Subieron al segundo piso por una escalera de cuya barandilla sólo permanecían unos maderos astillados que sobresalían perpendicularmente de los peldaños. Al llegar arriba el hombre, que hasta ese momento se había movido por la casa con pesadez, arrastrando los pies y remoloneando en cada estancia, hizo un quiebro y se colocó delante de Onofre Bouvila, como si quisiera cortarle el paso.

– Aquí estaban los dormitorios de la casa -explicó sin que viniera a cuento: hasta ese momento tampoco había dado ninguna explicación acerca de la antigua distribución de los aposentos-, los dormitorios, quiero decir, de los señores -añadió apresuradamente, temeroso de haber cometido una incorrección-; el servicio, por supuesto, dormía arriba, en el ático: era la parte más calurosa de la casa en verano y la más fría en invierno, pero, a cambio de estas molestias inapreciables, era la que gozaba de mejor vista sobre la finca entera. Ahí dormía yo también. Mi habitación estaba separada de las demás… No digo esto para darme pisto: en realidad yo dormía con los siete perros de la señorita Clarabella; pero lo cierto es que no compartía la habitación con otros criados, como era habitual, lo que me libraba de ser objeto de chirigotas, azotes y actos de sodomía, no del todo, claro está, pero sí la mayor parte de los días; en total creo poder decir que mientras viví aquí sólo fui objeto de chirigotas, azotes y actos de sodomía una vez por semana aproximadamente, lo que no pueden decir otros en mi condición. El resto del tiempo me dejaban tranquilo. Entonces solía sentarme en el alféizar de la ventana, con los pies colgando hacia fuera, y mirar las estrellas; otras veces miraba hacia abajo, hacia Barcelona, con la esperanza de ver algún incendio, ya que de otro modo la ciudad estaba a oscuras, siendo imposible adivinar desde mi atalaya que allá a lo lejos había una urbe populosa. Luego vino la luz eléctrica y las cosas cambiaron, pero para entonces ya no vivía nadie en esta casa. Venga, señor -dijo bruscamente, tirando a Onofre de la manga-, subamos al ático y le mostraré dónde estaba mi habitación, ésa que le digo. Dejemos por ahora estos aposentos, que no revisten el menor interés. Hágame caso.

El techo del ático había cedido en varios sitios: por allí se veía el cielo. A través de los agujeros entraban y salían zigzagueando los murciélagos que ahora vivían en el ático. Los que no andaban revoloteando dormían colgados de las vigas, cabeza abajo. Por el suelo corrían ratas grandes, de pelo tieso como púas, capaces de hacer frente a un gato e incluso de acabar con él. El hombre cogió en brazos a su perrito en previsión.

– Esa noche no podía dormir -siguió diciendo como si en ningún momento hubiera interrumpido el relato-: hasta mi habitación llegaba la música de la orquesta que amenizaba el baile. Yo miraba por la ventana, según la costumbre que ya he dicho. Abajo, al otro lado del puente, en la explanada que había allí, podía ver débilmente iluminados por las miríadas de estrellas que tachonaban el firmamento de aquella noche de verano, de aquella noche terrible, señor, los coches en que habían venido los invitados selectos, acérrimos partidarios del duque todos ellos, no hace falta que lo diga, y más allá, en las laderas de la montaña, un sinfín de lucecitas que se movían lentamente, como una bandada de luciérnagas perezosas, pero que no eran luciérnagas, ay dolor, sino las linternas con que se alumbraban las tropas del general Espartero, quien, advertido por algún traidor que mal haya de la presencia del duque, había dado orden de rodear la finca. De esta añagaza, por ironías del destino, nadie se había percatado, sino yo, pobre inocente, que a mis seis años de edad, ¿qué había de saber de las reglas de la traición y la guerra? Déjeme respirar, señor, y en seguida reanudaré esta historia -hizo lo que anunciaba y se restañó los ojos con un pañuelo de hierbas que sacó del bolsillo. Luego, sin ton ni son, restañó también los ojos del perrito, que apartó la cabeza. Acto seguido volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo y dijo-: Estuve escuchando la música hasta que vencido por el sueño me retiré a dormir. No sé qué hora sería cuando desperté sobresaltado.

Los perros que dormían conmigo se habían despertado antes que yo y paseaban inquietos por la habitación, arañaban las puertas, mordisqueaban la estera que cubría el suelo y gemían como si olfateasen peligros inciertos en el aire. Fuera era noche cerrada. Miré por la ventana y advertí que los coches se habían ido y que las lucecitas que antes me habían entretenido estaban ahora apagadas. Prendí un cabo de vela y en camisa y descalzo salí al pasillo, encerrando detrás de mí los perros en la habitación, no fueran a escaparse y corretear por la casa, que parecía dormida. Por esa misma escalera que usted ve, señor, bajé al segundo piso. No sé qué idea me llevaba allí. De pronto una mano me sujetó el brazo y otra mano me tapó la boca, impidiéndome de este modo tanto huir como pedir auxilio. Se me cayó al suelo la vela, que fue al punto recogida por alguien. Recuperado de mi estupor vi que quien me sujetaba no era otro que el duque Archibaldo María y quien había recogido la vela con la que ahora alumbraba su diabólico rostro, el bárbaro Flitán, que llevaba un puñal entre los dientes, lo que me sumió en indecible zozobra. Nada temas, oí que murmuraba el duque en mi oído, arrojándome a la cara un aliento pastoso y tan impregnado de alcohol que temí perder el conocimiento. ¿Sabes quién soy?, me preguntó; a lo que yo respondí moviendo ligeramente la cabeza. Esta respuesta le resultó satisfactoria, pues agregó entonces: Si sabes quién soy, sabrás también que has de obedecerme en todo. Y como yo volviera a asentir por señas, preguntó de nuevo si sabía dónde estaba la alcoba de la señorita Clarabella. Mi respuesta afirmativa provocó entre ambos hombres un rápido intercambio de miradas y sonrisas, cuyo sentido ni por asomo entendí. Pues llévame hasta allá sin pérdida de tiempo, dijo el duque, porque la señorita Clarabella me está esperando. Tengo que darle un recadito, añadió al cabo de un instante acompañando sus palabras de una grosera carcajada que coreó el edecán.

