeaba y según el caso los arrojaba al fuego. De cuando en cuando removía las cenizas con el atizador. Un reloj de péndulo dio las doce en un salón de la casa. El mayordomo entró para anunciarle la llegada de Efrén Castells y de don Humbert Figa i Morera.

– Que pasen -dijo.

Su suegro venía deshecho en llanto. Llevaba un abrigo oscuro por debajo del cual asomaba un pijama listado. Desde la muerte de su mujer se le había reblandecido el seso: ya no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor. Lo que Efrén Castells había tratado de explicarle no había calado en su entendimiento: sólo había oído que su yerno tenía que salir huyendo del país y lloraba pensando en la suerte que podían correr su hija y sus nietas.

– Onofre, Onofre, ¿es verdad lo que me cuenta este animalote?: ¿que cae el gobierno García Prieto y que tú tienes que irte a Francia para que no te peguen un tiro? -entraba preguntando en el despacho-. Ay, Dios del cielo, Dios del cielo, y de mi pobre hija y de mis nietecitas, ¿qué va a ser ahora? Ya le decía yo a mi mujer, que en paz descanse, que no hacíamos bien casando la nena contigo, que mucho mejor boda habría hecho casándose con aquel jorobadito, ¿te acuerdas de quién digo, Onofre? Aquel chico tan educado y tan tímido, que vivía en París, ¿cómo se llamaba?