A los costados de la ciudad las chimeneas de las zonas industriales humeaban contra el cielo oscuro del atardecer. En las calles iban encendiéndose las farolas al ritmo tranquilo de los faroleros.
– No me interesa el resto de la historia dijo secamente dirigiendo al hombre una mirada autoritaria por encima del hombro-. Me quedo con la casa.
2
Por pura casualidad o por deliberada armonía el hundimiento del imperio cinematográfico de Onofre Bouvila coincidió con el fin de la reconstrucción de la mansión que había adquirido.
Con tesón inagotable, sin reparar en tiempo, energía ni gastos hizo demoler el interior de la casa y luego volver a colocarlo todo donde había o donde debía de haber estado. Para eso no disponía de descripción ni plano ni de otra guía que los dictados de la lógica y la memoria incierta del hombre del perrito. Con paciencia infinita escuchaba las opiniones de los arquitectos, historiadores, decoradores, ebanistas, artistas, diletantes y charlatanes que acudían con ánimo de resolver los problemas concretos que se presentaban sin cesar: sobre cada cuestión emitían dictámenes contradictorios. Después de escuchar estos dictámenes, que retribuía con esplendidez, él tomaba la decisión que estimaba óptima, sin dejarse llevar nunca por sus preferencias. Así iba viendo resucitar paulatinamente la casa y el jardín, las cuadras y los cobertizos, el lago y el canal, los puentes y los pabellones, los macizos de flores y el huerto. Dentro de la casa los techos y los suelos eran restaurados si lo que aún quedaba de ellos lo permitía o inventados donde el tiempo se había cebado en el trabajo del hombre hasta dejarlo irreconocible.
Distribuyó entre sus agentes los añicos de porcelana y cristal y los envió por todos los rincones del mundo en busca de objetos gemelos de aquéllos; estos agentes, que pocos años antes habían andado por esas mismas ciudades ofreciendo al mejor postor obuses y morteros, hacían tintinear ahora las campanillas colgadas en los dinteles de los sótanos húmedos donde vivían orfebres y anticuarios. Hizo venir a Barcelona pintores y escultores de todos los talleres y mansardas y restauradores de las pinacotecas y museos de todo el mundo. Un pedazo de jarrón no mayor que la palma de la mano viajó dos veces a Shanghai. Se hizo traer caballos de Andalucía y de Devonshire y los enjaezó y unció a réplicas de carruajes construidos especialmente para él en Alemania. Todos pensaban por esto que estaba loco, que había perdido el juicio: nadie entendió la razón que le impulsaba a sumergirse en aquel rompecabezas sin solución. En este punto nadie podía llevarle la contraria; ni la conveniencia ni la comodidad ni la economía eran argumentos que estuviese dispuesto a considerar:
cada cosa tenía que ser exactamente como había sido antes, en tiempos de la familia Rosell, cuyo rastro, por otra parte, no se había preocupado nunca por encontrar. Cuando alguien manifestaba sorpresa, le preguntaba cómo él, que trataba de reemplazar la religión ancestral por el cinematógrafo, se empeñaba ahora en recrear algo reñido con el progreso, algo que el progreso mismo había dejado atrás irremisiblemente, se limitaba a sonreír y respondía: Precisamente. No había forma de sacarlo de ahí. Esta obra colosal duró varios años.
Un día, mientras visitaba la mansión, trabó conversación con un decorador. Este decorador le dijo que había estado buscando en vano una figurita de mayólica de escaso valor; en el curso de sus pesquisas, sin embargo, había oído decir que tal vez en París, en determinado establecimiento, podría dar con ella, pero había preferido renunciar antes de seguir dedicando a la figurita un dinero y un esfuerzo a su juicio desproporcionados. Onofre Bouvila se hizo dar la dirección de ese establecimiento en París, hizo despedir al decorador, subió al automóvil que le esperaba en el puente y dijo al chófer: A París. Nunca había salido de Cataluña. Ni siquiera a Madrid, donde tantos asuntos llevaba entre manos, había ido.
Durante el viaje dormitó en el asiento del automóvil. Al cruzar la frontera, como hacía fresquito, quiso comprar una manta de viaje para taparse las piernas, pero no se la quisieron vender: no llevaba encima dinero francés. Siguió sin la manta hasta Perpiñán: allí un banco le prestó lo que necesitaba y le entregó una carta que le permitía ir retirando sumas sin límite por dondequiera que pasara. Al salir de Perpiñán empezó a llover; no cesó de llover en todo el viaje.
Durmieron en una población que les salió al paso al ponerse el sol. A la mañana siguiente reemprendieron la marcha. Cuando llegaron a París fueron directamente a la dirección que le había dado el decorador incompetente: allí encontró en efecto la figurita de mayólica y la compró por un precio irrisorio.