Naturalmente, obedecí. Ante la puerta de la alcoba me devolvieron la vela y me conminaron a regresar inmediatamente a mi cuarto. Duérmete en seguida y no cuentes a nadie lo que ha pasado, me advirtió el duque, o diré a Flitán que te corte la lengua. Volví a mi cuarto a toda prisa, sin volver una sola vez la vista atrás. Ante la puerta me detuve: el encuentro me había dejado en el ánimo una desazón que no lograba explicarme. Al fondo del pasillo del ático, donde me encontraba, dormía la despensera que podía ser mi madre o no.

De puntillas entré en su habitación, que compartía, como ya le he dicho antes, con otras criadas, me acerqué a su cama y la zarandeé. Ella entreabrió los ojos y me miró colérica. ¿Qué diablos andas haciendo aquí, condenado mequetrefe?, me dijo entre dientes, y yo temí que, después de todo, no fuera mi madre, en cuyo caso sólo me cabía esperar de ella una buena tunda. Sin embargo respondí: Tengo miedo, mamá. Está bien, dijo ella deponiendo su actitud iracunda, quédate si quieres, pero no en mi cama. ¿No ves que esta noche tengo compañía?, añadió llevándose el dedo índice a los labios y señalando luego a un hombre que roncaba a su lado y que no era, dicho sea de paso, mi padre el guardabosques, lo que tampoco demuestra nada, por supuesto, ante lo cual yo me tendí en la estera, a los pies de la cama, y me puse a contar los bacines que desde allí veía. Desperté una vez más con violencia: mi madre me sacudía. Todas las criadas y los hombres que por la razón que fuese estaban también en la pieza corrían de un lado para otro buscando sus ropas a la tenue claridad que entraba por el tragaluz del techo. Pregunté qué ocurría y mi madre me dio un papirotazo por toda explicación. No preguntes tanto y vamos de prisa, dijo. Se había echado sobre la camisa una pañoleta y así salió del cuarto llevándome a mí a rastras. Las escaleras retumbaban y se cimbreaban al paso precipitado de la servidumbre que bajaba por ellas y se congregaba en el sótano.

Allí vimos al señor y a la señora Rosell. Él levaba aún su traje de gala o se lo había vuelto a poner. En la mano derecha tenía un sable desenvainado y con el brazo izquierdo rodeaba protector los hombros de la señora Rosell, que lloraba contra su plastrón. Ella llevaba una bata larga de terciopelo azul.

Al pasar por su lado oí murmurar al señor: "Povera Catalogna¡"

Miré a todas partes por ver si en medio de la desbandada distinguía a la señorita Clarabella, cosa que mi escasa estatura dificultaba en grado sumo. Oí decir asimismo a los que me rodeaban que las tropas del general Espartero acababan de cruzar el puente y que no tardarían en derribar la puerta de entrada. Como para corroborar esta aseveración sonaron unos aldabonazos tremendos en la planta baja, justo sobre nuestras cabezas. Yo escondí la mía en el bosque de rodillas que me envolvía. El señor Rosell dijo con voz serena: Aprisa, aprisa, no entretenerse, que en ello nos va la vida. Ibamos entrando todos en una alacena donde siempre había visto que se guardaban alubias, lentejas y garbanzos en unos barriles de madera clara con flejes de hierro. Yo no salía de mi asombro:

nunca había sospechado que en un espacio tan reducido pudiera meterse tanta gente. Al acercarme más comprendí lo que pasaba:

en efecto, en el suelo de la alacena había una trampilla, generalmente oculta bajo los barriles, pero ahora abierta, por la que se iban metiendo los que entraban en la alacena.

Aquella trampilla conducía a un pasadizo secreto, de cuya existencia sólo los dueños de la casa tenían noticia y por el que se podía huir cuando la casa se encontraba sitiada impenetrablemente, como era el caso en que nos hallábamos. Mi madre me hizo señas con la mano: No te quedes rezagado, vamos, corre, parecía darme a entender con ese gesto. Yo la habría seguido, señor, de no haberme acordado repentinamente de que había dejado los siete perritos encerrados en mi habitación horas antes, cuando salí a efectuar aquella primera incursión que acabó en el encuentro con el duque. Tenía que ir a buscarlos, me dije, solindes pena de incurrir en el descontento de la señorita Clarabella. Sin pensarlo dos veces giré sobre mis talones y subí a la carrera los cuatro pisos que separaban el sótano del ático.

Onofre Bouvila se asomó a la ventana y miró hacia abajo.

Los matorrales y arbustos habían borrado los lindes de la finca: ahora una masa verde se extendía a sus pies hasta el borde de la ciudad. Allí se veían claramente delimitados los pueblos que la ciudad había ido devorando; luego venía el Ensanche con sus árboles y avenidas y sus casas suntuarias; más abajo, la ciudad vieja, con la que aún, después de tantos años, seguía sintiéndose identificado. Por último vio el mar.