Con la figurita en su poder se hizo conducir al hotel de lujo más próximo y se hospedó en la "suite royale". Estaba en la bañera cuando entró el gerente vestido de chaqué. En la solapa llevaba una gardenia. Venía a preguntar a "monsieur" Bouvila si deseaba algo en especial. Ordenó que le sirvieran la cena en la "suite" y que proporcionasen al chófer, que ocupaba otra habitación en otro piso, compañía femenina. Mañana le espera un día muy duro, comentó. El gerente del hotel hizo un gesto comprensivo. ¿Y "monsieur"?, dijo luego, ¿no necesitaba también un poco de compañía? Discreta y servicial, dijo Onofre tratando de imaginar lo que habría hecho en aquella situación su amigo el marqués de Ut. El gerente levantó las manos hacia el techo. "C.est l.especialité de la maison!", exclamó. "Elle s.appelle Ninette". Cuando Ninette llegó más tarde a la "suite" lo encontró echado en la cama, vestido y dormido profundamente. Le quitó los zapatos, le desabotonó el chaleco y el cuello de la camisa y lo tapó con el cobertor. Al ir a apagar la luz vio en la mesilla de noche un sobre en el que había escrito: "Pour vous". Dentro del sobre había un fajo de billetes. Ninette volvió a dejar el sobre y los billetes en la mesilla de noche, apagó la luz y salió de la "suite" sin hacer ruido.
Viajar es aburrido y además no instruye como dicen, pensó al día siguiente. El gerente del hotel le sugirió que abreviase el regreso volando a Barcelona en aeroplano: aún no existía servicio regular entre ambas ciudades, pero si el dinero no era obstáculo, indicó el gerente, todo en este mundo tenía arreglo. Se hizo conducir al aeródromo y negoció con un piloto belga el alquiler de un biplano. El chófer partió hacia Barcelona por carretera y Onofre y el piloto subieron al avión. Vientos contrarios los llevaron a Grenoble. De allí consiguieron llegar a Lyon, donde repostaron combustible y bebieron varios coñacs en la cantina del aeródromo para entrar en calor. Al cruzar los Pirineos estuvieron en un tris de sufrir un accidente serio. Finalmente aterrizaron en el aeródromo de Sabadell sanos y salvos. Con gran sorpresa advirtió que en la pista de aterrizaje le estaban esperando Efrén Castells y el marqués de Ut.
– Caramba, cuánto os agradezco que hayáis venido -dijo.
Ellos le gritaban algo, pero no oía nada: tantas horas de vuelo le habían dejado temporalmente sordo. También andaba a tumbos; el gigante de Calella lo llevaba casi en volandas-. Lo que no entiendo es cómo supisteis que llegaba hoy aquí -agregó.
Lo habían estado buscando por todas partes. A través de los bancos habían seguido su pista hasta París; desde allí el gerente del hotel les había informado telegráficamente de sus andanzas: "Bibelot acheté monsieur baigné Ninette deçue monsieur volé", había escrito. Ahora los tres iban en el automóvil de Efrén Castells camino de Barcelona. Sentado en el trasportín aquél metía prisa al chófer. Preguntó a qué se debía tanta prisa. ¿Qué ha pasado?, quiso saber. Algo importante, dijo Efrén Castells; por culpa de tu estúpida escapada hemos perdido ya un tiempo precioso. Decía estas cosas con una gravedad impropia de su temperamento.
– Pongámonos los capirotes -dijo el marqués. De debajo del asiento sacó una caja rectangular de madera taraceada y de ésta tres capirotes negros adornados con la cruz de Malta.
Ahora tenían que ir agachados para que los cucuruchos no se aplastaran contra el techo del automóvil. Éste detuvo al fin su carrera alocada en la falda del Tibidabo, frente a un caserón de ladrillo rojo rematado por torreones falsos, almenas y gárgolas. Dos hombres que llevaban fusiles en bandolera abrieron la verja y la volvieron a cerrar cuando el automóvil la hubo franqueado. Frente a la puerta principal del edificio se apearon, subieron de dos en dos la escalinata y entraron en un vestíbulo circular de techo alto en el que resonaban sus pasos precipitados. Al andar se iban abriendo y cerrando las puertas; criados vestidos de calzón corto y cubiertos de antifaces de satén blanco les hacían reverencias y les señalaban el camino que debían seguir. Así desembocaron en una sala cuyo centro ocupaba una mesa larga y estrecha. A esta mesa se sentaban también varios encapuchados. En tres sillones fraileros vacantes se sentaron Onofre Bouvila, el marqués de Ut y Efrén Castells. El que presidía preguntó con voz cascada: ¿Estamos todos? Un murmullo afirmativo respondió a esta pregunta. Empecemos, pues, dijo el presidente santiguándose. Todos los presentes imitaron este gesto, tras lo cual dijo el presidente:
– A este capítulo extraordinario han venido representantes de nuestros hermanos de Madrid y Bilbao, a quienes me cabe el honor y el placer de dar la bienvenida a Barcelona -un ronroneo siguió a esta formalidad. Luego el presidente golpeó la mesa con un mazo diminuto y continuó diciendo-: Os supongo a todos al corriente de la situación.
En 1923 la situación social se había deteriorado hasta llegar a un punto del cual, decían algunos, "ya no se podía regresar". Sólo Onofre Bouvila estaba en desacuerdo con este diagnóstico pesimista. Siempre hemos vivido en una situación social crítica, decía; el país es así y no hay que darle más vueltas. Opinaba que pese a todo, en el fondo no pasaba nada grave. Dejemos que las cosas sigan su curso, decía, ellas solas se arreglarán naturalmente, sin más violencia que la estrictamente necesaria. A él las cosas como estaban, las cosas confusas y enrevesadas le parecían bien, no en vano había escalado la posición que ocupaba ahora prevaliéndose de ello. El marqués de Ut y sus cofrades, en cambio, opinaban lo contrario: habían heredado la posición de que gozaban y vivían en el temor continuo de perderla; cualquier medida extrema les parecía justificada si tenía por objeto garantizar su estabilidad. El fantasma del bolchevismo les quitaba el sueño.